Juan Carlos Rivera Quintana nació en una isla - en Cuba - y un buen día decidió salir de ella a mirar el mundo y buscar otros aires. Él quería alcanzar otros horizontes más personales e intelectuales y decidió construir su propia casa - su islaenpeso - y desde ahí presentar sus inquietudes periodísticas y literarias, sus crónicas de viajes, obsesiones y nostalgias. Acá, en esta geografía, sin mar cercano que lo aleje, se siente totalmente libre.
martes, 25 de agosto de 2015
jueves, 20 de agosto de 2015
Borges o la incapacidad para enfrentarnos a la eternidad
Reflexiones después
de intentar introducir a mis alumnos de Literatura, del Instituto Sudamericano
de Enseñanza de la Comunicación (ISEC), en Buenos Aires, en el mundo borgiano y
la lectura de su cuento más emblemático: “El Aleph” (1945).
Por: Juan Carlos Rivera Quintana
Ilustración: obra de Remedios Varó. Foto: Archivo de Prensa.
Al cierre de uno de
los cuentos más emotivos y polisémicos que he leído en toda mi vida, titulado: “La rosa de Paracelso” (1974), el
escritor argentino Jorge Luis Borges apunta sobre su protagonista, un maestro
de la alquimia y las magias medievales, que le rogaba a su Dios que le mandara
un discípulo para recorrer a su lado el camino que conduce a la Piedra:
“Paracelso se quedó solo. Antes de apagar la lámpara y de sentarse en el
fatigado sillón, volcó el tenue puñado de ceniza en la mano cóncava (lo que
había sido, antes, la flor roja, arrojada a la chimenea, del sótano) y dijo
unas palabras en voz baja, casi un susurro. La rosa resurgió”.
Y entonces se me
antoja que Jorge Luis Borges es como esa rosa que sigue resurgiendo de sus
propias cenizas, al rezo de un conjuro mágico de algún profesor dispuesto a
resucitarle y a descubrir con pasión y deslumbramiento antes sus alumnos el
mundo borgiano. Y no exagero cuando digo - con tristeza y hasta cierta
resignación - que Borges es uno de los creadores más incomprendidos y menos
leído en Argentina, quizás como corroborando aquel viejo adagio que apunta que
nadie es profeta en su tierra.
Actualmente, incluirle
en alguna currícula de Literatura latinoamericana en nuestro país es un
verdadero desafío intelectual que se explica por la pereza que inunda muchos
cerebros juveniles, acostumbrados perniciosamente a navegar en internet, a no
pensar, a no interpretar y mucho menos a leer e interesarse por sus clásicos de
la literatura. Resulta casi un contrasentido que el estudio de la obra de Jorge
Luis Borges, que integra decenas de programas universitarios y estudios de
postgrado de Europa y Norteamérica, en Argentina, haya perdido interés entre
quienes debieran justipreciarle más que nadie por ser un típico producto
nacional, un rara avis en el panorama de la literatura universal. Mucho se
habla de él, pero muy pocos le han leído y conocen, incluso entre los
intelectuales argentinos. E intentaré reflexionar en las causas de tal
situación, cuando faltan pocos días – el 24 de agosto más exactamente – para
celebrar la fecha de su nacimiento.
Entonces, un 24 de
agosto de 1899, en una típica casa porteña con patio y aljibe nacía Jorge Luis
Borges, la aportación más original de la lengua española al concierto de la literatura
mundial del siglo XX; entonces, venía al mundo uno de los más persistentes
mitos literarios latinoamericanos, un niño genio que aprendió a leer y escribir
muy rápido, que manejaba con soltura dos idiomas: el castellano y el inglés,
una especie de sabelotodo que era el hazmerreir de sus compañeritos de colegio
porque vestía como un niño rico, no le interesaba el fútbol y hablaba
tartamudeando. Ello explica que su educación formal comenzara a los 9 años en
una escuela pública porteña, donde no aprendería grandes cosas más que – como
él mismo apuntó– algunas palabras en lunfardo y varias estrategias para pasar
desapercibido y evitar el acoso escolar de los chicos más fuertes.
Y es que Borges más
que un literato fue un pensador que utilizó la literatura como vehículo para las
profundas meditaciones y desentrañar sus obsesiones relacionadas con los
orígenes del Universo en expansión; los misterios del tiempo, el azar, la
eternidad y la finitud de la existencia humana. Para ello se valió de la poesía
y ahí están dos libros arquetípicos si se quiere ilustrar sus méritos dentro de
la composición del soneto: “La cifra” y “Los conjurados”. También utilizó la
narrativa, más específicamente el cuento como vehículo de comunicación
literaria, donde intenta captar verdades reveladas, ligadas al mundo sensible y
a lo emocional. Como advirtió en una oportunidad: “La verdad no existe, y en verdad la realidad tampoco”. Y resulta
parabólico que alguien que pasó la mayor parte de su existencia en una ceguera
total (desde los 55 años perdió completamente la visión), se hacía leer y se
veía obligado a dictar sus cuentos hable de la luz del conocimiento y del resurgir de la rosa.
Jorge Luis Borges
utilizó su literatura fantástica para ayudarnos a olvidar las “patéticas miserabilidades del mundo real”,
para escapar de una realidad nacional que – según sus ácidas apreciaciones – no
eran ni civilizadamente próspera, ni de avanzada, ni occidental, ni cristiana,
sino bárbara, pobre, atrasada, tercermundista y pagana.
Quizás – y especulo –
el hecho de que su narrativa esté saturada de la memorización excesiva de datos,
del acostumbrado juego de los espejos, de los deslumbramientos ante la belleza
de las teorías científicas, de cierta zozobra ante la totalidad y la densidad
del universo; de un interés desmedido por desentrañar algunas intrigas
existenciales que a muchos hombres y mujeres comunes no les suele preocupar le
ha distanciado de sus lectores; quizás su vasta cultura enciclopédica, su
erudición críptica y casi demodé, repleta de vocablos barrocos y rebuscados, de
fechas, nombres, historias de vida de personajes de mundos idos, fórmulas
químicas y referencias a la física cuántica expliquen los porqués del rechazo bastante
generalizado de los jóvenes por la obra literaria de Borges.
“¡Aburrido!”, me gritaron mis alumnos cuando les hablé de mis
intenciones de intentar desentrañar los maravillosos mundos del escritor
argentino, ese al que le apasionaban los suburbios porteños y que prefería a
San Telmo y Barracas, dos barrios paradigmáticos de Buenos Aires, como escenarios
de su mitología urbana; ese que hizo de la guapería de los compadritos, en los
conventillos porteños, argamasa de alguno de sus cuentos; que llevó una vida de
austeridad en su despojado departamento, en la Calle Maipú; que hizo del Aleph
- la primera letra hebrea, el símbolo
matemático א (número álef), que indica la
cardinalidad (o tamaño) de conjuntos infinitos - un objeto casi digno de culto
en uno de sus cuento, un caleidoscopio de una verdad axiomática… la incapacidad
del ser humano para enfrentarse a la eternidad.
lunes, 3 de agosto de 2015
Suscribirse a:
Entradas (Atom)