viernes, 25 de julio de 2008

Otro homenaje a Rafael Alcides




"Naturaleza muerta con zapato viejo", de Joan Miró.







El zapato que se quedó sin ir al cielo


Autor: Por Rafael Alcides

Era un triste zapato viejo, roto, mustio, en medio de la acera,
la suela desprendida, el tacón gastado y la piel hinchada por la
lluvia y los soles, la lengüeta comida por ratones y cucarachas,
y todo el allí dando miedo, causando estupor,sobrecogiendo.
Fue acaso, en otro tiempo, el zapato de un hombre que, animoso,
se vestía en la mañana para tomar el ómnibus y entrar radiante
en su trabajo, o el zapato de un hombre, acaso ya difunto,
que solía pasear en los atardeceres con su mujer y sus hijos
y jubiloso entrar con ellos en el parque de diversiones los domingos
a media tarde. Acaso el hombre esté vivo todavía. Acaso en una
«Operación tareco» el zapato fue arrojado en un solar yermo,
llegó el camión, y, por error o por omisión, no se lo llevó,
y después llegaron los ratones, y siguió pasando el tiempo.
Pero ahora el zapato está ahí, olvidado, muerto de calamidades,
y parece ser el zapato de un difunto; su tristeza es infinita
y da miedo, causa horror mirar ese zapato. Preludia, demasiado
preludia ese zapato para quien lleva zapatos y se afeita todas
las mañanas.Y sin embargo, fuera de los pájaros y los niños,
los más pasaron junto al zapato sin verlo, y si lo vieron,
nada sintieron. ¡Bah!, un zapato. Como tantos, un zapato más
pudriéndose en la acera. Mas hubo alguien que todavía, al caer
la tarde, ya sentado en su casa en su sillón de pensar,
mirando los periódicos del día, seguía con el corazón estrangulado
sintiendo golpear sobre los flancos de algún lugar recóndito
aquellos cordones devastados y hechos flecos lamentables, aquella
piel cuarteada por la intemperie y aquellas suelas desprendidas
con su tacón gastado por la vida.
Pero aun ese alguien, ese ser enternecido capaz de sentir las
catástrofes de las cosas con igual intensidad que las calamidades
humanas, y aun siendo él poeta, es decir, criatura encargada de
testimoniar el día de hoy y anunciar el de mañana, terminó
desentendiéndose de aquella tristeza última del zapato. Fue ella
un dolor de él, algo que le golpeó tremendamente por su
condición de símbolo, y que, con el tiempo, entre otros símbolos
y pequeños y grandes sucesos trágicos, terminó diluyéndose como las
lágrimas de un niño bajo un aguacero torrencial. Fue un zapato
que alumbró por un momento y que por último se perdió en la mayor
oscuridad. Un recuerdo que la memoria por último ahuyentó.
Y, sin embargo, existió el deseo de escribir sobre el zapato, hacer su elogio,
inclusive el deseo de componer un himno en su honor que estremeciera a Dios
de tal manera que mandara a abrirle enseguida las puertas del Cielo. Sacudido
por esta ilusión, emocionado, se sentó el poeta ante su maquinita
y escribió, tachó, hizo ilegible la página, la cambió, volvió a escribir
y volvió a sacar la página y volvió a meter otra en el rodillo, y cuando
llegaron las dos de la madrugada en el cesto no cabía un papel más, ni tampoco
más humo en la habitación. La historia, empero, estaba bien contada.
El formidable zapato de otro tiempo yacía en la acera en las lamentables
condiciones en que lo hemos visto a mediodía diciendo adiós sin ser oído,
pero el dolor que el mismo inspirara entonces seguía siendo un dolor
privado del poeta, un dolor que no lograba contagiar la página e
instalado allí propagar una epidemia incurable, una hermosa y desenfrenada
lepra que enfermara de belleza a cuantos leyeran el poema – como ha de
ser función inexcusable de todo poema que pretenda ser realmente un poema:
o sea, algo que existe más allá de la letra, algo que siendo letra,
al parecer, nada tiene que ver con la letra.
Bien, señoras y señores: yo soy aquel hombre. Yo vi el zapato.
Yo me detuve ante él, yo lo miré largamente en aquel mediodía
funeral; y por eso mismo yo menos que nadie podría perdonar
el pálido relato de su agonía que aquí dejo firmado con
mi nombre. Lo que entre él y yo sucedió, tampoco podría
referirlo. Pero al menos yo un día me crucé con el zapato,
yo sentí lo que él sentía, y supe que mientras calladamente
nos mirábamos, él en su idioma me decía cosas que
no aspiro a comprender, incomunicables cosas que además de los hombres
al pasar con su misterio, me han dicho los calderos y las nubes,
los puertos y las zanahorias, y cada una de las cosas de este mundo,
las más grandes y las más pequeñas, las trascendentes y las vulgares —o que por cotidianas e íntimas, sobreestimándonos, como de costumbre, hemos dado en llamar vulgares—. Entre las cosas y yo, no lo niego, hay un extraño
comercio azul cuyo nombre no importa. Y hasta los vientos que barren las aceras me saludan gentiles cuando paso. Calladamente murmuran: «Derrotado pero feliz, ahí va el hombre que un día conversó con el zapato».

(1982)