Juan Carlos Rivera Quintana nació en una isla - en Cuba - y un buen día decidió salir de ella a mirar el mundo y buscar otros aires. Él quería alcanzar otros horizontes más personales e intelectuales y decidió construir su propia casa - su islaenpeso - y desde ahí presentar sus inquietudes periodísticas y literarias, sus crónicas de viajes, obsesiones y nostalgias. Acá, en esta geografía, sin mar cercano que lo aleje, se siente totalmente libre.
lunes, 30 de marzo de 2015
jueves, 19 de marzo de 2015
miércoles, 18 de marzo de 2015
martes, 10 de marzo de 2015
jueves, 5 de marzo de 2015
Suiza o el delicado encanto de la gelidez
Llegar a Berna y Lucerna, a través de Los Alpes nevados y en tren,
constituye una aventura que pocos seres humanos deberían perderse.
Texto y foto:
Juan Carlos Rivera Quintana
Llegar a Lucerna, una de las ciudades
más antiguas y hermosas de Europa - ubicada en la Suiza central, en la
ribera superior del Lago de los Cuatro Cantones, que vierte sus aguas en el Río
Reuss y divide en dos (la parte vieja y la nueva de la urbe) - y poder hacerlo
saliendo de Milán, en Italia, en tren rápido que sube y baja por entre las
escarpados y sinuosos y congelados Alpes y adentrarse en los túneles y puentes
inmensos, abiertos entre las montañas, verdaderas obras ingenieriles, con unas
vistas panorámicas casi fílmicas, es una fortuna – más bien diría una aventura
- que pocas veces tiene un ser humano.
La recorrida en sí del tren, en
pleno invierno - de unas dos horas y media - es ya un viaje inenarrable entre
bosques de pinos, abedules, ríos calmos para la contemplación rápida, ciudades
blancas casi de cuentos infantiles, catedrales antiquísimas, campos nevados,
industrias y viejas haciendas, donde se ven cuadras de caballos y pocos peones
de campo. Y en ese impresionante dibujo alpino se halla Lucerna, con el lago a
sus pies y muy cerca de las montañas de Rigi, Pilatus o Stanserhorn, que
delinean un fresco casi claustrofóbico de grandes picos nevados y alguna que
otra vegetación verde como telón de fondo, desde donde se puede divisar la
ciudad desde un mejor ángulo.
Si cierro mis ojos y recuerdo…
vuelvo a ver la estampa más fotografiada de Suiza: el famoso puente de madera,
conocido como Kapellbrücke (o Puente de la Capilla), con sus frontones pintados
y sus techos de tejas antigua en medio de la urbe, descansando sobre un lago
habitado por albatros y cisnes blancos; la muralla Museggmauer con siete torres
medievales originales; las históricas casas de varias plantas del casco
antiguo, adornadas de dibujos en sus frentes y cerrada a los coches; las
pintorescas placitas con sus fuentes de ensueño; las calles adoquinadas y
estrechas; la iglesia jesuita, que data del siglo XVII, considerada la primera
obra barroca religiosa de Suiza y sus tiendas de relojes. ¿Será por eso que un
rasgo emblemático del suizo es la puntualidad… por los excelentes relojes que
pueden fabricar?
Allí, en Lucerna, tradición y
modernidad se dan la mano, y junto al moderno y acristalado Centro de Cultura y
Congresos de la ciudad (KKL), con sus acústicas y bien diseñadas salas para la
música clásica y los conciertos, se une el museo de arte, los cafés para el
encuentro y las salas de teatro, cercanas a la antigua terminal de trenes, cuya
fachada a modo de portón, ya es en sí misma una pieza arquitectónica
invalorable. Al lado, parten barcos de vapor de ruedas o motores para
adentrarse en el gélido paisaje del lago de los Cuatro Cantones.
Lucerna se recorre a pie y muy
rápido y si hay frío bajo cero y no siente las manos puede detenerse en algún
que otro café a tomar un chocolate o una porción de torta alpina, de las de la
abuela, para entrar en calor o tomarse una cerveza artesanal, con alto grado de
alcohol, para cambiar con rapidez la temperatura del cuerpo. Y es bueno
recordar que en Suiza: chocolate, repostería y cervezas artesanales tienen su
fama bien ganada.
Sin dudas, Lucerna es una joya
medieval - identificada gráficamente por su historia con un león herido - en la
ruta de San Gotardo, envuelta entre la naturaleza mágica de las montañas
alpinas que la encierran, un cristalino lago y cientos de embarcaciones de
recreo, donde se respira un aire límpido y tranquilo, donde no se escucha un
diálogo alto, ni un bocinazo en la calle y donde hasta los confortables y
modernos tranvías se cuidan de hacer el menor ruido posible. Sus moradores son
disciplinados, limpios y de una civilidad social casi pasmosa, propia del
Primer Mundo.
Berna:
Refinamiento y cultura
La capital helvética de Suiza,
enclavada en una zona de suaves colinas, con su casco antiguo - declarado
Patrimonio Mundial, por la UNESCO - es de esos sitios memorables, cosmopolitas
y multiculturales, donde cohabitan muchas lenguas diferentes y no existen
problemas de integración. En sus calles se habla el dialecto bernés de alemán
suizo, aunque sus moradores entienden y hablan el alemán estándar.
Baste tan sólo caminar sus seis
kilómetros de arcadas bajo techo, llamadas “Lauben” o pórticos, que posibilita
al viajero protección contra la inclemencia del invierno, para tener un primer
acercamiento a Berna desde su inmenso paseo de compras y divisar su
Zeitglockenturm o Torre del Reloj, que data de 1120, y cuya función, en sus
inicios, era meramente defensiva, porque era la puerta de entrada a la urbe,
pero unos siglos después se construyó un precioso reloj astronómico, que marca
la hora, el día, el mes y la posición del Zodiaco en relación con la
Tierra.
La urbe, asociada por historia
al oso, supuestamente debido al primer animal cazado por su fundador, el duque
Bertoldo V de Zaringia, posee alrededor de 51,6 kilómetros de superficie y una
población de unos 150 mil habitantes. Además, se destaca por su impecable
estado edilicio… es quizás una de las ciudades mejor conservadas de Europa. Sus
11 fuentes del siglo XVI, decoradas con motivos alegóricos a las leyendas
medievales: todas distintas, todas coloridas, ubicadas a lo largo de la calle
principal o calle del mercado; las fachadas de areniscas de los vetustos
edificios y casas bajas, con sus macetones de rosas; sus adoquines y torres con
relojes; las abovedadas casas de vinos y quesos; los teatros y bares,
muchos ubicados en sótanos o en estrechísimas callejuelas, con una cartelera
envidiable de conciertos de jazz, rock y música barroca; sus iglesias y parques
tranquilos, con aires medievales y numerosas esculturas permiten una recorrida
casi única del casco antiguo, que yace a orillas del Río Aare.
Vale asomarse al Rosengarten
(jardín de rosas), una de los paseos de mayor altura (a 101 metros por encima
del nivel del mar), desde donde puede verse la ciudad en toda su dimensión y
sus palacetes y buhardillas coloridas con sus techos en punta, sus veletas
coronadas en gallitos de metal y el ir y venir de tranvías amarillos por las
estrechas calles.
Y si nieva, como me ocurrió,
sólo tiene que abrigarse bien y bajar una pequeña escalinata, junto al Puente
Nydeggbrücke, que posibilita el acceso al casco antiguo, y disponerse a retener
los paisajes más hermosos caminando por las riberas del río Aare y el BärenPark (parque de osos), entre
abetos, cipreses, abedules y rosas. Porque en Berna el diseño y el buen gusto
parecerían una carta distintiva y ello se observa en las ropas - de modistos locales -
que ofrecen las
boutiques; las innumerables casas de alfombras, artículos para el hogar y hasta
en los cafés, decorados en su mayoría con un gusto refinado y sobrio,
convertidos en centros de reunión de moradores locales y turistas, que huyen de
las bajas temperaturas y la gelidez invernal. Y ni hablar de su colegiata o
Catedral de San Vicente, la mayor obra sacra de Suiza, con un estilo gótico
tardío, fue construida entre 1421 y fines del siglo XVI. En ella se destaca su
campanario de 100 metros de altura, sus vitrales coloridos y su enorme portón
de madera maciza, rematado en arcos de piedra caliza, donde se descubren un
sinnúmero de esculturas que representan a feligreses y ángeles en pose de
rezos, a modo de retablo religioso.
Pero el viaje no estaría completo si no sube a un tranvía y se
dedica un tiempo a visitar el Zentrum
Paul Klee, ubicado en la periferia noroeste de la ciudad, en una
zona de praderas verdes en constante cambio habitacional y desarrollo
inmobiliario, con los Alpes de fondo. El centro, enclavado en el Schöngrüng, exhibe la obra plástica de Klee, uno de los
artistas más influyentes y vanguardistas del siglo XX suizo, quien nació, desarrolló
gran parte de su quehacer creativo en allí y terminó sus días en la ciudad. Sus
acuarelas, óleos atemporales y figuraciones abstractas tienen cierto halo de
misterio y magia.
En su memoria fue diseñado y construido el museo, encargado al
afamado arquitecto genovés Renzo Piano,
quien no sólo quiso diseñar un centro cultural, sino también darle personalidad
y atractivo al sitio y construyó un emblema urbano de cristal, cobre, titanio,
acero gris y aluminio, con cielorrasos de abedul y pavimentos interiores de
roble, que se confunden con el entorno.
A modo de tres grandes olas o colinas, los techos del museo
delinean un paisaje que guarda mucha relación con la obra de Klee. No por
gusto, Renzo había dicho, en su momento que “Klee no merece un museo sino un
paisaje, una escultura sensual sobre la tierra”. Y precisamente a esa tarea
se encaminó y diseñó un edificio ultramoderno, que aprovecha al máximo la luz y
la topografía del terreno produciendo miles de sensaciones… todas agradables y
mágicas. Y si afuera, la nieve cae sin parar, se acumula sobre los bancos del
parque, los pequeños abetos, los terraplenes de trigo, las amapolas y abedules
se tiñen de blanco… la claridad se multiplica y el deleite se agiganta.
Los tres cuerpos del Zentrum, unidos por una calle peatonal
interior, albergan la colección del artista, en un 40 por ciento, donada por su
hija, Livia, y alguna que otra colección temporal, casi siempre excelentemente
curada.
Para mi deleite, en febrero de 2015, estaba en exhibición,
además, una muestra temporal de Henry
Moore (1889-1986), el reconocido escultor británico, considerado la cara de
la modernidad y pude disfrutar de algunas de sus esculturas abstractas de
bronce y mármol, de gran tamaño, junto a muchos bocetos de sus piezas – en arcilla
o papel - y algunas de sus pertenencias, instrumentos creativos, fotografías
familiares y videos de sus piezas, que engalanan muchos parques del mundo.
Y como la ciudad, sedujo a tantos artistas e intelectuales, en
plena calle del mercado, se ubica la Casa
de Albert Einstein, el célebre físico alemán, quien también vivió un tiempo
en Berna y desde donde desarrolló sus escritos para fundamentar su Teoría de la
Relatividad.
Sin dudas, y a pesar de las bajas temperaturas, Berna resulta una metrópoli coloridad, alegre y hospitalaria. Quizás en ello hayan influido los preparativos de los carnavales, toda una tradición en Suiza, donde se mixturan ritos cristianos y antiguas costumbres y fiestas paganas. Entonces, en el cantón de Berna comenzaban a aparecer las máscaras y disfraces, representativos de animales feroces, cuya finalidad - se cuenta - era ahuyentar a los malos espíritus y de paso buscar diversión, al ritmo de la música, y sobre todo, entrar en calor, en medio de la gelidez casi paralizante y una nieve que le otorgaba a la urbe un encanto especial y una poética de aventuras de cuentos de la infancia.
Sin dudas, y a pesar de las bajas temperaturas, Berna resulta una metrópoli coloridad, alegre y hospitalaria. Quizás en ello hayan influido los preparativos de los carnavales, toda una tradición en Suiza, donde se mixturan ritos cristianos y antiguas costumbres y fiestas paganas. Entonces, en el cantón de Berna comenzaban a aparecer las máscaras y disfraces, representativos de animales feroces, cuya finalidad - se cuenta - era ahuyentar a los malos espíritus y de paso buscar diversión, al ritmo de la música, y sobre todo, entrar en calor, en medio de la gelidez casi paralizante y una nieve que le otorgaba a la urbe un encanto especial y una poética de aventuras de cuentos de la infancia.
lunes, 2 de marzo de 2015
Herencia
Obra del artista cubano Romañach.
“Camino del patíbulo, ha buscado su rostro
como quien busca el rostro de la muerte.
Culpable repite,
repetirá culpable una y otra vez
y el camino será más corto y el tiempo menos árido”.
Heriberto Sánchez Medina, en "Hanging Judge".
Cada día me parezco más a mis difuntos
me miro al espejo y noto la misma placidez
de la mirada de mi madre, su aire bohemio
y desnudo, casi rayano en la indiferencia;
también similar gesto con la boca
al que hacía mi abuelo, cuando camino de la vega
el sol le chamuscaba la piel y le extraviaba la mirada;
igual rubor en el rostro al de mi abuela, que
terminó sus días con un cáncer de tiroides
y en las noches, después de la aplicación del yodo radioactivo,
chamuscaba lucecitas verdes en la oscuridad
entre sus sábanas de lino almidonada y su nariz llena de humo
por la hornillo de carbón/
entonces ya era una aparición en pleno ascenso hacia la nada.
De mi padre conservo aún esa templanza y hasta cierto
aire circunspecto para mirar al enemigo e irrumpir
entre las reglas del juego de la competencia profesional;
también una fenotípica inclinación por el alcohol
hasta que la boca se aletarga y
no se distingue entre el consuelo de
una tibia sonrisa y una mueca de insensible hartazgo.
De mi bisabuela paterna, de origen canario,
guardo su percha, su etiqueta para las grandes solemnidades
su ironía como hacha corta cabezas contra los intolerantes
y hasta cierta cara compasiva ante la vulgaridad existencial.
De Juan Amador, mi abuelo paterno,
(gracias a los orishas y al marxismo leninismo),
no heredé ni un ápice, siempre fue un sádico con mucha plata/
que colgaba a sus hijos cabeza abajo de los árboles,
cuando por impericia no cumplían las faenas de la hacienda.
Quizás ello explique que su velorio fuera una fiesta y
sus hijos prepararán la gran repartija con sus autos/
era una forma de desquite, de liberación adolescente
de revancha caída del cielo/
se arrancaron un gran peso de encima,
cuando le incomunicaron en su caja de bronce.
De mi tío “Chito”, aquel que murió sin cabeza
cuando un machete haitiano le truncó la mirada
por una pelea de cercas corridas durante una madrugada
(en plena finca de Candelaria)
dicen que heredé semejante sangre para la lidia,
la misma posición filosa ante la desidia, igual lengua dura
y punzante para la pedrada.
Me contemplo y siento que soy un poco de todos / as
un grano de arroz, mecido por el estival soplo del sur
(donde abrevan pescadores)
un viejo árbol del pan que ya no ofrece frutos
un barranco oloroso y apacible por donde nadie cae/
un fantasma que - muy a su pesar - todas las
noches escruta su rostro, (que ya no reconoce),
frente a un enmohecido espejo
y persiste obstinadamente en dejar hablar al viento
la más severa compañía para las ánimas extraviados
sin consuelo.
3 de octubre 2008
(semana de mucha fatiga laboral)
“Camino del patíbulo, ha buscado su rostro
como quien busca el rostro de la muerte.
Culpable repite,
repetirá culpable una y otra vez
y el camino será más corto y el tiempo menos árido”.
Heriberto Sánchez Medina, en "Hanging Judge".
Cada día me parezco más a mis difuntos
me miro al espejo y noto la misma placidez
de la mirada de mi madre, su aire bohemio
y desnudo, casi rayano en la indiferencia;
también similar gesto con la boca
al que hacía mi abuelo, cuando camino de la vega
el sol le chamuscaba la piel y le extraviaba la mirada;
igual rubor en el rostro al de mi abuela, que
terminó sus días con un cáncer de tiroides
y en las noches, después de la aplicación del yodo radioactivo,
chamuscaba lucecitas verdes en la oscuridad
entre sus sábanas de lino almidonada y su nariz llena de humo
por la hornillo de carbón/
entonces ya era una aparición en pleno ascenso hacia la nada.
De mi padre conservo aún esa templanza y hasta cierto
aire circunspecto para mirar al enemigo e irrumpir
entre las reglas del juego de la competencia profesional;
también una fenotípica inclinación por el alcohol
hasta que la boca se aletarga y
no se distingue entre el consuelo de
una tibia sonrisa y una mueca de insensible hartazgo.
De mi bisabuela paterna, de origen canario,
guardo su percha, su etiqueta para las grandes solemnidades
su ironía como hacha corta cabezas contra los intolerantes
y hasta cierta cara compasiva ante la vulgaridad existencial.
De Juan Amador, mi abuelo paterno,
(gracias a los orishas y al marxismo leninismo),
no heredé ni un ápice, siempre fue un sádico con mucha plata/
que colgaba a sus hijos cabeza abajo de los árboles,
cuando por impericia no cumplían las faenas de la hacienda.
Quizás ello explique que su velorio fuera una fiesta y
sus hijos prepararán la gran repartija con sus autos/
era una forma de desquite, de liberación adolescente
de revancha caída del cielo/
se arrancaron un gran peso de encima,
cuando le incomunicaron en su caja de bronce.
De mi tío “Chito”, aquel que murió sin cabeza
cuando un machete haitiano le truncó la mirada
por una pelea de cercas corridas durante una madrugada
(en plena finca de Candelaria)
dicen que heredé semejante sangre para la lidia,
la misma posición filosa ante la desidia, igual lengua dura
y punzante para la pedrada.
Me contemplo y siento que soy un poco de todos / as
un grano de arroz, mecido por el estival soplo del sur
(donde abrevan pescadores)
un viejo árbol del pan que ya no ofrece frutos
un barranco oloroso y apacible por donde nadie cae/
un fantasma que - muy a su pesar - todas las
noches escruta su rostro, (que ya no reconoce),
frente a un enmohecido espejo
y persiste obstinadamente en dejar hablar al viento
la más severa compañía para las ánimas extraviados
sin consuelo.
3 de octubre 2008
(semana de mucha fatiga laboral)
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