viernes, 18 de noviembre de 2011

Cetáceos varados en el litoral




Obra del artista cubano Humberto Castro.



“Voy hacia lo que menos conocí en mi vida: voy hacia mi cuerpo”.

Héctor Viel Temperley*, “Hospital Británico”.


Era una sensación indócil que estaba lejos del aire austral, como un olor a zooplancton, a cardumen de salmón real, a arenque joven, que desataba el frenesí devorador, como una exhalación de aguas cálidas que trepanaba los huesos y agujereaba la cabeza buscando un resquicio para llenar de aromas aquellas remos inmensos de ángel fuera de todo alcance. Era más bien un deseo lúdico, gregario, un viaje migratorio, un acomodo entre la manada, un buscar algo olvidado, pero perentorio cuando ha llegado la hora del éxodo y se presume que terminaremos confundidos en una cala errada. Era recordar un mar calmo con olor a lluvia y los sargazos tiernos de la infancia y escuchar el sonido de los sonares de los grandes buques que se iban incrustando en las extremidades anteriores y nos nublaban la vista llevándonos a donde no debiéramos, como un mal canto de sirenas, una celada, una encerrona fatal que paralizaba nuestras pulsaciones ultrasónicas y nos lanzaba contra las rocas. Dejábamos todos los sentidos bajo un sol de verano que resecaba la piel y nos tumbábamos boca arriba perdiendo toda esperanza, clamando desesperados por socorro con alguna lágrima en el hueco del ojo, picoteados por las gaviotas que hacían sangrar ferazmente nuestros lomos. Entonces era imperioso seguir nadando hasta donde ya no se pudiera, o encontrar el fondo e interrumpir la respiración para seguir buceando hasta divisar el santuario, el final del trayecto, el Dorado que todos buscamos, aunque llegásemos sin energía vital, dando señales suicidas de no poder seguir, de no querer recomenzar. Sólo en ese instante recordaba dar gracias a las aguas porque en ellas mis aletas todavía hacían ruido de alas (*).

Buenos Aires, 18 de noviembre 2011.
Esperando un verano playero que se tarda.