Por:
Juan Carlos Rivera Quintana
Foto: Cortesía de Timbre Cuatro.
“La
Habana no existe, a veces pienso que la inventé”,
dice con melancolía la anciana ilustre, la muerta-viviente Santa Cecilia, después
de cantar y tararear, como en una fantasmagoría - desde el fondo del mar- aquella famosa pieza, del cantautor santiaguero,
Manuel Corona, que dice: “Por tu
simbólico nombre de Cecilia tan supremo que es el genio musical; por tu simpático rostro de africana canelado
que se admiran los matices de un vergel. Y por tu talla de arabesca diosa
indiana, que es modelo de escultura del imperio terrenal, ha surgido del alma y
de la lira del bardo que te canta como homenaje fiel (…)”.
Entonces da comienzo el unipersonal - interpretado
magistralmente por el actor cubano, Osvaldo Doimeadiós, bajo la dirección de
esa leyenda teatral, que es Carlos Díaz -
y empiezan a tejerse las remembranzas y la magia que, por una hora y
cuarto, mantendrá pegado a sus butacas a los espectadores que, en la gélida
noche primaveral, del viernes 16 de octubre, asistimos al teatro “Timbre
Cuatro”, ubicado en pleno corazón de Buenos Aires, para ver la pieza, del
repertorio dramático insular del grupo El Público, que se presentó como parte
del III Encuentro Latinoamericano de Teatro Independiente.
Y es que este monólogo, que lleva por título: “Santa
Cecilia” - escrito por el reconocido dramaturgo y narrador cubano Abilio
Estévez, entre 1993 y 1996, está poblado de toda la desilusión y el
escepticismo por una capital cubana (“Laaaaahabana”, como dice su
protagonista), que está condenada a desaparecer para siempre. Y la voz de la
anciana, de 100 años, que yace enterrada en el fondo del mar y constituye el
cordón umbilical de la historia, se lamenta de la destrucción y la ruina de la
mágica urbe insular y la extinción de sus antiguas costumbres, goces y formas
de vida, mientras da sus golpecitos con el bastón o se sienta en el sillón de
mimbre o se abanica para paliar el bochorno habanero.
Así, entre portalones, quitrines, calles estrechas,
pregoneros de frutas, orquestas y bares de la época y desde una Habana, que más
bien se asemeja a una nueva Atlántida, se van desgranando las historias de un
conjunto de ánimas, de diferentes matices y trazados: la vieja, la niña bien,
el flautista negro, la sirvienta, la madre recatada, el padre castrador y
muchos otros fantasmas familiares.
Y durante ese periplo evocativo asistimos a varias
historias, todas cubanísimas, acompañadas – no podía ser de otra manera - por
la música trovadoresca; la operística (como en el pasaje, donde se recuerda la presentación,
en la capital habanera, del tenor italiano Enrico Caruso) y el repertorio
popular y bailable de las orquestas cubanas. Y es ahí, entre esos
desdoblamientos y transiciones dramáticas; entre esos entreveros y
transfiguraciones; entre esas entradas y salidas teatrales de cada personaje,
donde Doimeadiós saca los mejores provechos dramáticos y deslumbra por sus
posibilidades histriónicas, su ductilidad escénica, su dominio del cuerpo, su
concentración y destreza para cantar y bailar y, sobre todo, para convencer.
Y qué decir de cómo el dramaturgo Estévez apela, con
acertado tino en el texto escénico, a esa condición pentasentido de los seres
humanos y recrea y evoca imágenes, situaciones, ruidos matinales, olores y
sabores cubanísimos, como el del flan de calabaza, el dulce de coco, la
limonada para paliar el calor tropical, la natilla y el arroz con leche, por
sólo citar algunos, que terminan por hacernos la boca agua desde la luneta y
llevarnos, como en un flashback, a La
Habana que dejamos atrás. Y por momentos, haciendo uso de citas, referencias a
otros autores clásicos, al homenaje, a la solemnidad y la parodia hasta llega a
burlarse del criticado ocio insular, como en ese pasaje, donde Santa Cecilia
apunta con fina ironía isleña: “como los habaneros no aprendimos a levitar
inventamos la hamaca”. Y ahí, entre los parlamentos humorísticos es donde más
llega a descollar el intérprete y donde despunta todo el filo y la clave del
choteo isleño del dramaturgo de: “La verdadera culpa de Juan Clemente Zenea”.
Sin dudas, con esta pieza - que forma parte de la
trilogía: “Ceremonias para actores desesperados” - que incluye, además, otros
dos monólogos: “El transformista, Freddy” y “El enano en la botella”, Abilio
Estévez corrobora su ubicación entre los autores más perdurables de la
contemporaneidad de la Mayor de las Antillas y Osvaldo Doimeadiós rompe el
molde y los pre-conceptos de los que sólo le estereotipaban como un actor
entrenado para la comedia.