martes, 16 de febrero de 2010

La costa amalfitana: el arte del equilibrio




Texto y foto: Juan Carlos Rivera Quintana.






En la costa amalfitana todo parece estar suspendido en las cumbres y las altas rocas milenarias… como colgado en el techo del cielo. Así monasterios, caserones antiquísimos, palazzos convertidos en hoteles, pueblitos de pescadores, iglesias, cementerios donde entierran a los muertos de pie para ahorrar espacio, tratorias, tiendas, callejuelas empinadas y escaleras que conducen a los lugares más inimaginables y hasta los mercados populares penden de las piedras como desafiando la Ley de la Gravitación Universal, que descubriera el alquimista y matemático inglés Isaac Newton.

Y es la costa amalfitana - ubicada en el Golfo de Salerno, en la provincia de Campania - uno de los sitios privilegiados por la mano de Dios, un verdadero paraíso terrenal por su belleza natural y sus accidentes orogràficos. Con un gran interés turístico, geográfico y cultural es un tramo de costa italiana de unos 40 kilómetros, que comienza en Vietri Sul Mare y concluye en Positano, ciudades todas bañadas por las aguas super salobres y verdeazules del Mar Tirreno. No sin razón todos los municipios que integran la costa fueron declarados como Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, en 1997, porque en sus ciudades se conservan obras arquitectónicas y artísticas de interés mundial.

No hay nada más que salir desde la ciudad de Salerno, en el bus de la Costera Amalfitana zigzagueando curvas de vértigo, precipicios, luminosas bahías, rocas cortadas en terrazas donde florecen limoneros, pomelos y mandarinas y se desatan los viñedos para avistar las altas tierras de pastoreo y los pobladillos de casitas blancas y ventanales asomados al Mediterráneo y llegar a Amalfi para descubrir un entorno casi cinematográfico por la telegenia de sus paisajes. Quizás ello explique que sus decorados se conviertan en set de filmaciones con frecuencia y que películas tan fotográficas como “El talento de mister Ripley” y “Bajo el sol de Toscana” hayan utilizado estas hermosas ciudades como sus telones de fondo.

Sin dudas los habitantes de Salerno, Atrani, Cetara, Vietri Sul Mare, Furore, Maiori, Minori, Amalfi, Positano, Ravello, Praiano y Scala, que integran dicha costa, enclavada en la península de Sorrento, están muy acostumbrados a los trasiegos de turistas del mundo entero y de la jet set europea y norteamericana que eligen sus costas como destinos vacacionales de primer orden, tanto en el verano playero como en el invierno brumoso y a veces soleado de descanso y caminatas por sus calles y sus playas. En sus hoteles y mansiones se dieron cita artistas de la talla de Giovanni Boccaccio, que habla de esa porción de tierra y costas en su célebre libro “Decamerón”, o un John Steinbeck que utilizó la localidad de Positano para su novela homónima o el dramaturgo y poeta noruego Henrik Ibsen que escribió en el Hotel La Luna, de Amalfi, su reconocida pieza: “Casa de Muñecas”. Tambièn fueron notables las largas estadías de actrices como Greta Garbo, en Ravello; de Isabella Rosellini en Maiori y de Ingrid Bergman, en varias de sus ciudades, junto a importantes directores cinematográficos, representantes del neorrealismo italiano.

Amalfi: el camino del Paraíso entre limoncellos.


La costa amalfitana abarca el territorio de la histórica República amalfitana, una de las repúblicas marineras italianas, que dominaron el Mediterráneo cerca del siglo XII, junto a las ciudades de Pisa, Génova y Venecia, que entre el X y el XIII gozaron de una prosperidad económica inusitada, debido a su actividad comercial en un amplio marco de autonomía política. Ella toma su nombre del municipio más importante: Amalfi, capital de la República, que llegó a tener una población de 70 mil habitantes y hoy es un codiciado paraje turístico. No por gusto, el poeta italiano Renato Fucini escribió de Amalfi: “El día del Juicio Universal para los amalfitanos que subirán al Paraíso será un día como todos los otros”. Y creo que no exageró porque la ciudad tiene todos los ingredientes para hacer una estadía plácida e inolvidable.

Posee Amalfi, conocida popularmente como: “la Cittá Bianca”, un clima de playa y montaña que convierten su invierno en una estancia disfrutable con algún que otro chubasco pasajero que pugna por tapar el Sol, alguna que otra penetración de mar y una temperatura que puede variar entre los dos y los diez grados. De ahí que muchos jubilados italianos decidan pernoctar allí esos meses buscando la tranquilidad y el calor de las estufas de sus confortables hoteles, como el hotel “La Bussola” (La Brújula), frente a la Capitaneria di Porto, donde nos hospedamos, durante tres días.

Las callejuelas blancas de Amalfi - con sus casitas de colores discretos pero variopintos, sus ropas colgadas en los balcones y los patios escondidos a las miradas indiscretas - parecen irradiar vida y alegría convirtiendo a la ciudad, repleta de tiendas, bares y terrazas donde se puede degustar un exquisito limoncello, un gelato frutal o un chocolate caldo (caliente) en un lugar memorable, a pesar del frío invernal. Eso sí a las seis y media, a más tardar, la ciudad se retira completamente a descansar, sus comercios cierran, oscurece temprano y no se escucha más que el rugido del mar contra las escolleras. Entonces sólo queda abierto algún que otro restaurante, donde se ofrecen excelentes pizzas, pastas rellenas, algún plato de pescado o lasaña con carne.

En la villa su trazado urbanístico parece diseñado para que todo confluya en la Catedral o Duomo di Sant'Andrea, en el centro histórico, que puede ser recorrido a pie. Dicho templo, de gran influencia morisca mudéjar, que por momentos recuerda a La Alhambra, en España, está construido sobre la cima empinada de una escalinata en una posición que domina toda la plaza principal de la ciudad y desde donde se divisa una fuente de mármol blanco. Sus puertas de bronce fueron traídas desde Constantinopla y en su interior se mezclan los estilos morisco y románico, con algo de influencia árabe en su claustro principal. Dentro del Duomo, se puede descender a la cripta donde se conservan los restos del predicador y misionero San Andrés, uno de los doce Apóstoles, patrono también de Rusia y Escocia.

Entre los viajes más inolvidables que ofrece la ciudad se encuentra la visita a la extraordinaria Grotta Azurra (esmeralda o azul), ubicada en la cercana isla de Capri, un espectáculo natural como pocos por la fosforescencia de colores y los tonos azules de sus aguas y la riqueza de estalactitas y estalagmitas, narran los visitantes. A ella se puede llegar en barcos o aliscafos desde Amalfi. Aunque en invierno los viajes se suspenden por seguridad marítima. Tampoco puede dejarse de visitar el Grand Hotel Convento di Amalfi, (cinco estrellas), situado en un monasterio del siglo XIII, que era un antiguo claustro normando-árabe y sigue teniendo las mejores vistas de la urbe. El convento parece estar suspendido en el aire entre el cielo azul y el mar opalino de la bahía amalfitana y fue refaccionado completamente en el 2009, al que se puede acceder por las escaleras empinadas que serpentean la alta colina, donde está enclavado, o a través de un elevador acristalado, con una emocionante vista panorámica. Recomendable tambièn es llegarse a las otras ciudades cercanas, con solo tomar el bus costero por tres euros, que tiene una puntualidad pasmosa. Positano es una excursión imperdible para experimentar el auténtico sur italiano. Su encanto pueblerino y sus pintorescas casas, pequeñas tiendas, callejuelas, placitas a las que se accede por numerosos escalones y restaurantes hacen del sitio un destino romántico.

Positano está ubicado sobre una ladera de una montaña empinada, que parece que se vendrá abajo de un momento a otro, pero es sólo un efecto óptico de una vista fóbica a las alturas. Dicha colina divide al a localidad en dos, una parte occidental donde está la playa, mientras en el oriente se encuentra el centro histórico de la ciudad que se puede recorrer en unos cuarenta minutos.

Antes de marcharme de esa hermosa e inolvidable costa amalfitana compré una caracola para atesorar por siempre el rugido del Mar Tirreno, que sale de sus entrañas y arremete contra los farallones y escolleras de la costas, bendito sonido calmo - cual canto de sirena - que escuchaba por las noches, desde mi cama y me producía un sopor cansino y agradable que no experimenté en ningún otro sitio del planeta.