miércoles, 20 de julio de 2011

Londres y encontrar la pieza que falta






Texto y foto: Juan Carlos Rivera Quintana

La ciudad de Londres me recuerda una hermosa canción de Adele, una de mis intérpretes británicas preferidas, que se titula: "Don't you remember" y que en una de sus estrofas dice con melancolía: “¿Cuándo te veré de nuevo. Te fuiste sin despedirte y ni una sola palabra dijiste... ni beso final para sellar cierta grieta. No tenía idea del estado en el que estábamos metidos. Se que tengo un corazón inestable y disgustado y una mirada desviada y una pesadez en mi cabeza. Pero... ¿no te acuerdas? La razón por la que me amaste antes. Cariño, por favor recuérdame una vez más (...) espero que puedas encontrar la pieza que te falta”. Esa urbe es como una gran pasión, una intensidad monumental e inolvidable… de esas que se tienen escasas veces en la vida, como salir a armar un rompecabezas y nunca encontrar la pieza que falta.

Y es que resulta casi chocante llegar a Londres, proveniente de Ámsterdam, un día de mucha lluvia y neblina y tomar un tren rápido que te lleva hasta la Victoria Estation, y en el trayecto ver el campo verdoso y apacible y las casitas todas iguales y modestas que rodean a la urbe y encontrarte, de pronto y casi de imprevisto, en medio de una ciudad imponente, rancia, que rebosa cultura y sofisticación, casi despampanante, con una tempo británico - también llamado la flema british - que recuerda las apacibles novelas de la escritora británica policial, Agatha Christie y su Miss Marple, aquella anciana de una calma e impasibilidad excesivas, residente de St. Mary Mead, un adorable pueblecito de las afueras londinense, que se las ingeniaba para descubrir muchos casos imposibles de desentrañar hasta por los inspectores de Scotland Yard.

Pero Londres es, hoy, calma y bullicio excesivo; serenidad y estrés turístico y hasta un poco de indiferencia y sosiego a orillas del Río Támesis, esa corriente pluvial que atraviesa la ciudad dividiéndola en dos partes y se integra, casi fotográficamente, a la vida cotidiana de sus lugareños y visitantes. Londres alberga a más de 7 millones de personas, de las cuales, más de un tercio, pertenece a alguna minoría étnica. De ahí que en sus calles, veredas y casas se hablen, en este mismo instante, cerca de 300 idiomas diferentes, en tanto la metrópoli contiene casi el 50 por ciento de la población de origen no inglesa que vive en Gran Bretaña, donde se destacan los indios, los negros y los bengalíes.

Y pensar, que durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) en la capital londinense las sirenas avisando los bombardeos aéreos enemigos y los apagones eran una constante, como también ver en el espacio a los bombarderos Luftwaffe disparando sobre el East End (barrio al este de la city). Por ello resulta casi una alucinación que una urbe que recibió en sus entrañas la explosión de 27 mil bombas que provocaron innumerables incendios, durante 57 noches seguidas y después, en forma intermitente durante seis meses, hoy sea una de los ciudades de mayor diversidad cultural, más hermosa y arboladas de Europa, con parques tan paradisíacos como el Hyde Park o el St. James’s Park, verdaderos pulmones verdes aislados del ajetreo citadino; el alma y el corazón de Inglaterra con museos, galerías, boutiques de moda, edificios patriarcales, mercadillos, salones de ópera y teatros, estadios de fútbol, conciertos y eclécticos restaurantes para todos los paladares y bolsillos.

De misterios, búsquedas y encuentros

Londres encierra muchos encantos y secretos, que no se pueden llegar a descubrir, y lo digo por experiencia, en un primer viaje de cuatro días. No por gusto cada año vienen a sus rincones buscando acercarse a sus más de 250 museos y galerías de arte (la mayoría con entrada gratuita) y sus 100 teatros con grandes y clásicos musicales y obras de Shakespeare en cartelera permanente casi 30 millones de turistas, flujo económico que según estimaciones oficiales, aporta al país más de 15 millones de libras de esterlinas al año.

Pero para comenzar el recorrido y el proceso de conocimiento de esta ciudad es preciso trazarse una estrategia y diseñar una agenda y no exagero. Hay tantos sitios para ver que es obligatorio organizarse. El West End, la zona más turística, que incluye el Soho; Trafalgar Square; Picadilly Circus; Leicester Square y Regent St. no se puede recorrer en un día. De allí me aventuro a recomendar iniciar el recorrido por el Palacio de Buckingham, donde se puede admirar la grandiosa fachada o visitar las salas del recinto, si están abiertas en ese momento. Después, caminar por el Parque St. James’s, un tranquilo pulmón verde de la ciudad y llegar hasta el Arco del Almirantazgo (Admiralty Arch) y de ahí al National Gallery, uno de los museos más interesantes y concurridos, cuyo origen se remonta a 1838 y a la colección privada de John Julius Argenstein, adquirida por el Estado, en 1824. En sus amplísimos fondos pictóricos europeo – de inquietud enciclopédica - pueden apreciarse invaluables colecciones de pintores del Renacimiento (posee el mayor y mejor depósito de pintura italiana fuera de ese país, con obras de Rafael, Tiziano o Piero della Francesca); pintura flamenca, del siglo XVII, con su joya: “La Venus en el espejo”, del pintor barroco Diego Velásquez y obras de Jan van Eyck; de Goya; una excelente colección de pintores holandeses, donde se destaca Van Gogh (con uno de sus cinco cuadros iguales de girasoles) y Rembrandt, entre otros.

Muy cerca está Picadilly Circus , una visita obligatoria en el centro de la metrópoli. La estatua de Eros, que en realidad representa al Ángel de la Caridad Cristiana y no al Dios del Amor, como muchos creen, es un buen lugar para emprender otros itinerarios, como el Barrio Chino con sus restaurantes más económicos. Quizás tomando el subte es oportuno llegarse hasta la Torre de Londres y el Puente de la Torre, edificios emblemáticos de la ciudad, que no deben dejarse de visitar y desde donde puede divisarse en todo su esplendor el Támesis y los edificios acristalados de oficina y palpar la vida fabril londinense. A escasos metros, la Catedral de San Pablo, con sus arcos medievales, sus cúpulas y sus portones de hierro fundido, que soportaron los bombardeos de 1940 y 41 y se mantienen hoy incólumes al paso del tiempo.

Quizás otro día de recorrido pudiera circunscribirse a caminar por Westminster y el South Bank para admirar el Parlamento y el Big Ben, la Abadía de Westminster (y asistir al oficio coral de la misa vespertina), el templo más imponente de Inglaterra, donde se hicieron los funerales de la princesa de Gales, y cruzar el puente de Westminster y llegar hasta el London Eye, esa atalaya modernísima e impactante (ojo: fóbicos a las alturas abstenerse), desde donde se domina, en 30 minutos, todo el horizonte de la ciudad, con sus cápsulas de vidrio fijas por fuera que permiten una vista de 360 grados de toda la urbe y las mejores fotografías para el ojo entrenado.

Tampoco puede faltar una visita al British Museum que alberga una de las colecciones más famosas del mundo, con más de seis millones de piezas que incluyen esculturas antiguas, pinturas, exquisitas joyas y muchos otros tesoros mundiales que uno se pregunta, a modo de reprobación, cómo es posible hayan llegado a convertirse en patrimonio de los británicos y de qué manera ilegítima llegaron a esas salas museables, lo que recuerda y confirma el pasado colonial de Gran Bretaña. Ojo: no debe dejarse de ver: las momias egipcias, el Partenón de la Antigua Grecia, los toros alados asirios, la Piedra Rosetta, que contiene inscripciones en tres idiomas y ha hecho posible descifrar los jeroglíficos egipcios. También recomiendo la sala africana (con sus máscaras funerarias) y la mexicana, con su joya: la Serpiente Emplumada, que representa al dios principal olmeca, tolteca, maya y más tarde en el grupo de las deidades aztecas, cimientos del panteón de la cultura prehispánica mexicana).

Y si sólo quedara un día o mediodía de recorrido antes de su partida sería bueno visitar Portobello Road, en el afamado barrio de Notting Hill, (con sus casitas pálidas todas muy british, iguales pero disímiles en algún detalle, con pequeños jardines). En ese sitio encontrará la feria de antigüedades más grande del mundo, con más de mil comerciantes y pequeños locales en plena calle cerrada al tráfico. Nada que seguro terminará coincidiendo conmigo: esta ciudad precisa otras visitas y de mucho más tiempo para conocerla. Entonces, regresará nuevamente, es preciso seguir con terquedad mundana como en un rompecabezas buscando la pieza que falta, aunque para nuestro goce no terminemos encontrándola nunca y precisemos regresar, nuevamente, a Londres.

La teoría de la caldera





July 18, 2011·


Por: Yoani Sánchez
La Habana, Cuba.




Los procesos sociales tienen —la mayoría de las veces— una alquimia impredecible. Aunque todavía hay analistas que quieren redactar la fórmula universal del estallido o aquella otra de la calma cívica, la realidad se encapricha en contrariarlos. En Cuba, por ejemplo, se han agrietado los pronósticos de casi todos los optimistas y superado los augurios de las mentes más alucinantes. Tal pareciera que la especialidad de nuestro país es echar abajo las predicciones de iluminados, babalaos, espiritistas y cartománticos. Desde hace varias décadas, hemos despedazado una tras otra las predicciones sobre nuestro derrotero y, especialmente, la repetida profecía de una revuelta popular. Cubanólogos de todas las tendencias han vaticinado, en alguna ocasión, que la Isla está al borde de la fractura y que la gente se lanzará a las calles en cualquier momento. En lugar de eso las aceras están llenas de gente, sí, pero haciendo cola para comprar el pan o los huevos, los consulados atestados de solicitudes para emigrar y hasta las velas de los santeros encendidas para que esta calma chicha no se quiebre con violencia. Quienes esperamos una solución pacífica también nos alegramos de que al menos —hasta ahora— nadie se haya tenido que poner como carne de cañón frente a los antimotines.

En la quimérica fórmula del estallido que algunos desean adivinar se incluye el elemento de asfixiar económicamente a la población para que se alce en pie de lucha. Son aquellos a quienes les gustaría darle una vuelta de tuerca al embargo norteamericano hacia la Isla y cortar de tajo todas las remesas que llegan desde afuera. Según esa hipótesis, los cubanos atrapados entre la espada de las necesidades y la pared de un gobierno autoritario, optarían por intentar derrocar a éste último. Confieso que la sola mención de esta teoría me hace recordar un mal chiste, donde un anciano líder enumera en una entrevista las muestras de resistencia de su pueblo. El autócrata cuenta que su gente ha sobrevivido la crisis económica, la falta de alimentos, el colapso del abastecimiento eléctrico y la ausencia de transporte público. Mientras le explica este rosario de penalidades al periodista, apoya su historia —una y otra vez— con una misma frase “y aún así el pueblo resiste”. Al final, el atrevido reportero lo interrumpe para hacerle una pregunta “¿Y no ha probado con arsénico, Comandante?”.

La tesis de que a nuestra realidad hay que aumentarle la presión económica para que la caldera social reviente se escucha —curiosamente— con mayor frecuencia entre aquellas personas que no habitan el territorio nacional. Algunas de esas voces están pidiendo ahora en el Senado norteamericano que se echen atrás las medidas flexibilizadoras de los viajes familiares a la Isla y del envío de ayuda monetaria aprobadas por Barack Obama. Ven estos puentes tendidos como oxígeno que le entra al gobierno cubano y ocasiona que éste se prolongue en el poder. Según esta aritmética del “prívalos para que reaccionen”, el cambio estaría a la vuelta de la esquina el día que el grifo de la ayuda exterior se cierre por completo. Sólo que en el medio de esa suposición, aún por probar en la práctica, quedaríamos atrapados once millones de personas e igual número de estómagos. Gente que no se lanzó a las calles cuando en los años noventa vieron su plato casi vacío o sus ropas hacérseles jirones sobre el cuerpo. En ese momento de penurias infinitas, la única “sublevación” popular que ocurrió, el 5 de agosto de 1994, tuvo como objetivo el querer salir del país, no el de cambiar las cosas aquí adentro. Estamos tan temerosos cívicamente que la caldera puede llegar a acumular una presión insoportable y aún así la gran mayoría preferirá arriesgarse en una balsa lanzada al mar que enfrentarse a un represor. No es que exista una genética de los pueblos valientes o de los cobardes, sólo que hay métodos y métodos de desarticular la rebeldía social. El que nos ha tocado a nosotros es, sin dudas, eficiente hasta rozar con lo científico.

Para esos politólogos que se acercan más a la física que a las ciencias sociales, bastaría cerrar el flujo de remesas y los viajes de los cubanoamericanos a la Isla, para que algo empezara a moverse en el escenario nacional. En sus deseos de probar tal conjetura, la teoría —claro está— la pondrían ellos y el cuerpo del martirio lo aportaríamos nosotros. Sobre la marcha del experimento y mientras se llega a alguna conclusión, las piscinas en las mansiones de los potentados de verdeolivo no dejarían de tener su suministro de cloro, la Internet satelital de tantos hijitos de papá no disminuiría ni un kilobyte de ancho de banda y la ropa interior de marca de tantos funcionarios no dejaría de entrar —por vías impensables— al país. Sobre la mesa de la jerarquía oficial, ese apretón de la tuerca no se haría sentir. Estarán más bien con las barrigas llenas para gobernar sobre un pueblo que sólo pensará obsesivamente en qué podrá encontrar para comer cada día. La miseria —como ocurre en tantos y tantos lugares— se seguirá constituyendo más en un mecanismo de dominación que de desobediencia.

De ahí que por estas semanas nos sintamos como conejillos de Indias en un experimento de laboratorio que se decide lejos de nosotros. Tenemos la sensación de ser un mero numeral en una cábala tan simplona como peligrosa. Donde el resultado esperado por los artífices de la “teoría de la caldera” es que ésta estalle, sin percatarse que su detonación puede provocar un ciclo de violencia que nadie sabe cómo ni cuándo terminará.