jueves, 14 de enero de 2010

¡Visitación Olay, sin pecado concebida! (cuento)



Obra del pintor cubano Servando Cabrera Moreno.





A mi madre, la más parecida a este personaje que conozco

Ella nunca fue una mujer común, ni siquiera en el vientre de su madre. Cuentan que cuando Aparecida tenía más de cuatro meses de embarazo ya le sentía llorar en sus entrañas y hasta hubo momentos en que juró que la niña le susurraba lo que debía y no debía hacer.

-- Esta será una chiquilla muy juiciosa, decía con orgullo maternal.

Durante el embarazo Aparecida nunca sintió predilección por las guayabas verdes, ni los mangos tiernos y mucho menos por los limones con sal. Sus mayores antojos consistieron en largas visitas a sus amistades y conversaciones hasta altas horas de la madrugada. Con ella no valía poner escobas detrás de las puertas ni echar cenizas a la entrada de las casas en señal de espanta gentes. Por ello, cuando la niña nació fue bautizada por la comadrona como Visitación, en alusión a la manía de su madre que era comentario de todo el pueblo. Aparecida consintió en mantener ese nombre en pago a los buenos servicios de la partera, pero siempre dijo en señal de desacuerdo que más que un nombre parecía un nombrete.

Visitación Olay creció fuerte y saludable entre calderas tiznadas por el carbón de una típica cocina de campo de Remates de Guane, en la región más occidental de la isla; cercana a los olores del puerco asado en parrilla, el arroz con leche y cáscara de limón y la harina con frijoles negros. Y aunque siempre fue una niña sociable y muy dada a hacer amigos; todos los días, por problemas de la defensa de su nombre, debía vérselas a los puños o a los empujones con algunos compañeros de clase.

En una de sus peleas más memorables le dio un tirón a una negrita marimacho que le arrancó el arete y parte del lóbulo de la oreja izquierda. Cuando le reprocharon tal conducta, contestó drásticamente queriéndole poner fin a los comentarios:

--Ya le crecerá de nuevo el pedazo que le arranqué, pues las orejas de los negros tienen las mismas propiedades que las colas de las lagartijas.

En otra ocasión, se subió encima de una mata de ciruela que estaba al borde del camino de salida de la escuela y esperó a que pasaran dos chiquillos de tercer grado a quien ella le tenía ojerizas por el mismo asuntico de las burlas con su nombre y les meó las cabezas y las libretas de clase. No satisfecha con el desquite les gritó:

-- A partir de ahora yo seguiré siendo Visitación Olay y ustedes serán los meados comemierdas, y se lanzó desde lo alto de la rama del ciruelo dispuesta a la pelea. Los muchachos no pudieron darle su merecido porque era tan fuerte el olor a orine que emanaba de sus cabezas que temieron les durara toda la vida. Por ello corrieron a bañarse en el río y a untarse aguacate maduro y miel de abejas para borrar los efluvios amoniacales que salieron de la vejiga de la muchacha.

Por toda esa niñez de burla y violencia en que se vio envuelta sin quererlo, creció añorando los momentos de soledad cuando daba riendas sueltas a su imaginación y se tejía historias en las que regresaba victoriosa de peleas con animales inexistentes o era capaz de conducir a puerto seguro un barco a punto de zozobrar por las embestidas de un mar fuerza cuatro para cinco.

Sus padres siempre miraban con algunas sospechas las largas peroratas de la niña frente al espejo cuando conversaba con los fantasmas de los antepasados que no conoció y rememoraba pasajes olvidados por todos de la vida de aquellos.

-- Tacita, como le llamaba la madre para chiquiarle y endulzarle el nombre, tiene algunas tuercas sueltas en la cabeza, solía decir Aparecida.

-- Esta niña tiene predilección por los espejos y eso no me gusta. De seguro será puta o bruja, mascullaba el padre con el Habano entre las comisuras de los labios.

Aunque habían más hermanas en la casa, y mucho más atractivas que ella, Visitación tenía un no sé qué en los ojos; cierto brillo místico en la mirada oscura que resultaba como un imán para los hombres. Por ello cuando cumplió doce años y ya la punta de los pezones intentaban salírsele por las blusas del colegio tuvo su primer romance con el hijo del capataz de la finca La Razabal. El muchachón tenía veintiuno y cuando la veía venir por la vega de tabaco con aquellos vestiditos de piqué claros y casi transparentes por las diarias lavadas y con sus sandalias negras, caminando como la paloma por entre la tierra colorada, comenzaba a ponerse violáceo, el cuerpo le alcanzaba temperaturas elevadas y sentía un cosquilleo detrás de la nuca y entre las piernas que le hacían perder la cabeza en un instante. Su nerviosismo era tal que se ponía tartamudo y sólo atinaba a mirarle bobaliconamente y con cara de chivo degollado. Ella se reía feliz de aquello y cada día ganaba mayores poderes sobre aquel jovenzuelo, nacido en buena cuna.

A Visitación no le interesaba tanto el romance, ni tampoco el dinero de esa familia, como la posibilidad de tener acceso a la biblioteca paterna del enamorado. Allí, conoció, por primera vez, de las aventuras exóticas de Alejandro Dumas, de la fantasía de Saint Exupery y del hechizo poderoso de los hermanos Grimm. Por aquellas lecturas llegó a conocer, como la palma de su mano, la historia del reinado de Luis XIII, en Francia, los avatares tragicómicos del conde de la Feré, de Du Vallon, de los caballeros de Herblay y D’ Artagnan; los desconocidos parajes de Egipto, y el amor sin fronteras de Edmundo Dantes y Mercedes de Villefort.

Poco a poco empezó a cambiar caricias de su enamorado por libros y a hacerse de su propia colección. En la medida en que estas resultaban más íntimas lograba conseguir los ejemplares más valiosos. Así, por ejemplo, una edición ilustrada de principios de siglo de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, de Don Miguel de Cervantes y Saavedra, le costó la primera succión en el clítoris que conoció. Recuerda que el lugar le estuvo ardiendo durante tres días pues el novio era muy penoso, pero no tenía un pelo de ingenuo y ya conocía muy bien, por las idas al prostíbulo del pueblito, qué hacer para ponerle a mil los sentidos y otros lugares del cuerpo. Cierto día cambió su primera penetración anal por la colección completa de las novelas de Honoré de Balzac y las de Fiodor Dostoievsky. En aquel momento le exigió al mozo enamorado la obra de dos autores de moda pues sabía cuánto estaba dando a cambio y conocía, por conversaciones escuchadas en la escogida de tabaco, lo doloroso que era entregar la virginidad de una parte tan delicada como aquella. Aunque, contrario a muchas predicciones, aquel roce fuerte y transgresivo entre sus nalgas no le dolió tanto como el día en que decidió entregar su rosado e intacto himen al mocetón ansioso que hizo de éste un amasijo de dolores y sangre.

Para ella ya no había marcha atrás y leía cuanto catálogo le caía en las manos y periódico llegaba a Vueltabajo buscando las novedades literarias. Ese afán de curiosidad, de abrir puertas y penetrar en mundos desconocidos del saber le fue construyendo una mirada propia y distanciando intelectualmente, a su vez, de la familia, sobre todo de las hermanas cuya única aspiración consistía en casarse con un guajiro trabajador y mandón y tener un rancho, repleto de hijos.

Pero sus sueños siempre tuvieron un destino: La Habana, “la placa”, como le gustaba decir en alusión a las calles asfaltadas de la capital que sólo conocía por algunas fotos que le mostró, en una oportunidad su padrino. Fue a él a quien le pidió , en cierta oportunidad , que le buscará una carta de recomendación para trabajar de institutriz en la ciudad y poder salir de la tierra colorada.”Yo no nací para esto, padrino. Lo mío es tener independencia, trabajar de lo que sea, poder comprarme un televisor y una nevera donde pueda tener limonada bien fría en el verano, leer buenos libros a la luz de una lámpara eléctrica y no de una “chismosa” de kerosene que me acaba los pulmones, bailar en un bonito salón y pasear por un céntrico parque de la ciudad”, le dijo con absoluta convicción.

No tuvo que esperar mucho tiempo. A los tres meses y después de un largo viaje en un tren lechero, llegó a la ciudad. En la cartera llevaba una carta de recomendación para trabajar en la mansión del Licenciado Valdés Figueres, dueño del único instituto meteorológico de la isla y una de las figuras más maltratadas por la opinión pública de la capital por sus continuas pifias meteorológicas. Fue este “experto” quien predijo que el ciclón de l956 pasaría a 90 kilómetros de la capital y no había terminado su discurso meteorológico massmediático cuando la antena de la famosa estación de CMQ empezó a moverse y terminó por caer en plena calle vedadense. A los veinte minutos el huracán, con rachas de l80 kilómetros por hora, hacía un lazo en toda La Habana y dejaba a más de 2 mil familias sin techo y al amparo de Dios.

Visitación llegó a Nuevo Vedado, donde vivía la aburguesada familia, con una pequeña maletica con sus dos mejores mudas de ropa y una caja con sus más “costosos” libros e inmediatamente comenzó a cuidar a los tres hijos del acaudalado matrimonio: una pequeña niña con ínfulas de bailarina clásica y cuerpo y alma de rumbera de conventillo, un tímido muchachón de casi 14 años con un incipiente acné juvenil en el rostro y las manos callosas de tanto masturbarse encerrado en el baño, y un pequeño gordito, de seis años y ademanes muy suaves. Si bien la vida en la mansión no fue una panacea, allí aprendió que la discreción y la hipocresía son armas en las manos de los seres humanos. Cuánto no habrá visto dentro de aquella familia arribista, deseosa de escalar los mejores salones de la sociedad habanera. Cómplice y tumba fue de la señorita de la casa, a quien le gustaba hacerse la fina y decente en los salones y todos los días cambiaba de marido, a escondidas de los “despistados” padres. Con ella conoció de todos los ardides de que se valían los ricos de la ciudad para casar bien casados a los hijos y utilizar, luego, hasta la bendición de la iglesia. Días antes, de la boda de la niña de casa , Visitación tuvo que acompañarla a un cirujano famosísimo, especializado en suturar los hímenes rotos de todas las señoritingas de La Habana para hacerlas pasar por vírgenes ante los embaucados novios.

Si algo disfrutó, sobremanera, fue su quehacer como “manejadora” del mocetón lujurioso de la mansión. A él le enseñó -- con toda la imaginación que la caracterizaba-- casi todas las posiciones amatorias existentes, transformándolo en uno de los mejores partidos sexuales de la ciudad. Por supuesto, se guardó de mostrar algunas (las más excitantes) para que sólo fueran de su propiedad exclusiva. Al más pequeño de la familia, concentrado únicamente en la lectura y en jugar al ajedrez, le recomendaba los mejores libros de narrativa y poesía contemporáneas y luego ambos comentaban sus impresiones acerca de las lecturas. A este niño, de gestos afeminados y gustos muy sospechosos, le desarrolló el ejercicio del criterio convirtiéndolo en uno de los más recomendados y temidos críticos de artes de la capital.

Pero el porvenir de Visitación no estaba en esa mansión como institutriz de aquellos “culicagados”, como ella les llamaba cuando era víctima de algunas de sus travesuras. Cuando pudo hacer sus ahorros se compró una casita propia en un barrio de la periferia y nunca más volvió a Nuevo Vedado. A partir de ese instante su existencia transcurrió entre altares repletos de santos, copas de agua fresca para aclarar los destinos , espejos y cartas españolas. Sus poderes mentales e intuición para analizar el presente, predecir el futuro y recomendar hierbas naturales con principios activos curatorios le granjearon el respeto de sus allegados, quienes no tardaron en comentar sus dotes como sibilina y curandera. Considerada la más certera espiritista, cartomántica y brujera de La Habana ,su vivienda siempre estaba repleta de personas de los más variadas clases sociales; allí se daban cita desde un sepulturero cornudo hasta un embajador impotente.

A ella acudían de todas partes del mundo para deshacer matrimonios y solidificar uniones, apaciguar conflictos amorosos y avivarlos, conseguir visas para viajes al exterior, consultar en relación con enfermedades incurables, deshacer maldiciones y hasta limpiar y alumbrar un camino. Su fama alcanzó niveles insospechados cuando se rumoró que fue capaz de hacerle olvidar, de un día para otro, a una figura gubernamental su adición por los puros Habanos que se remontaba a la adolescencia, con sólo una rogación de cabeza, y una limpieza con un huevo de pato y tres ramas de paraíso. Los enemigos decían que a partir de este momento el líder dejó el vicio, pero adquirió el hábito de no escuchar a sus seguidores. Ella se excusaba diciendo que, quizás, al sacarle los humos de la cabeza, éstos se le refugiaron en los oídos entorpeciéndole la audición. Pero, lo que realmente la convirtió en un suceso nacional fue cuando, por medio de unos rezos y cocimientos que preparó con el auxilio de una popular cocinera televisiva, erudita en platos cuya base principal era el plátano microjet, consiguió una firma de acuerdos entre dos gobiernos a punto de una guerra por una disputa territorial de los tiempos de Maricastaña.

A pesar de su consagración a hacer feliz a los demás y quizás por todo el tiempo que ello le exigía, nunca consiguió pensar en sí misma y en su propia felicidad. Vivió deseando tener una familia numerosa y jamás logró quedar embarazada, a pesar de todos sus intentos, de las posiciones amatorias que adoptó y de los brebajes tomados. Tampoco pudo estabilizar una relación más allá de los primeros encuentros y se pasó la existencia conociendo y enamorándose de hombres de las más variadas estirpes que, posteriormente, se fueron buscando la paz que no conseguían.

En cierta ocasión, logró “amarrar” a un hombre a su lado. Le conoció en el Parque de Los Cocos y fue un amor a primera vista. El mulato tenía todo lo que el médico le había recetado a ella para combatir los dolores en los huesos que le aquejaban: cuerpo musculoso y mirada de tigre al acecho, manos de albañil y lengua de toro salvaje, cultura enciclopédica y dientes tan blancos como la leche condensada rusa. Y de lo otro, ni hablar. Por ello Visitación disfrutaba cada encuentro como si fuera el último porque presentía que Dios no podía crear un ser tan perfecto y que le duraría poco.

Muchas veces, delante del espejo del cuarto, decía eufórica: “¡Algo bueno me tenía que tocar en la vida, coño!” Y corría oronda y sonriente a bañarse con flores blancas, mejorana, abrecaminos, vencedor y otras hierbas para el mal de ojo y las malas mentes. Pero, como todo en la vida es finito , una noche llegó, sin previo aviso, a casa del mulato hecho a mano, como ella le decía, y sin tocar a la puerta se asomó por la ventana y cual no sería su sorpresa y decepción: el tipo estaba, en una pose bastante comprometedora con otro hombre y lanzaba unos bufidos orgásmicos que nunca le escuchó en los mejores momentos de sus enfrentamientos carnales. A Visitación no le molestó tanto que el tipo fuera maricón como que gritara más satisfecho por lo que le hacía otro que por lo que hizo con ella.

A partir de este momento, se impuso olvidarse del sexo y consagrarse a tiempo completo a mejorarle la vida a los necesitados. “Yo soy como la madre Teresa de Calcuta”, decía con una sonrisa amarga a flor de labios para darse terapia ella misma. “De seguro, cuando muera muchos escribirán al Vaticano pidiendo mi canonización y el Papa me pondrá en un altar para siempre, rezará por la paz de mi alma en el paraíso y hará hasta imprimir unas estampitas con mi efigie”. Después mascullaba, entre dientes: ¡Santa Visitación Olay, sin pecado concebida! y pegaba una carcajada más cercana al demonio que a los ángeles celestiales.

Juan Carlos Rivera Quintana, Buenos Aires, soleado día de invierno.

*Cuento ganador del segundo lugar, compartido, de la Primera Convocatoria del Certamen de Narrativa Breve, de la plataforma multicultural LA VOZ DE LA PALABRA ESCRITA INTERNACIONAL (LVDLPEI), diciembre 2009.