miércoles, 21 de marzo de 2012

Otra orilla



Dibujo del artista cubano Humberto Castro



“Nada es una palabra/ inventada por Dios

para escupir su desprecio.

Yo soy la palabra de Dios”.

“Nada”, de Francisco Ruiz Udiel.





Ese puerto no será más la nada inconfesable, una isla blanquecina,
si acaso un pequeño hedor a lluvia y frío, una exhalación amarga
sin cabos donde atar las olas, ni barcazas donde esconder
(toda la soledad crispada de este mundo).
Aquella playa no será más la huella donde quedar tendido, la semilla improbable cuando todo parezca trascender la herrumbre que mutila y carcome aquel encuentro.
Mis palabras no serán más la anunciación de otras constelaciones, de ciertos desentonos donde borrar la tristeza de aquella canción que hablaba de fantasmas expulsados, (frutas renegridas y abandonos),
Que ahora irrumpen mustíos desde el fonógrafo de la sala.
Cierta ventana que daba al mar no sera más un hueco para recostar
La Mirada cuando todo acabe y sólo quede esa tiniebla para agrandar
las sombras que acompañan al peregrino dispuesto a cruzar a la otra orilla.
Porque las existencias ya no pueden transcurrir serenamente entre
un retazo de refugio con olor a guayaba verde y una playa sin ventanas.
Cierto atardecer con fiebre y modorra no me recordará más a la abuela, ni su sillón quedará esperando para mecer a la madre cuando se vuelvan a animar los chismes
entre las vecinas en medio del patio familiar,
Del que aùn siento el olor del aljibe y el soterrado silencio de las mañana
Cuando parecía que el mundo se paralizaba y sólo se escuchaba
la campana de la iglesia a punto de reventar la torre blanca.
Intento olvidar. Intento edulcorar la espera con un vino granate.
Tanteo el escurridizo aire insular que ahora me escupe atávico,
casi pétreo, con la misma dureza de antaño contra el rostro,
simulando otra nueva frontera.
Así… como desenterrando una porfìa... una nada que ya no alcanzo a recordar.

Buenos Aires, a donde no llega el mar.

miércoles, 14 de marzo de 2012

Fotos de Familia




Con mi hijo Carlos Daniel, el primero de febrero de 2012, en la fiesta de mi cumpleaños en casa, en Buenos Aires.

miércoles, 7 de marzo de 2012

Retrato con almendra madura entre las manos



Obra del artista cubano Humberto Castro.









He sentido los pasos del éxodo entre las huellas de otros pies,
- parecidos a las míos-
agazapadas bajo el cono de sombra, intranquilas por las turbulencias del avión
cuando todavía buscaba una razón, un ligero consuelo a tanta partida,
a tanta casa vacía, archivos resignados y documentos acuñados inexpresivamente.
He llorado de frío dentro del lecho escarchado de aquel hotel
donde una nevasca no alcanzaba a apagar la vela tótem (semicaliente y quieta),
que desparramaba su esperma mortecino, como esa luz del farol que se derrapa hoy
intermitentemente desde la calle sobre mi cuarto.
Alucino con un sudor naufrago entre enanos de Liguria
que no llegan a acomodar un nuevo rincón.
Emerjo en cada madrugada cuando los pies me pesan como cemento seco/
la oscuridad a sorbo se disipa sobre la cama y la alfombra…
entonces sólo alcanzo a avistar aquella aguja herrumbrosa
con que mi madre cosía mis medias rotas de tanto andar
en el patio del limonero macerando azahares.
Ah, Dios mío, si tan sólo pudiera voltear el almanaque
treinta años con mi máquina del tiempo
y volverme a asomar inexpresivo y sigiloso
a la ventana para contemplar la cotidiana escena
del viejo Buick verde loro saliendo del garaje y mi perra Katiuska
tranquila con cara de nunca me abandonen
esperando saltar al asiento trasero,
camino de la finca en Candelaria.
Ahora subsiste una sospecha única,
que se debate entre otros rostros familiares,
un son del hechicero que escucho a fuego en las noches repetidas,
atávico gesto que denuncia cierta certeza fútil
como el agua, el fuego o el color de aquellos ojos de mi madre sin idea de tiempo. Vuelvo a rebuscar su contorno clandestino, aquella sonrisa,
aquel tedio de voces, cierto discurso germinado
y únicamente encuentro palabras repetidas,
una gota de lluvia que no alcanza a empañar ni mis pupilas cansadas.
Un murmullo de hojas resecas, con olor de mango dulzón podrido
me seguirá persiguiendo, junto al amargor en la boca
de la almendra madura que manchaba mis dientes y todavía escondo entre mis manos.
El camino ha sido revelado: errático, de inconfundible sello mortecino
como el eco de adioses que siguen repitiendo mis oídos
y aquella imagen de cal y bruma contra la verja (que me acompañará de abrigo)
cuando ya no queden ni trazas ni penas para contemplar
y almacenar una extraña idea de tiempo peregrino.