martes, 2 de octubre de 2007

Otro graffitti de amor. (Cuento)



Obra del pintor cubano Manuel Mendive.






“ (...) perdí las tintas invisibles/ para
que sólo tu captaras el mensaje”.
(De Alquimia de fantasmas, Juan C. Rivera)



También a mi se me secó la garganta y quedé impávido ante aquel letrero, escrito con tinta negra sobre aquella pared descolorida y maltrecha, del parque habanero: “Ellos no murieron, sólo se fueron antes”. La tinta había dejado unos surcos gruesos sobre la intemperie del muro profanando la virginidad del ladrillo que parecía quejarse de la dureza del trazo y de la vileza del desesperado. Desconozco por qué extraña asociación recordé, inmediatamente, otro famoso graffitti que mereció innumerables crónicas periodísticas en los principales medios de la isla. Aquel otro más que una súplica era un grito agónico de alguien a punto del suicidio que, abandonando toda esperanza de ser localizado, escribía desconsolado en todos los sitios donde se paraba: “Lina, Carlos aún te busca”. Así las cosas, La Habana se fue llenando de esa frase que no parecía obra de una sola persona, sino de una campaña propagandística llevada adelante por alguna organización política cubana. Sólo que Lina pareció no enterarse nunca.
Jamás tuve vocación para la semiótica y las decodificaciones de mensajes lingüísticos, pero frente a aquella afirmación, tan ligada a la muerte y a la evasión mundana empecé a imaginar historias clandestinas de amores y vendettas a lo Capuleto-Montesco, en pleno final de milenio en aquella Habana calcinada por un sol impiadoso y una nostalgia que le pondrían los pelos de punta al mismísimo Lucifer.
Siempre supuse que la lucha del amor no debía ser por vencer a la muerte y al espíritu de trascendencia que tanto persigue a los mortales, sino que la batalla debía apostar a ganarle al tiempo y sus accidentes cotidianos. Si se lograba conseguir la victoria se sobreviviría a la mediocridad y la rutina que mutila y enmohece las relaciones interpersonales. Quizás por ello, aquella frase y su contenido, que tropezaban contra mis retinas, en plena arteria principal del Vedado, se me antojaba indescifrable y mágica.
Después, por azares del destino llegó a mis manos un sobre cerrado, sin remitente alguno. Lo abrí rutinariamente, pensando que se trataba de una de esas tarjetas o fotos turísticas que te envía algún amigo que tuvo la fortuna de poder quitarse los ariques guajiros del subdesarrollo, vencer los prejuicios de burocracias consulares hostiles para darle visa a los cubanos y plantarse ante la Torre Eiffel, o delante del Obelisco bonaerense o en plena calle newyorquina. Cual no sería mi sorpresa , se me invitaba a la inauguración de una muestra en la Fototeca de Cuba y la tarjeta recordatoria era una imagen donde una pareja de adolescentes semivestidos posaban, paradójicamente con caras de inmortales, delante de un paredón donde se destacaba a medias el consabido graffiti que inundaba La Habana: “Ellos no murieron, sólo se fueron antes”.
La foto no tenía crédito artístico y esto acentuaba mi curiosidad; se había trabajado con una técnica que intentaba envejecer el material, pero sin embargo los vestuarios de los adolescentes parecían muy actuales, casi de rockeros o marginales. A partir de aquel momento la frase se me volvió obsesiva y me di a la tarea de buscar información sobre los protagonistas de esa historia maltrecha.
Recuerdo que llamé a mis amigos, vinculados al mundo de la plástica , y nadie supo darme explicaciones, tampoco sabían quién había obtenido esa imagen y mucho menos quiénes eran los modelos.
El azar quiso que la laberíntica verdad se pusiera ante mis ojos la noche de la inauguración de la muestra fotográfica. Llegué casi entre los primeros, pues era tal mi curiosidad, incentivada por alguna que otra nota periodística que promocionaba la exposición y la calificaba de suceso pictórico del año, que la impaciencia me dominó. Transgresión, talento, objetividad , contemporaneidad y frescura visual eran los epítetos informativos para reseñar el acontecimiento, en la grisura de la prensa cubana.
La Fototeca es de esas casonas coloniales, del siglo pasado, con patios interiores y murales cerámicos, canteros repletos de helechos, malangas y pequeñas arecas, en pleno corazón de la destrozada y polvorienta calle Cuba. Sus salas de muestras se ubican en la planta baja y el primer piso, al que se accede por una escalera de mármol blanco, tan antigua y desgastada como los mudos paredones del centenario Castillo de la Fuerza.
Eché una primera mirada para reconocer el espacio y llevarme las más rápidas impresiones visuales y quedé impresionado por la atmósfera del lugar. Las fotos, perfectamente montadas en grandes acrílicos pendían de la blanca pared y apenas eran seguidas por la tenue luz de varias dicroícas. Se destacaban los planos americanos y las pequeñas composiciones plásticas donde los personajes se movían en una atmósfera de claroscuros; ello le daba cierto intimismo y calidez humana. Podía observarse que los desnudos, algunos muy osados y otros más discretos, parecían el hilo conductor de la exposición, cuyo tema era el trabajo con el cuerpo.
Apenas tuve oportunidad de mirar las caras de los participantes y amigos, algunos como suele ocurrir disfrazados de gitanos o de lores ingleses para llamar la atención o hacer alguna conquista amorosa, aunque sólo sea por una noche. Alguien, no recuerdo quién, me presentó a uno de los artistas expositores y mi sorpresa se transformó en interrogación. El artista, con el ego característico de todos los creadores, me habló petulantemente de su quehacer, de sus premios, propuestas de exposiciones en el exterior y viajes, mientras me mostraba sus trabajos y recorríamos los salones.
Entonces, casi escondido en un rincón de la planta alta, descubrí el cuadro. Apenas le tocaba la luz en uno de los extremos impregnándole una rara sensación de irrealidad, como si la escena que mostraba hubiera ocurrido fuera del tiempo. Entonces el artista, al observar mi interés por aquella imagen se detuvo por unos instantes y comentó:
- Dicen que la tiró un fotógrafo muy joven que murió, hace apenas un mes, de SIDA. La sacó dentro del sanatorio, a una pareja de muchachos que se inocularon el virus con unas jeringas infectadas y murieron a los seis meses de una neumonía. Las enfermedades oportunistas van diezmando esas tropas cada cierto tiempo.
--¿Se sabrá alguna vez por qué se infectaron intencionalmente?, dije queriendo saciar mi curiosidad con alguna respuesta convincente.
-- Alguien me comentó que formaban parte de una banda de rockeros con una vida muy marginal. La mayoría se drogaba con anfetaminas y ron o fumaba marihuana, y no eran aceptados por sus familiares. Convivían hacinados todos en una casa ruinosa en una esquina del Vedado. Quizás estaban aburridos de existir, de las incomprensiones cotidianas, de los tabúes y máscaras sociales y de pasar trabajo.
La noticia fue como un cubo de agua fría sobre mi cabeza. La sola certeza de la presencia de la muerte como protagonista dentro de la historia que buscaba desentrañar me hacía enredarme aún más dentro de los vericuetos de aquellas tristes existencias.
Si en tiempos de modernidad la muerte fue entendida como gesto higiénico, razonable y hasta necesario, en tiempos posmodernos como los que vivimos la muerte es ritual de condición polisémica, ceremonia con su consabido referente complementario: la vida.
Aquella noche no pude saber nada más. Otro amigo que supo de mi curiosidad por la historia que se escondía detrás de la foto me orientó la dirección aproximada de la deteriorada casona, donde se reunían aquellos jóvenes adrenalínicos y desprejuiciados que en La Habana eran conocidos como frikis por su forma de vida, su gusto por el rock, el desaliño de sus atuendos y los abalorios que se colgaban del cuello y las muñecas.
Esperé pacientemente el fin de semana para visitar el lugar y me disfracé lo mejor que pude; era necesario armar un personaje que creara inmediatamente cierta comunicación con aquellos chicos disociales, al margen de todo y de todos.Debía pasar por uno de ellos para evitar incidentes desagradables o una paliza merecida por intromisión alevosa.
Cuando llegue a la casona había una gran algarabía; sonaba un grupo underground llamado Sesiones Ocultas, que estuvo prohibido durante mucho tiempo. Posteriormente, supe se trataba de un aquelarre que se celebraba todas las semanas para festejar la incorporación de los nuevos al grupo. El bautizo consistía en la fuma de los primeros cigarrillos de marihuana, hacer sexo colectivo y bailar la mayor parte de la noche. El humo, la música rockera ruidosa y cierto olor a sudoración ácida y a alcohol de farmacia que tomaban sin descanso impregnaban el ambiente, casi en penumbras. Pegada a una ventana una chica semidesnuda se dejaba tocar las tetas por dos hombrazos que comenzaban a masturbarse uno al otro con toda la delicadeza que podían aquellas toscas manos. Debajo de una escalera que parecía no ir a ningún sitio, un amasijo de brazos, gemidos , piernas , pelos mugrientos y sexos a la intemperie se confundían y de vez en cuando cambiaban de posiciones amatorias. No sabría decir cuántos hacían el amor en aquella oscuridad. Una chica con mirada de hechicera y vestida con un sayón negro lanzaba su cartera de cuero en dirección a los grupos que conversaban, sentados en posición india en el suelo, y se largaba, después, con quien recogía la prenda a hacer el amor impúdicamente y a la vista de los demás que se reían de la originalidad de aquel ejercicio de libertad plena.Otros, bailaban en grupos numerosos y practicaban un ritual consistente en mover la cabeza sin parar, como si llevarán el ritmo de las desafinadas guitarras con las extremidades superiores.
Salí algo turbado a una terraza, oculta por una enredadera de jazmines salvajes que ya no despedían olor alguno. Quería escapar de todo aquel mundo alienado y sin freno. Entonces, descubrí una chica que miraba el cielo ennegrecido, al borde de un fuente ruinosa y seca. Parecía una estatua gitana, quizás por la forma en que vestía y lo ida que estaba del ruido de la casona. Era de una hermosura casi hierática y enfermiza.Uno de los tirantes de su túnica se había corrido del hombro y sin el menor rubor mostraba un seno blanquísimo y pequeño donde resaltaba un pezón rosa-nacar que sería la envidia del mejor pintor renacentista. Casi en el centro de aquella desnudez que invitaba ser tocada y succionada con lascivia, una leyenda a punta de aguja le restaba magia a tanta delicadeza. “Nací para crear dificultades”, rezaba en el tatuaje. La negrura del pelo y las pestañas y la blancura de la piel le imprimían un aire de artificialidad al rostro desangelado, en el que se destacaba unas ojeras de varias semanas de insomnios y desatinos .Más bien acusaba una fragilidad anémica, reforzada por una voz apagada y lenta, como si le costara demasiado articular cada frase. No sabía cómo empezar el diálogo para intentar sacarle información, si la tenía, sobre aquellos personajes que me quitaban el sueño y que suponía ella podía conocer. En el bolsillo, guardaba la foto para mostrársela a quien estuviera dispuesto a contarme alguna historia.Quizás la ansiedad de mi rostro me delató, pues ella me penetró fijamente con los ojos y buceó dentro de mis dudas e interrogaciones. Entonces, increíblemente, no tuve que pronunciar palabra alguna. Habló muy poco, pero fue precisa:
“Hace horas te estaba esperando, pues sabía que vendrías y a qué. Contarás la historia tal y como te la narro. Ustedes los escritores tienen demasiada imaginación y terminan distorsionándolo todo en pos de ganar lectores. De todas maneras tampoco tendrás que adornar mucho estas existencias, pues ellos fueron por si mismos personajes novelescos e irrepetibles. Jazmín y Daniel se conocieron aquí en este mismo patio hace algunos años. Ambos decían ser huérfanos de padres y venir del campo. La soledad los unió exageradamente e hicieron una dependencia enfermiza uno del otro. Esto no sé si es bueno o malo en una pareja, pues vivían constantemente anulándose como seres humanos y mimetizándose, sin proponérselo. Bastaba con una mirada de uno para que el otro entendiera lo que estaba pasando, incluso hicieron del diálogo telepático una forma de comunicación. Fue ella quien me enseñó a leer la mente de los otros. Debido a esto se olvidaron de articular palabras y comenzaron a sentirse muy solos, a pesar de estar siempre juntos. Esto los sumió en reiteradas crisis existenciales y se convirtieron en dos fantasmas que únicamente se sentían de carne y hueso cuando practicaban el sexo con la furia y las caricias más salvajes del amor. Siempre estaban llenos de moretones violáceos por el cuello y la espalda y ella siempre tenía problemas estomacales y menstruaba con más frecuencia de la debida por la alevosía con que era poseída .En una ocasión, Daniel le escribió un poema a Jazmín donde se quejaba de haber perdido las tintas invisibles para que sólo ella captara el mensaje. Estaban muy enfermos y casi locos, pero nunca vi dos seres que se quisieran tanto.Solo que el precio que pagaban eran muy alto. Creo que fue él quien decidió suicidarse, aburrido de tantas miserias humanas .Ella aceptó sin disentir y hasta buscó la forma, decía que menos dolorosa, con una amiga, enferma de SIDA, en fase terminal. Las hipodérmicas contaminadas fueron suficiente para acabar con sus existencias.”
La chica de la fuente me miró extraviada ; calló unos segundos al notar la turbación y el espanto de mi rostro por aquella historia. Se subió el tirante del batón que llevaba y cubrió, ahora con cierto recato de dama digna, su seno lánguido. Me dio la espalda y antes de salir hacia la calle por una puertecita de hierro oxidado, oculta en un rincón del matorral, murmuró, señalando hacia la pared izquierda del jardín:
--Allí se tiró la foto que tanto te perturbó y que se ha hecho famosa por estos días. Daniel fue quien inventó el epitafio. Entonces ya tenía pensado salir de este mundo y estaba seguro que Jazmín le acompañaría. Yo sólo he alimentado el mito y escribo la frase en cuanto sitio encuentro en mi camino en esta Habana desamparada y oscura. Creo que es el mejor homenaje que puedo rendirles.

Juan Carlos Rivera.
(La Habana- Buenos Aires, 23 de septiembre de l997).

Ya no miro hacia arriba. (Cuento)



Obra del pintor cubano Mariano Rodrìguez, el "pintagallos".







El olor del potaje de chícharos, con chorizo español, y de la merluza dorándose en plena sartén, salía por la ventana de la cocina de la vecina y era casi un sabotaje a mis tripas, pegadas al espinazo. Estela, era una negra color aceitunado con más arrugas que pelos en la cabeza, que se jactaba de sus conocimientos frente a la cocina Piker, y bastaba con que uno dijera con cara de hambriento: ¡que ricos olores vienen de esa casa!, para que a ella se le iluminara el rostro y empezara con esa sonrisita de mamita yo no fui el que le metí el dedo a la sopa. Después, casi siempre recibía mi recompensa: un plato de chícharos con papas y sabor a chorizo (porque de chorizo nada) o un buen majarete o un arroz con sorpresas, como yo le bauticé aquel arroz con vegetales y cierto sabor a pollo, proveniente de una pastilla de concentrados Maggi , de las que se compran en la shopping para luego engañar al paladar y creer que se está comiendo jamón, pollo o carne, aunque en la práctica sólo sea pura ilusión.
Ese día Estela salió como de costumbre al oír mis elogios, pero apenas balbuceó palabras; intentó fingir una sonrisa, pero sólo consiguió una mueca más parecida a los últimos estertores de una enferma de enfisema, en fase terminal. La noté nerviosa y hasta medio cansada. Se colocó con cierta coquetería los pequeños lentes sobre la nariz y entonces reparé en los ángulos casi perfectos de su cara y en aquellos ojos pardos de naranjo en flor, escondidos detrás de unos espejuelos plásticos poco elegantes, de los que se venden, como única opción, en todas las ópticas habaneras. Debió ser muy linda de joven la muy condená, me dije, y hasta pensé en la cantidad de hombres que aquella negrona - tan parecida a la descripción femenina de aquella canción que hablaba de “la boca de concha nacarada, la mirada imperiosa y el andar señoril”, que hizo Corona para su inmortal Longina- debió haberse “levantado” cuando chancleteaba por los solares de su natal Jesús María.
En aquel momento, Estela sólo me confesó que estaba durmiendo mal por culpa de un sueño muy raro que se le repetía incansablemente durante todas las noches como se repiten las malas películas y los malos programas en la televisión de verano.
--¿Entre tantas penurias, me estaré volviendo loca?, inquirió.
No pudo hablar más; se produjo un acostumbrado, y casi planificado, corte de luz y alguien gritó inesperadamente, con todas las fuerzas de sus pulmones, desde el edificio vecino: ¡Cojones, es mejor estar en una cueva en el Paleolítico, que vivir ya en este país!. La frase desesperada e ingeniosa nos arrancó rápidamente a ambos sonoras carcajadas, a pesar de la oscura desgracia que se nos reservaba para toda la noche entre calor, mosquitos y penumbras. Comprobé, una vez más, ese espíritu jovial y jodedor del cubano frente a las desgracias e inmediatamente pensé en que eso era precisamente lo que nos salvaba de un suicidio colectivo frente a la falta de todo. Ahora, también de luz y aire, y entré a buscar mi penca de guano para intentar espantar la soledad, el calor y el no poder hacer nada en cuatro o cinco horas. Sólo entonces y para paliar mi depresión me consideré dichoso por tener un radiecito, de pilas, donde escuchar lo de siempre: algún programa de música campesina con notas sobre el sobrecumplimiento de las cosechas o de boleros quejosos.
Al día siguiente, cuando la volví a ver en la mañana, le dije que me contara aquel sueño que le quitaba la calma y recuerdo que puso cierta cara de recelo y murmuró :
--Si uno anhela de verdad una cosa, no debe decírsela a nadie, confesó con su habitual desconfianza y misticismo de mujer sola. Contigo voy a hacer una excepción porque siempre me has dado buena energía y te quiero como al hijo que perdí en África por una guerra de locos y políticos. Sueño, hasta doce veces en la noche porque las puedo contar, que estoy parada en medio de un apacible valle, repleto de sol y árboles frutales y con un riachuelo muy cerca que no veo, pero del que puedo sentir y oler su fresca corriente de agua transparente y su tierra mojada. A mi alrededor, una bandada de codornices comen y hacen el amor, sin ningún espanto. De tanto estar entre ellas, yo también quiero volar y en el sueño empiezo a hacer los primeros intentos. Aunque todavía no he decidido qué rumbo voy a tomar; quizás a donde me lleve el viento, concluyó con cara de quien está muy segura de un cambio favorable de vida y se perdió, nuevamente dentro de la vivienda.
Recuerdo que la primera percepción de todos aquellos extrañas transformaciones y desvaríos de Estela la tuve dos días después de aquella conversación de huye que te cojo, cuando me hablaba desde su patio y de frente al sol y percibí ciertos movimientos espásmicos de su espalda.Su voz, ya apenas inaudible, era casi un susurro canoro, un cantar de ave escurridiza y distante. Estela , psíquicamente, no estaba entre nosotros. Entonces reparé con mayor detenimiento en ella y comprobé que, en la medida en que transcurría el tiempo,también su cuerpo se iba tornando más grisáceo, encorvado y débil.Me parecía que los ciento ochenta huesos de su esqueleto se estaban aligerando y quizás por ello cada vez que una pequeña corriente de viento la rozaba, la movía como si fuera a llevársela para siempre. Sus manos, cada vez más cortas y delgadas, empezaban a convertirse en un apéndice insignificante de aquel etéreo tronco y hasta observé cierta pelusilla en su cabeza que semejaba más a las plumas de un ave que al decadente pelo de una anciana . Entonces , le reproché la falta de olor de su cocina para hablar de otro tema y me confesó que hacía seis días que no prendía el fogón, pues ya sólo sentía predilección por los granos:
--Estoy gastando en el mercado negro todo el dinero de la pensión en comprar maíz tierno y molido. Esto es lo único que ya apetece y tolera mi estómago. Cuando una va para vieja hasta los intestinos se te transforman, dijo como intentando buscarle una justificación a sus nuevas inclinaciones alimentarias.
Aquel día me encontraba en el patio de casa, colindante con el de ella, y mis ojos se metieron, sin quererlo, a través de la ventana de su cuarto. Con la agudeza de mi vista, entrenada para la lectura del tiempo y la búsqueda, por satélites y pantallas de radares, de corrientes marinas y frentes fríos, pude alcanzar a ver cada rincón de la pequeña estancia, donde Estela, rezaba y prendía una vela a la Caridad del Cobre. Allí, parada frente al altar de sus santos milagrosos buscaba la paz que tanto deseaba y pedía sus deseos. Desde mi posición alcancé, también, a divisar tres gladiolos blancos y un príncipe negro que tenía en su mano derecha y que no dejaba de pasarse por todo el cuerpo desnudo. Se estaba haciendo su limpieza semanal para espantar los malos espíritus y los malos momentos, como ella gustaba decir. Fue entonces que mi vista se detuvo, con asombro, en la espalda. Yo estaba a casi ocho metros de la escena y podía describir claramente dos medianas alas que, recogidas sobre sus omóplatos casi terminaban de llenarse de plumas grises y blancas. En un momento de aquella ceremonia las pudo abrir y revoloteó como un avecilla en proceso de vuelo. Hasta pensé que iba a tropezar su cabeza contra la lámpara de cristal del techo.
Confieso que sentí una sensación de tristeza, más que de pavor, por lo que estaba mirando. Me deprimía imaginar que, un día ,ella no estaría más con su conversación aguda y dejaría de sentir los olores que salían de su cocina. En los últimos tiempos ya casi me estaba acostumbrando a perder a mis seres más allegados. Se había hecho una rutina el partir.
En esas reflexiones andaba cuando mis ojos tropezaron con los de Estela, ahora en medio del patio, totalmente desnuda no sólo de cuerpo.Parecía también desnuda de alma. Me miró sin pronunciar palabras; ya con la nostalgia de quien, resignada pero feliz, lo abandona todo y estiró sus alas grises, ahora más grandes que nunca, y comenzó a aletear con la elegancia de una codorniz entrenada para largas rutas. En segundos, Estela no fue más que un punto en el cielo. No sé si con idea de retorno porque no me dijo nada. Me quedé por un tiempo largo mirando la inmensidad azul y vi pasar otros muchos puntos grises. Desde entonces juré no mirar nunca más hacia arriba y, hasta hoy, sigo cumpliendo mi promesa.
Sólo entonces, entré a mi casa con el pesar de quien ha perdido un familiar o con la alegría de quien le ha nacido un nuevo descendiente que puede elegir su propio camino. En la sala, mi achacoso radio ruso- marca Selena- dejaba escuchar la guitarra de un trovador de moda que repetía hasta la saciedad y con voz desesperanzada:” Si yo tuviera talento, mi vida, mi vida, me cortaría las alas”.

Por: Juan Carlos Rivera Quintana.

Casa vacía, poema









“(...) en un lugar arcaico y sin orillas”.
De Juan José Saer, en El arte de narrar


Silencio se quiebran los horcones carcomidos por la humedad
Prolifera el musgo verdenegro de la soñolienta despedida.
Los párpados caen como el telón roto de un desaparecido
circo de barrio
donde el león fue muerto en combate y terminó en las fauces
del payaso/
allí donde la explosión hizo añicos los trapecios de la retina
y cierto olor a muerte se hospedó en el umbral de nuestra carpa.
El azar, esa desnudez de agua mansa para saciar nuestras sequedades
busca su resquicio dentro de la casa vacía./ desciende las escaleras
y se pega a la bóveda del techo/ se apaga el fuego del hogar sin leñas
de la sala.
La pereza desciende por las paredes despertando a los ruidos
que deslumbran por su decantada precisión.
Inocentemente se crucifica la tarde / deja su lugar en el zaguán, donde
el viento bate el tedio contra la aldaba sorda y herrumbrosa.
Después tan sólo el paraíso/ un estrépito de vidrios rotos/ cabezas
envejecidas en pasadas primaveras / reuniones que se
prolongan sin acuerdo alguno/ desarmaderos de autos que
ya no van a ningún sitio./ La luz atenazada por la limosna de los que
no encuentran su lugar en este mundo.

Juan Carlos Rivera Quintana
26 de mayo de 2003
Buenos Aires, sin mar.

Fotos de mis cuatro libros recientes.



Con mis
cuatro libros de autoayuda,
editados por Planeta, que se están vendiendo
en el mercado ahora.

Fotos de viajes



En Salvador de Bahía, Brasil, durante mis vacaciones de fin de año;
detrás la Fundación
"Jorge Amado",
en el Pelourihño.

Fotos de viajes



Carlitos, durante un ensayo en casa, a comienzos de este año.


En el Glaciar Perito Moreno, caminando por la pared sur, durante mis vacaciones del año 2000.

Fotos de viajes



En Colonia de Sacramento, Uruguay, en enero febrero de este año, durantes mis vacaciones.

Fotos de viajes



En mi casa, durantes las Navidades pasadas, diciembre 2006.

Fotos de viajes



En el Muelle de los Pescadores, en Mar del Plata, agosto 2007.