miércoles, 7 de marzo de 2012

Retrato con almendra madura entre las manos



Obra del artista cubano Humberto Castro.









He sentido los pasos del éxodo entre las huellas de otros pies,
- parecidos a las míos-
agazapadas bajo el cono de sombra, intranquilas por las turbulencias del avión
cuando todavía buscaba una razón, un ligero consuelo a tanta partida,
a tanta casa vacía, archivos resignados y documentos acuñados inexpresivamente.
He llorado de frío dentro del lecho escarchado de aquel hotel
donde una nevasca no alcanzaba a apagar la vela tótem (semicaliente y quieta),
que desparramaba su esperma mortecino, como esa luz del farol que se derrapa hoy
intermitentemente desde la calle sobre mi cuarto.
Alucino con un sudor naufrago entre enanos de Liguria
que no llegan a acomodar un nuevo rincón.
Emerjo en cada madrugada cuando los pies me pesan como cemento seco/
la oscuridad a sorbo se disipa sobre la cama y la alfombra…
entonces sólo alcanzo a avistar aquella aguja herrumbrosa
con que mi madre cosía mis medias rotas de tanto andar
en el patio del limonero macerando azahares.
Ah, Dios mío, si tan sólo pudiera voltear el almanaque
treinta años con mi máquina del tiempo
y volverme a asomar inexpresivo y sigiloso
a la ventana para contemplar la cotidiana escena
del viejo Buick verde loro saliendo del garaje y mi perra Katiuska
tranquila con cara de nunca me abandonen
esperando saltar al asiento trasero,
camino de la finca en Candelaria.
Ahora subsiste una sospecha única,
que se debate entre otros rostros familiares,
un son del hechicero que escucho a fuego en las noches repetidas,
atávico gesto que denuncia cierta certeza fútil
como el agua, el fuego o el color de aquellos ojos de mi madre sin idea de tiempo. Vuelvo a rebuscar su contorno clandestino, aquella sonrisa,
aquel tedio de voces, cierto discurso germinado
y únicamente encuentro palabras repetidas,
una gota de lluvia que no alcanza a empañar ni mis pupilas cansadas.
Un murmullo de hojas resecas, con olor de mango dulzón podrido
me seguirá persiguiendo, junto al amargor en la boca
de la almendra madura que manchaba mis dientes y todavía escondo entre mis manos.
El camino ha sido revelado: errático, de inconfundible sello mortecino
como el eco de adioses que siguen repitiendo mis oídos
y aquella imagen de cal y bruma contra la verja (que me acompañará de abrigo)
cuando ya no queden ni trazas ni penas para contemplar
y almacenar una extraña idea de tiempo peregrino.