miércoles, 18 de marzo de 2015

Retrato de Viaje, Berna, Suiza, febrero 2015



                           En Berna, Suiza, en mis pasadas vacaciones, febrero 2015.

martes, 10 de marzo de 2015

Foto de Viaje, febrero 2015.





        
          En el patio de un palacete en Milán, Italia, 1o de febrero 2015, día de mi cumpleaños 55.

Fotos de Viaje, febrero 2015.

                                 
                                          En un café, en el casco histórico, en Berna, Suiza.

jueves, 5 de marzo de 2015

Suiza o el delicado encanto de la gelidez


 

 

 
 

Llegar a Berna y Lucerna, a través de Los Alpes nevados y en tren, constituye una aventura que pocos seres humanos deberían perderse.

 

Texto y foto: Juan Carlos Rivera Quintana

 

Llegar a Lucerna, una de las ciudades más antiguas y hermosas de Europa  - ubicada en la Suiza central, en la ribera superior del Lago de los Cuatro Cantones, que vierte sus aguas en el Río Reuss y divide en dos (la parte vieja y la nueva de la urbe) - y poder hacerlo saliendo de Milán, en Italia, en tren rápido que sube y baja por entre las escarpados y sinuosos y congelados Alpes y adentrarse en los túneles y puentes inmensos, abiertos entre las montañas, verdaderas obras ingenieriles, con unas vistas panorámicas casi fílmicas, es una fortuna – más bien diría una aventura - que pocas veces tiene un ser humano. 

 

La recorrida en sí del tren, en pleno invierno - de unas dos horas y media - es ya un viaje inenarrable entre bosques de pinos, abedules, ríos calmos para la contemplación rápida, ciudades blancas casi de cuentos infantiles, catedrales antiquísimas, campos nevados, industrias y viejas haciendas, donde se ven cuadras de caballos y pocos peones de campo. Y en ese impresionante dibujo alpino se halla Lucerna, con el lago a sus pies y muy cerca de  las montañas de Rigi, Pilatus o Stanserhorn, que delinean un fresco casi claustrofóbico de grandes picos nevados y alguna que otra vegetación verde como telón de fondo, desde donde se puede divisar la ciudad desde un mejor ángulo.

 

Si cierro mis ojos y recuerdo… vuelvo a ver la estampa más fotografiada de Suiza: el famoso puente de madera, conocido como Kapellbrücke (o Puente de la Capilla), con sus frontones pintados y sus techos de tejas antigua en medio de la urbe, descansando sobre un lago habitado por albatros y cisnes blancos; la muralla Museggmauer con siete torres medievales originales; las históricas casas de varias plantas del casco antiguo, adornadas de dibujos en sus frentes y cerrada a los coches; las pintorescas placitas con sus fuentes de ensueño; las calles adoquinadas y estrechas; la iglesia jesuita, que data del siglo XVII, considerada la primera obra barroca religiosa de Suiza y sus tiendas de relojes. ¿Será por eso que un rasgo emblemático del suizo es la puntualidad… por los excelentes relojes que pueden fabricar?

 

Allí, en Lucerna, tradición y modernidad se dan la mano, y junto al moderno y acristalado Centro de Cultura y Congresos de la ciudad (KKL), con sus acústicas y bien diseñadas salas para la música clásica y los conciertos, se une el museo de arte, los cafés para el encuentro y las salas de teatro, cercanas a la antigua terminal de trenes, cuya fachada a modo de portón, ya es en sí misma una pieza arquitectónica invalorable. Al lado, parten barcos de vapor de ruedas o motores para adentrarse en el gélido paisaje del lago de los Cuatro Cantones.

 

Lucerna se recorre a pie y muy rápido y si hay frío bajo cero y no siente las manos puede detenerse en algún que otro café a tomar un chocolate o una porción de torta alpina, de las de la abuela, para entrar en calor o tomarse una cerveza artesanal, con alto grado de alcohol, para cambiar con rapidez la temperatura del cuerpo. Y es bueno recordar que en Suiza: chocolate, repostería y cervezas artesanales tienen su fama bien ganada.

Sin dudas, Lucerna es una joya medieval - identificada gráficamente por su historia con un león herido - en la ruta de San Gotardo, envuelta entre la naturaleza mágica de las montañas alpinas que la encierran, un cristalino lago y cientos de embarcaciones de recreo, donde se respira un aire límpido y tranquilo, donde no se escucha un diálogo alto, ni un bocinazo en la calle y donde hasta los confortables y modernos tranvías se cuidan de hacer el menor ruido posible. Sus moradores son disciplinados, limpios y de una civilidad social casi pasmosa, propia del Primer Mundo.  

 

Berna: Refinamiento y cultura

 

La capital helvética de Suiza, enclavada en una zona de suaves colinas, con su casco antiguo - declarado Patrimonio Mundial, por la UNESCO - es de esos sitios memorables, cosmopolitas y multiculturales, donde cohabitan muchas lenguas diferentes y no existen problemas de integración. En sus calles se habla el dialecto bernés de alemán suizo, aunque sus moradores entienden y hablan el alemán estándar.

 

Baste tan sólo caminar sus seis kilómetros de arcadas bajo techo, llamadas “Lauben” o pórticos, que posibilita al viajero protección contra la inclemencia del invierno, para tener un primer acercamiento a Berna desde su inmenso paseo de compras y divisar su Zeitglockenturm o Torre del Reloj, que data de 1120, y cuya función, en sus inicios, era meramente defensiva, porque era la puerta de entrada a la urbe, pero unos siglos después se construyó un precioso reloj astronómico, que marca la hora, el día, el mes y la posición del Zodiaco en relación con la Tierra.  

 

La urbe, asociada por historia al oso, supuestamente debido al primer animal cazado por su fundador, el duque Bertoldo V de Zaringia, posee alrededor de 51,6 kilómetros de superficie y una población de unos 150 mil habitantes. Además, se destaca por su impecable estado edilicio… es quizás una de las ciudades mejor conservadas de Europa. Sus 11 fuentes del siglo XVI, decoradas con motivos alegóricos a las leyendas medievales: todas distintas, todas coloridas, ubicadas a lo largo de la calle principal o calle del mercado; las fachadas de areniscas de los vetustos edificios y casas bajas, con sus macetones de rosas; sus adoquines y torres con relojes; las abovedadas casas de vinos y quesos; los teatros y  bares, muchos ubicados en sótanos o en estrechísimas callejuelas, con una cartelera envidiable de conciertos de jazz, rock y música barroca; sus iglesias y parques tranquilos, con aires medievales y numerosas esculturas permiten una recorrida casi única del casco antiguo, que yace a orillas del Río Aare.

 

Vale asomarse al Rosengarten (jardín de rosas), una de los paseos de mayor altura (a 101 metros por encima del nivel del mar), desde donde puede verse la ciudad en toda su dimensión y sus palacetes y buhardillas coloridas con sus techos en punta, sus veletas coronadas en gallitos de metal y el ir y venir de tranvías amarillos por las estrechas calles.

 

Y si nieva, como me ocurrió, sólo tiene que abrigarse bien y bajar una pequeña escalinata, junto al Puente Nydeggbrücke, que posibilita el acceso al casco antiguo, y disponerse a retener los paisajes más hermosos caminando por las riberas del río Aare y el BärenPark (parque de osos), entre abetos, cipreses, abedules y rosas. Porque en Berna el diseño y el buen gusto parecerían una carta distintiva y ello se observa en las ropas - de modistos locales -  que ofrecen las boutiques; las innumerables casas de alfombras, artículos para el hogar y hasta en los cafés, decorados en su mayoría con un gusto refinado y sobrio, convertidos en centros de reunión de moradores locales y turistas, que huyen de las bajas temperaturas y la gelidez invernal. Y ni hablar de su colegiata o Catedral de San Vicente, la mayor obra sacra de Suiza, con un estilo gótico tardío, fue construida entre 1421 y fines del siglo XVI. En ella se destaca su campanario de 100 metros de altura, sus vitrales coloridos y su enorme portón de madera maciza, rematado en arcos de piedra caliza, donde se descubren un sinnúmero de esculturas que representan a feligreses y ángeles en pose de rezos, a modo de retablo religioso. 

 

Pero el viaje no estaría completo si no sube a un tranvía y se dedica un tiempo a visitar el Zentrum Paul Klee, ubicado en la periferia noroeste de la ciudad,  en una zona de praderas verdes en constante cambio habitacional y desarrollo inmobiliario, con los Alpes de fondo. El centro, enclavado en el  Schöngrüng,  exhibe la obra plástica de Klee, uno de los artistas más influyentes y vanguardistas del siglo XX suizo, quien nació, desarrolló gran parte de su quehacer creativo en allí y terminó sus días en la ciudad. Sus acuarelas, óleos atemporales y figuraciones abstractas tienen cierto halo de misterio y magia.

 

En su memoria fue diseñado y construido el museo, encargado al afamado arquitecto genovés Renzo Piano, quien no sólo quiso diseñar un centro cultural, sino también darle personalidad y atractivo al sitio y construyó un emblema urbano de cristal, cobre, titanio, acero gris y aluminio, con cielorrasos de abedul y pavimentos interiores de roble, que se confunden con el entorno.

 

A modo de tres grandes olas o colinas, los techos del museo delinean un paisaje que guarda mucha relación con la obra de Klee. No por gusto, Renzo había dicho, en su momento que “Klee no merece un museo sino un paisaje, una escultura sensual sobre la tierra”. Y precisamente a esa tarea se encaminó y diseñó un edificio ultramoderno, que aprovecha al máximo la luz y la topografía del terreno produciendo miles de sensaciones… todas agradables y mágicas. Y si afuera, la nieve cae sin parar, se acumula sobre los bancos del parque, los pequeños abetos, los terraplenes de trigo, las amapolas y abedules se tiñen de blanco… la claridad se multiplica y el deleite se agiganta.

 

Los tres cuerpos del Zentrum, unidos por una calle peatonal interior, albergan la colección del artista, en un 40 por ciento, donada por su hija, Livia, y alguna que otra colección temporal, casi siempre excelentemente curada.

 

Para mi deleite, en febrero de 2015, estaba en exhibición, además, una muestra temporal de Henry Moore (1889-1986), el reconocido escultor británico, considerado la cara de la modernidad y pude disfrutar de algunas de sus esculturas abstractas de bronce y mármol, de gran tamaño, junto a muchos bocetos de sus piezas – en arcilla o papel - y algunas de sus pertenencias, instrumentos creativos, fotografías familiares y videos de sus piezas, que engalanan muchos parques del mundo.

 

Y como la ciudad, sedujo a tantos artistas e intelectuales, en plena calle del mercado, se ubica la Casa de Albert Einstein, el célebre físico alemán, quien también vivió un tiempo en Berna y desde donde desarrolló sus escritos para fundamentar su Teoría de la Relatividad.

Sin dudas, y a pesar de las bajas temperaturas, Berna resulta una metrópoli coloridad, alegre y hospitalaria. Quizás en ello hayan influido los preparativos de los carnavales, toda una tradición en Suiza, donde se mixturan ritos cristianos y antiguas costumbres y fiestas paganas. Entonces, en el cantón de Berna comenzaban a aparecer las máscaras y disfraces, representativos de animales feroces, cuya finalidad - se cuenta - era ahuyentar a los malos espíritus y de paso buscar diversión, al ritmo de la música, y sobre todo, entrar en calor, en medio de la gelidez casi paralizante y una nieve que le otorgaba a la urbe un encanto especial y una poética de aventuras de cuentos de la infancia.

 

 

 

lunes, 2 de marzo de 2015

Sei nell'anima-Gianna Nannini

Herencia

                         Obra del artista cubano Romañach.

“Camino del patíbulo, ha buscado su rostro
como quien busca el rostro de la muerte.
Culpable repite,
repetirá culpable una y otra vez
y el camino será más corto y el tiempo menos árido”.

Heriberto Sánchez Medina, en "Hanging Judge".


Cada día me parezco más a mis difuntos
me miro al espejo y noto la misma placidez
de la mirada de mi madre, su aire bohemio
y desnudo, casi rayano en la indiferencia;
también similar gesto con la boca
al que hacía mi abuelo, cuando camino de la vega
el sol le chamuscaba la piel y le extraviaba la mirada;
igual rubor en el rostro al de mi abuela, que
terminó sus días con un cáncer de tiroides
y en las noches, después de la aplicación del yodo radioactivo,
chamuscaba lucecitas verdes en la oscuridad
entre sus sábanas de lino almidonada y su nariz llena de humo
por la hornillo de carbón/
entonces ya era una aparición en pleno ascenso hacia la nada.
De mi padre conservo aún esa templanza y hasta cierto
aire circunspecto para mirar al enemigo e irrumpir
entre las reglas del juego de la competencia profesional;
también una fenotípica inclinación por el alcohol
hasta que la boca se aletarga y
no se distingue entre el consuelo de
una tibia sonrisa y una mueca de insensible hartazgo.
De mi bisabuela paterna, de origen canario,
guardo su percha, su etiqueta para las grandes solemnidades
su ironía como hacha corta cabezas contra los intolerantes
y hasta cierta cara compasiva ante la vulgaridad existencial.
De Juan Amador, mi abuelo paterno,
(gracias a los orishas y al marxismo leninismo),
no heredé ni un ápice, siempre fue un sádico con mucha plata/
que colgaba a sus hijos cabeza abajo de los árboles,
cuando por impericia no cumplían las faenas de la hacienda.
Quizás ello explique que su velorio fuera una fiesta y
sus hijos prepararán la gran repartija con sus autos/
era una forma de desquite, de liberación adolescente
de revancha caída del cielo/
se arrancaron un gran peso de encima,
cuando le incomunicaron en su caja de bronce.
De mi tío “Chito”, aquel que murió sin cabeza
cuando un machete haitiano le truncó la mirada
por una pelea de cercas corridas durante una madrugada
(en plena finca de Candelaria)
dicen que heredé semejante sangre para la lidia,
la misma posición filosa ante la desidia, igual lengua dura
y punzante para la pedrada.
Me contemplo y siento que soy un poco de todos / as
un grano de arroz, mecido por el estival soplo del sur
(donde abrevan pescadores)
un viejo árbol del pan que ya no ofrece frutos
un barranco oloroso y apacible por donde nadie cae/
un fantasma que - muy a su pesar - todas las
noches escruta su rostro, (que ya no reconoce),
frente a un enmohecido espejo
y persiste obstinadamente en dejar hablar al viento
la más severa compañía para las ánimas extraviados
sin consuelo.

3 de octubre 2008
(semana de mucha fatiga laboral)

Foto de Familia







            Con mi hermano Julio César, en Puerto Madero, Buenos Aires, 1 de marzo 2015.