martes, 18 de marzo de 2014

Versión definitiva del Poemario Maneras de 'asesinar' por la espalda

Obra plástica del artista cubano Humberto Castro.








Maneras de "asesinar" por la espalda.





Juan Carlos Rivera Quintana









“Me cansé de andar huyendo, de recorrer el mundo a la deriva llevando sobre mis hombros el fantasma de un gendarme. Lo maté en legítima defensa, le clavé mi cuchillo hasta la empuñadura…”



“Nueve cuentos para recrear el café”.

De María Eugenia Caseiro.








PRIMER CAPÍTULO: Hélices quebradas



“No importa donde estés/ ni hacia donde camines:

cualquier atisbo puede/ convertirse en palabra”.

Pedro Luís Ferrer, “Cualquier punto es un hilo”.





Confesiones y cataclismos



"Dios está en la taberna, bebiendo como un condenado".

(Elsa Claro, Dios el hombre)



Hoy no es día de peregrinaciones y plegarias

a los Doce Apóstoles,

Dios cerró las puertas de su templo,

aburrido de tanto augurar para los vivos

el juicio final.

Los inconformes se revuelven allá abajo,

claman a gritos una vendetta para sus almas

que jamás encontrarán la anunciada paz de

los sepulcros.

Doce campanadas descubren los traumas que

proporciona la espera,

sin embargo, siguen germinando las semillas

en el establo,

y la Divina Providencia empeña su existencia

en las cartas del Tarot.

El prójimo está cansado de tocar a las ventanas

pidiendo las monedas escondidas como naipes,

ha desgastado sus talones sin recibir ni una caricia

que huela a comunión ni a pecados santificados

con agua de Iglesias.

Cierto ángel incineró las alas en una plaza;

abandonó sus catecismos para siempre,

las noticias del día le tildan de traidor y hereje,

como si la herejía no fuera un don de la santa natura.

Se habla de cataclismos en los canteros del jardín,

¿Será que Dios mantiene cerrada las puertas de su templo

y ya nadie quiere creer en las confesiones a viva voz?



El genio de la duda



A mi madre, por su espera de cuatro años.

Buenos Aires, 25 de febrero de 2003.



Con la neblina partirá el poeta

a lanzar semilla en sitio ajeno

y a iniciarlo todo.

Ya no tendrá la madre cerca, en su ciudad,

el rayo de sol, la profecía agorera

de su bola de cristal.

Una esquina ruidosa para recostar su calma,

endebles de un naipe equivocado.

Con la primera neblina partirá el poeta

a tantear el mundo con el genio de una lámpara

y una pócima milagrera ante la duda

de una tabla desolada.

Después no habrá más códigos ni leyes

ni palabras para calificar todo lo innombrable,

la imprecisión también puede salvarnos

cuando la saeta se dispara y el poeta ya no vuelve.



Gritos en desbandada



Guarda en tu cuerpo todas las memorias

para cuando se nos escapen los ángeles

que ya no duermen

y sólo escuchemos el aullido de un perro

en celo.

Guarda todas tus canciones tristes

que se pegan como cerbatanas a mis oídos

en este concierto de madrugada

que sólo terminará cuando estemos vencidos.

Nuevamente esta asfixia de hereje sin refugio

sabiendo que ya existe lo que busco

miniatura de armario payaso de una sonrisa

horquilla barata de tiangue

muebles comprados al usurero.

Amor, los códigos son tan viejos

como viejas las piedras del camino/ como viejas

las mentiras y el terror a las heridas de antaño.

Si yo pudiera ser arena inocente,

cristal de roca estatua de sal

gritos en desbandada estocada final,

hierba silvestre

lecho temeroso de luz desnuda

pero únicamente alcanzo a ser cristal,

arena, estatua, gritos y lecho,

demasiada fragilidad para jugar a ser sobrio.

He pagado mucho precio por este silencio,

y los ángeles que ya no duermen poco dicen,

pero siguen volando con su lámpara de muerte

y el traidor intenta asesinarnos.

Amor mío, nadie esta noche es tan libre como tú,

sólo que, como dijo un demonio,

el mundo siempre finaliza en altos muros.





*(Sacado del bargueño de los viejos recuerdos).



Torpe destino

"Cometes el delito de andar

buscando algo que los otros ya

no alcanzan".

Odette Alonso.



Un hombre escruta la huella que no pisa

y echa en el baúl los desacuerdos

textos insolubles que han salido de su boca,

comete perjurio y blasfema de sí mismo

con un extraño temblor de piedra desgastada.

Un hombre enciende luces sabiendo que él

no existe

dilata sus espacios y cambia sus rincones

pues teme morir de aburrimiento

recoge caracolas allí donde los sitios apaciguan

soledades/ tiene en sus ojos dibujado el disfraz

de lo inconcluso/ torpe destino para una impaciencia

que podría asesinarle.

Desconoce que la prisa atrae al infortunio

pero se sabe espalda-arco-feudo.

Este hombre agoniza sin saberlo,

tierna partida para una ascensión

más lenta y angustiosa.

Transgredir espejos no ha sido nunca comodidad,

para su tristeza innata de revólver sin gatillo.

Un hombre se suicida a quemarropa,

juego fatal de los que ya no buscan explicaciones/

si no muy lejos de sus ojos

Bola de Nieve se apuñala las venas

sobre un elefante blanco y grita:

"No puedo ser feliz".



Febrero inoportuno.



“(...) mi cuerpo en el barullo repitiendo (...)”

Reinaldo Arenas, en “Voluntad de vivir manifestándose”.





Febrero se me fue yendo como se marchan las oportunas noches,

con delirios de fiebre que se cansan y empapan las sábanas oscuras,

con olor a alcohol de taberna vieja y dolor de pésame incierto.

Febrero se me fue desdibujando bajo la tibia e indeleble mirada,

enclaustrado en una boca llena de lisonjas y pálidas sonrisas,

de timbres telefónicos-de espejismos dentro del alma.

Así llegué a febrero con la tristeza de haber partido definitivamente

sintiendo ahogos en el corazón sin encontrar antídotos ni pócimas salvadoras.

Ahora que a falta de escuchar silencios

sólo atino a enterrar mi mano en la mortaja húmeda,

pienso en ese instante fulmíneo de la danza

despojándome de todo... de cuerpo y alma.

Febrero se me convirtió en una llaga que no sana, en el gusano que me roe

por dentro sin dejarme respirar,

en musiquilla monocorde y falsa para los tristes reencuentros,

en mapas errados que no conducen a sitio alguno, en pañuelos blancos en las ventanas,

en ciudad bombardeada y gente en las veredas con cara de desconcierto,

en partes meteorológicos inexactos, en feria de artesanos de dudosa utilería.

Así llegué a febrero, llovizna cabizbaja, almanaque osado

con un 30 inexistente,

penuria-arroz partido-flanes caseros- malanga con pollo-turbulencias de avión

en una paraje indescifrable.

Febrero se me fue como se fue mi madre- en la madrugada- con pausas,

pero de prisa.



Buenos Aires, 2-5 de marzo de 2003



Inacción en el establo vacío



“(...) esperando cada día, cada noche, esa otra luz

que no vigila la persecución de algún objeto”.



Reina María Rodríguez, en “Violet Island”



Me engullo la codicia y el ruido del agua que dejaron mis padres sobre la mesa/ me trago hasta la última palabra que no dijeron/ aquel error de cálculo cuando mi madre ovulaba sin guantes blancos/ ademanes y explosiones de un quinqué que encendió a destiempo./ Lo masticó todo/ hasta el polvo de mis muertos y el alquitrán en mis narices./ Ya no tengo tiempo para tanto drama aburrido/ para tanta aparición inmóvil que me ronda/ Todo se cuece y se hace pensamiento/ náusea que no cesa/ rebuznar de campana justo a la hora suicida/ sexto piso con balcón indiferente./ Vuelvo a la esquina a buscar nuevos brotes y sólo encuentro un sexo improbable/ agujero de establo vacío/ migas que alguien esparció cuando la liviandad se volvía tedio./ Estoy desnudo frente a la cruz, cae la piedra y se comienza a cerrar el nudo sobre mi cuello. /Amanece en la región antigua y todo huele a toalla húmeda/ a pupila seca/ a oxígeno sucio en un retablo que nunca ha llegado a parecerme ajeno./ Los párpados legañosos intentan limpiar mis suciedades/ comen de mi alimento con impúdicos gestos de hambre insatisfecho/ me corroen por dentro las asperezas/ rinden culto a un cuerpo que cambió y acumuló adiposidades para siempre./ El tiempo es fusilado sin juicios sumarísimos/ es el arte de una legalidad que clava su aguijón entre las carnes de los vivos./ Lo improbable vuelve a ser ecuación segura/ anhelo de paraíso cercenado por la vida./ Mientras tanto, yo sigo allí, en la mesa abandonado a la inacción/ al desdén de la pesada puerta/ simulando tanta delicia que atraviesa mis entrañas/

alimentándome de las migas dejadas por los otros.



Arca de Noé



“Es cierto: el derecho a ser héroes se conquista”

Slogan revolucionario



Hemos perdido la tierra desde que comenzó el diluvio,

en esta diminuta arca sólo se escucha el ronquido

de ratas y palomas,

feliz destinos para las aguas feroces

que terminarán inundándolo todo con la procacidad

de buscar un nuevo orden.

Sostuve la centella azul con mis dientes,

pero nunca me fue entregada la llave para llegar

a paraíso firme. Anduve, caí, adopté la risa del pez

con la llama y su eterno crepitar de lentejuelas

circulando muy cerca de las alas del diablo,

sólo que el mar borró, una vez más, mis huellas

sobre la arena.

Gocé de las pesadillas en la oscuridad del foso

imaginando recalar en una ribera sin la memoria

de otra partida.

Alguien torció la cuerda en medio de la tempestad

y algunos corazones frágiles escucharon el tañer

del arpa con sonrisas de vencidos a la deriva.

Nuestra suerte esta escrita: somos un amasijo

de bestias y ángeles con una costumbre enfermiza

para las tristezas y los perdones.

Sólo unos pocos siguen buscando un puerto seguro

donde recostar su espalda o una playa desierta

sin arenas movedizas.

Mientras, yo escribo e imagino bienvenidas

en este río rojizo adonde no llegará el arca

con su angustiosa manía de no alcanzar el horizonte.



Buenos Aires, sin mar. 22- mayo de 2003.





Equilibrista



A Eliseo Diego, el Maestro.



El rincón del camino se hace piel

en las pupilas del payaso,

quien aprendió a sentir un profundo rencor

por cada aplauso inmerecido de la carpa,

pero continúa durmiendo con los ojos bien abiertos

por temor al rechazo público.

Ese rincón se transforma en abrigo

sobre las espaldas del mago,

olvida sus últimos trucos frente a las luces,

anuncia conejos por palomas negras

sin ruborizarse ante la mentira inocente.

Una varita mágica puede hacerse muro impenetrable

ante los ojos del domador,

perdió la cabeza por impaciente y aún sus leones

le ayudan a buscarla....¿Fraternidad en la desgracia?

El rincón se hace caminos en las manos y los pies

del equilibrista,

quien no teme a los saltos mortales sin mallas salvavidas,

y sienta lástima por los que rinden culto a la rutina,

como si la vida no fuera caminar perennemente por

una cuerda floja.



Cábala



A Dulce María Loynaz, la mejor de todas.



También yo quise tener una cábala para inventar enigmas y dormité bajo un vientre con olor a cenizas y limón maduro. Nadie me esperó a la salida del puerto con un pañuelito blanco y tampoco escuché la feracidad de un río refrescando la rivera entre árboles sin luces a punto de fenecer por tantas sombras. Silencios, sólo silencios acompañaron mi andar de paje sin cortesanas ni bufones en cortes que sólo existieron para recordarme que nunca fui noble. También yo blandí mi espada por las causas justas, sólo que mi dardo siempre tuvo la punta mellada y hasta ciertos cristales azucarados con que dorar la píldora al enemigo. Yo también tuve una máscara que nunca usé en las noches orgiásticas de abril pues era más necesario tener guantes blancos para no mancharse las manos con tanta abulia y un pequeño espejito de lata que recordara orígenes y evitara caídas sin sobresaltos. Cuándo podrán romperse estas ataduras al borde de la hoguera sin dejar que cueza sangre en esta olla tiznada, triste remedo de la lumbre que un viajero posó sobre mi cábala. Ya no descifro enigmas y temo a la leña con olor a cenizas y limones maduros, aburrido de tanta punta mellada, guantes blancos y faroles que ya no prenden ni cuando se escucha el pregón matinal. Al parecer ya no se despierta nadie.



Oveja fuera de rebaño



“(...) honrado será el que no altere la

balanza de pesar las culpas/ y valiente

quien acepte el castigo/ y ha de crecer

quien comience a andar después de haber caído”.



Éxodo, Celima Bernal.



Vengo de desahogar mis rabias

bajo el árbol de las lamentaciones

con mi atormentado esqueleto ya sin piel

lacerante y bordado de magulladuras

a punto de quebrar el cristal que le

inmuniza de los cuervos inclementes.

A quién le regalaré la terquedad de este sollozo

y quién recibirá la última mirada compasiva

cuando el tumulto arrastre río abajo

la certidumbre que me seca.

Los amigos no imaginarán cuánto recé por ellos,

recostado sobre el brocal del pozo

donde apenas se dibuja el fantasma

de alguien que deseó crucificarme

tramando con alevosía y prepotencia

sus silencios.

De nada servirá que cadáveres y máscaras

con caras de Dr. Jekyll y Mr. Hyde,

torpemente abandonadas en el recodo de mi espalda,

intenten convertirme en el ser taciturno que fallece

o que alguien disfrazado de Dios

asesine su ternura con gestos de premeditada resurrección.

Lejos, tan cerca de la agónica palabra que se pudre

sigo almacenando la alquimia de quienes

saludan y aplauden la furia de la oveja

fuera del rebaño, ante las nuevas luces del mundo.





Uno



"(...) engañosamente se presenta como el confín

de la promesa que miente con labios de oro".



“Un bamboleo frenético”, de Virgilio Piñera.





Uno es como un fantasma que anda los caminos

con la voz apretada y las sonrisas escondidas

buscando la verdad como alquimia de

existencia

repleto de caballos cerreros/

orinando en cada almendro que relame el mar

con la firme certeza de encontrar el equilibrio

aunque sólo camine sobre muelles podridos.



Uno es el frío, la terrible doblez de la ventisca

que renueva sus atuendos

en otro cuerpo maniatado por las interrogantes,

acosado por los recuerdos de quienes reconstruyen su propia

desmemoria. Uno es tantas mentiras que no dijo/ tantas verdades

que inventó/ tanto hombre insatisfecho

en una ciudad equivocada /Uno es tanta presencia

hambre-desvelo-rama-de-árbol-retorcida-corazón-sangrante

cama-triste-noche-áspera-con olor a desconsuelo ensangrentado.



Uno es tanto nuestro padre ante el espejo, tanto preservativo mugriento/

tantos silencios dentro de los ojos/ tanto-oportunismo-enmohecido

enmascarado-a mansalva-por-las-manos/ tantas traiciones esperando

en las esquinas. Uno es tantos muros que se caen/

la insoportable desesperanza de aquellos camalotes arrojados al río.

Cuando pasa el miedo somos eso, follaje golpeado contra las veredas

verdades como putas que se derrumban en los casinos.

Uno es tantas cosas que no tuvo tanto desconsuelo enmascarado

tanta-mirada-tibia.



Espasmódico baile, bautizado mar



“Pero soy esto, la mala roca que busca

erupcionar en las entrañas del poema,

parir su libertad, sin nombres,

como un islote escondido entre las olas”.



Abel González Facundo, “La isla de Virgilio”.



La masa de agua fosca y verde me devolvió su resaca

cierta rabia de naufragio justo en medio de la nada,

como un buque fantasma que junta cadáveres

y luego los devuelve a la orilla

para que sean enterrados en el limo putrefacto.

El mar se fue amontonando en mi espalda, en mis costillas/

entre los confines de mis piernas, por tanto peregrinar

amputado a hachazos, a punta de cuchillo/ por tanto camino salobre

y espasmódico entre tablas salvavidas que desaparecen tragadas

por esa porción de líquido difuso al que todos vuelven en rito/

(recordar que sólo el culpable regresa dos veces a la escena del crimen)

para agradecer al silencio que le da fuerzas, que lo alienta a seguir

o perderse entre la multitud de la gran ciudad donde nadie repara en nadie.

En definitiva, ese es el sino de los que rompen sus naves,

partir para retornar a un muelle equivocado/

intentar reconstruir su existencia para terminar siendo ni de aquí ni de allá.

Yo también heredé una gabarra, un pedazo de barcaza

para cambiar el cuadrante difuminado a fuego,

pero nunca reparé en la isla adónde nacía,

 ni en la inexistencia de un camino de ripio para la estampida

donde esconder los infortunios que bucean algún antídoto

justo cuando cae la tarde (y todo se inmoviliza).

Entonces salgo a la proa y siento la caricia salobre y obstinada

esa música atávica del ir y venir que todo lo disipa, engulle y corroe/

lanzo mi velamen sobre las cabezas y desato los cabos

para franquear una salida del puerto, observo las bollas y tuerzo el rumbo,

puras veleidades intelectuales de ciudadano que olvidó su lugar

y ahora intenta habitar otros dominios, aunque sólo sea pura ilusión

trasnochada de alguna pesadilla no contada a su psicoanalista.

Escapo, huyo, me sumerjo, pero apenas es una alucinación

como recordar cementerios, epitafios y piedras que nunca puse sobre bóvedas,

antiguas pesadillas para cuando ya no quede ni mar, ni barcaza, ni bollas

y el muelle se haya esfumado en la neblina del tiempo.



21 de octubre, sin sextantes ni brújulas.



Puta costumbre



“(…) pero existe

esa mezcla de tiempos y fronteras

que no tiene remedio

con palabras”.



Irela Casañas, en: “Escribir en la arena sin que la ola alcance el rasgo”.





Como un humo, una voluntad de perpetuidad se rematan

En la plaza pública aquellas palabras, casi sin espectadores,

Rebotan como crisálidas deshechas contra los tímpanos-sordos

Trazan una ralla negra sobre las paredes blancas del claustro escarchado

Donde mi perro trepida de frío, ladra su celo con sinfonías atonales

Y se escabullen dentro de mi cabeza los salmos religiosos

Que repetía – desnuda - mi tía solterona para no arder en el infierno.

Dañino vicio aquel de no querer escuchar, ni en los peores insomnios/

en aquellos donde mi masa cerebral se derrite como la esperma de una vela/

contra la mesa de luz de esa pequeña cárcel, con baño y bidet,

donde hemos decidido - ojo alerta - esperar el armisticio para que deje de diluviar

y acaso salga un arcoíris que lo coloree todo de nuevo,

parecido a un tatuaje con gramática inscrito a punta de cuchillo

(en la frente traslúcida).

La otra aparición - que también se llama como yo-

ha empezado a desconocerme dócilmente/ Me imita cada día al levantarme,

se tapa la boca al bostezar, no eructa, busca el mejor dentífrico para blanquearse los dientes,

ya no actualiza su pasaporte

y se ducha religiosamente después de hacer (apáticamente) el amor

antes de tomar el subterráneo camino a una oficina gris

donde parece que también todo quedará suspendido a los laberintos

(del discurso).

El espectro se afana en vestirse con mis ropas, en conservar mi parsimonia

y se entrena para hablar con el mismo acento neutro de los sin fronteras.

Luego – a mis espaldas - se muerde los labios por su olfato

y adopta semejante hipocresía de corrección política.

Cada tanto le oigo decir como si escupiera una pedrada:

“hasta aquí llegó la vida”, con un dejo de advertencia y desapego,

Como si pudiera no hacer oídos sordos a tanto nihilismo

Que intoxica el cerebro e inmoviliza las piernas.

Entonces vuelve a aparecer el humo como una exhalación

Un linde, una orilla en mapa asediado por el adversario

Para sentir el peso de mi culpa ardiendo en un brasero apagado

e inmediatamente recuerdo ese coraje de náufrago con que me parió mi madre

y aquellas bendiciones de mi abuela cuando pensaba que ya no hablaría irremediablemente

como el resto de los chicos de mi edad porque al nacer no lancé el estridente berrido de llegada.

“¿Apocado o mudo?, se preguntaba ella

y me daba aceite de hígado de bacalao para enjuagarme las cuerdas vocales

y sacarme alguna palabra,pero sólo conseguía una mueca de asco/ una aversión,

un sudor en el labio que todavía me dura cuando debo ingerir algún fármaco.

Es ese el momento de salir a la dársena desconocida

y arrellanarse sobre el silencio, donde a veces pareciera

que nunca termina la plegaría y nadie sabe en que isla o marejada

puede aparecer su alter ego con esa puta costumbre de sentirse un emigrante.







Buenos Aires, 24 de julio, frío y calefacción insuficiente.





Noche de Pesaj



"Mi corazón no es una puerta,

sino el recurso de los fusilados,

una pared endeble y arañada,

si acaso".

“Poema XXXII”, de Juan Antonio Molina)





En el marco de la ventana está la copa de vino/

circuncidada con el mejor licor sangre de Cristo,

allí yace pese a los socavones de la noche

y la lluvia de agua bendita que cae de un cuadro crucificado

en el dintel de la puerta.

En la esquina de la máscara para sostener nuestros silencios

está el recipiente con sabor a uvas amargas para el profeta Elías,

que pasará entre las sombras a beber del contenido y seguir su camino.

A cambio nos dejará como testimonio de su existencia: la copa vacía,

esa implacable luz que no consigo apartar de tu plomiza calma.

Tengo para regalarte en esta Noche de Pesaj un pez que me traje,

para recordarte siempre mi desdicha por no tener un mar

que apacigüe el aliento.

¿Qué puedo hacer si me equivoqué de rumbo y siempre sentí hostilidad hacia

los cuadrantes y los mapas desplegados?

Nunca supe que en esta vitrina estaba ausente el mar

para eternizar las palabras.

Tengo para entregarte estos dos lápices con que escribiré de las peleas

y las lanzaré al fondo del pozo para sostener los sueños que naufragan

entre las brasas y el aleteo agónico de las mariposas que socorren la terraza.

Hablo de un tiempo de raras celebraciones y liturgias de mazapán

que se escabullen entre los visillos de nuestras borrosas ventanas.

Pero el reloj transcurre como el silbido

de un tren que sube una escarpada colina sin dejar rastros/

sólo la quieta huella devorada

por los huesos frágiles de estos tontos amantes.

No quiero que anochezca sin mirarte de frente

pues siempre cargo con estas valijas

hacia mi propio encuentro y aún queda abundante vino en tu sabio nombre.

Estoy moviendo a la deriva mis huesos dentro de un túnel

y la canción de las cítaras es engañosa.

Sobre las claras tempestades homicidas temo mucho

que lo dicho ya lo hayas escuchado en otra historia.

Eres tan inocentemente torpe que no consigues entender

que cuando cruzas los brazos sobre tu pecho soy yo el que resucita.





Ala rota



"Soy el pez de la bahía/ el de las corrientes grises/

el que amanece otra vez bajo los barcos/ o bordea la

costra de petróleo en el diario desuso de la vida".



“Apremios” (1989) Ada Elba Pérez.





Hay un rostro de ángel arrebatado de equilibrio

harto de la oquedad de los discursos y las herejías,

develando su torpeza frente a los espejos,

cerrando portazos ante algún asomo de ciudad húmeda

perdida en un pasillo intransitable.

Cansado ha venido a intentar su último ascenso

su despegue/ antes de estrellarse contra el diente de perro

y la palabra inválida de cierta ala sujeta a una cabeza,

al borde del precipicio y la colina.

Hay un rostro amarillo desde su retrato

hinchado por el miedo que le cuece la pupila.

Nadie salvará su caótica plenitud de crisantemo roto

su sediento vagar por los confines del mundo

tras el polvo extraviadamente gris

de una sospechosa despedida.

Sus sueños no volverán a tener aquella vocación de altura

aquel existir de cometa blanco de domingo,

frágil memoria de vuelo roto hasta el cansancio,

angustia de pájaro acorralado por el rugido del mar.

Después sólo escucharemos el eco peligroso y la caída,

cierto derrumbe danzante que no alcanza el equilibrio,

pretexto vacuo para erigir un monumento de hélices quebradas

en medio del camino.



Buenos Aires, 26 de julio de 2001.



Imperfectamente la nada



“(…) el ojo lascivo/

socavando la pesada mugre del tiempo/ enamorando”.



David, de Francisco Morán.





Ni siquiera fantasear que existe algún deseo/

una metáfora perdida en cierta esquina opaca.

Ni siquiera imaginar que haya arrojado su cuerpo

en el camino, despojado sus ropas, saciado su sed/

en el vino ácido de un cántaro roto,

donde atan sus tristezas los bienaventurados de este mundo,

los peregrinos.

Yo conocí a cierto señor con embarcaciones de poco lastre/

las bendecía con los reflejos proveniente de algún faro fantasma

en la medianía ignota de una isla con mala prensa/

las lanzaba al mar con la furia de Odiseo,

sin pensar en algún puerto seguro

sólo en un derrotero ilusorio fuera de sus costas,

en una escapada a tiempo.

Somos imperfectamente la nada/

esa luz irreflexiva que lo cobija todo

sin pensar en los animales cabizbajos que van al matadero.

Somos imperfectamente la vigilia/

las escaramuzas y equívocos de algún pescador

que se pierde en la inmensidad que lo eterniza.

Somos la nada imperfecta/

un grano de arroz tendido al pie de un plato de lentejas rancia

que nadie come/

peces claros que saltan dentro de la tarralla y el morral

para terminar sin cabeza, puestos en orden de prioridad

en alguna sartén con poco aceite.

Somos imperfectamente el deseo

el impasible ocio que atraviesa la ventana

para dar luz a un velador estéril,

donde alguien lee este tonto poema

imaginando marineros y putas que invitan a beber

sin aliento en ciertas tabernas con puerto oscuro de fondo.

Siempre el instante imperfecto del encuentro/

eternizará el incurable hedor a tregua en alguna cama al amanecer.



27 junio de 2005.

Buenos Aires, día húmedo si los hay.



Un lugar en este mundo.



“(...) en un lugar arcaico y sin orillas”.

De Juan José Saer, en “El arte de narrar”



Silencio se quiebran los horcones carcomidos por la humedad

prolifera el musgo verdinegro de la soñolienta despedida.

Los párpados caen como el telón roto de un desaparecido

circo de barrio

donde el león fue muerto en combate y terminó en las fauces

del payaso/

allí donde la explosión hizo añicos los trapecios de la retina

y cierto olor a muerte se hospedó en el umbral de nuestra carpa.

El azar, esa desnudez de agua mansa para saciar nuestras sequedades

busca su resquicio dentro de la casa vacía./ desciende las escaleras

y se pega a la bóveda del techo/ se apaga el fuego del hogar sin leñas

de la sala.

La pereza desciende por las paredes despertando a los ruidos

que deslumbran por su decantada precisión.

Inocentemente se crucifica la tarde / deja su lugar en el zaguán, donde

el viento bate el tedio de la aldaba sorda y herrumbrosa.

Después tan sólo el paraíso/ un estrépito de vidrios rotos/ cabezas

envejecidas en pasadas primaveras / reuniones que se

prolongan sin acuerdo alguno/ desarmaderos de autos que ya no van a

sitio alguno.

La luz atenazada por la limosna de los que no encuentran su lugar

en este mundo.



¿Cuento de hadas?



“Qué difícil ser humano y estar lejos”.

De Casa vacía, Odette Alonso.



Yo que no vivo en Escocia/ y no he visitado nunca un cementerio de hadas/

ni he estado a punto de tener una doncella del verde color de los bosques/

ni guardo en mis bolsillos la dicha de la eternidad/ y tampoco conozco el

misterio de las conexiones pasionales entre hadas y hombres/ ofrezco mi

triste ordinariez y mi paciente espera/ para las sacrosantas noches de incomunicaciones clandestinas./ Yo que no nací en Escocia/ ni he visitado nunca un cementerio de hadas / extravié mi dulce paciencia tras el vértigo de tus inseguras alas/ y las pifias de nuestras inconsecuencias y disculpas no confesadas./ En definitiva, ya muy pocos creen en las hadas/ y Escocia sigue siendo un punto remoto e invernal/ que las guías turísticas se empeñan en seguir presentando como el mejor paraíso para los seres humanos.





Sincronía vital en cautiverio



Un pequeño pez se me escurre de la boca

Aletea casi vivo y se zafa de nuevo de mi anzuelo

Antes de caer oblicuamente al agua inerte

Que lo volverá a entrenar para que no pique con gula comida extraña,

Maldigo, intento capturar con impaciencia y bromeo con que vuelva a aparecer

Pero no sucede porque preferirá morir de hambre

Aunque – como decía mi madre – el pez por la boca muere.

¿Será que juego a la grulla con las patas mojadas

o sigo metiendo la cabeza en el agua para no ver lo que ocurre?

El paisaje se torna resbaladizo, anómalo y hasta con olor a captura barata,

Pero yo sigo pensando en mi peje que no regresa a danzar entre

El espejo de agua opalina y mis piernas que se resisten a estancarse.

Una rana salta de mi boca y se mantiene callada, muda

Gira y tuerce su camino buscando algo que no halla,

Teme ser devorada en esa ley de la selva en que se han convertido las palabras y los disimulos. Mira de lejos y advierte tarde que un pico

de pájaro la destrozara irremediablemente,

Para continuar esa cadena alimentaria, apodada sincronía vital.

Verdinegra la rana se agita agresiva pensando en su mala suerte

y muere del susto…el pájaro la desecha, pues no está acostumbrado

a comer animales indefensos e inertes. Su pasatiempo está en la lucha,

en ese cierto temblor que provoca el salir a buscar el alimento

cerca de una charca insular que se quedó paralizada en el tiempo

pero donde aún hay animales extraños que pugnan por quedarse

y su instinto de conservación es lo único que los mantiene vivos.

En mis ojos se amotinan un grupo de lagartos en cautiverio

Intentan rectificar un paisaje que se ha tornado gris en demasía

Despiden olores de reptiles en celo que buscan vírgenes árboles

Donde recostar sus largas colas y sus ingenuas cabezas.

Un silencio se apodera del espacio, petrifica los cuerpos

Y mis lagartos caen bocabajo al pretender volar para salir huyendo.

Entre mis piernas ha crecido un flamboyán de vivos colores

Se mece alegre aunque no haya rocío que lo bañe

y pide a gritos su pasaporte de vida: algún nido para sentir el gorjear de los cascarones rotos. Entonces el cielo se contrae y un tornado

lo desclava todo de cuajo. Chorrea un agua compacta con sabor a memoria

y el ciclón embiste con fuerza borrando del mapa el pequeño islote.

Sólo queda en pie una ceiba con un cartel clavado en su tronco

donde puede leerse con muchas faltas gramaticales:

“la conplicidad es una henfermedad que mata como el cilensio”.



Buenos Aires, 8 de noviembre, sin cartillas ni tornados

que depuren.





Aguas baldías





“Hay ausencias que son como el olvido/ que empolvan madrugadas y semillas

que se fueron perdidas a esos mares/ donde nunca podrán ganar la orilla. Hay ausencias que rozan con el alma/ mariposas celosas del espacio, austeras, prisioneras de las flores/ que te ponen su miel para los labios (…)”



“Ausencias”, de Liuba María Hevia.





Tengo una omisión posada entre los ojos, un destierro

Que sale a rondar confusiones, como arpones contra un malecón blanco,

Agua mansa - agua viva - agua fétida y muerta que revuelve

Como una bestia enferma eructando aprensiones y pesadillas

Cual parodia terminal para rematar entre balcones vacíos y fantasmas

próximos a caer ante la mirada ejercitada en la ruina.

¿En qué se ha convertido nuestra ciudad yerma/a-islada?

Afuera sólo se divisan estatuas huecas, almas pétreas

Herrumbre con hedor a orín y paredes fracturadas

Que ya no podrán cimentar jamás aquel delirio de los dioses.

Mis alrededores están enceguecidos por tanto azote-fiebre de la noche

Que alguien bautizó (con poesía sarcástica) macula lunar;

La incorrección nos redime a pesar de las voluntades en pugnas

Y una gran carcajada-algazara-jolgorio se hace presente.

¿Quién muere con la lluvia como una palpitación extraña?

¿Quién echa su canícula que se esparce entre los huesos de la espalda?

¿Quién fatiga los claustros con la insana intención de conquistar un cuerpo vacío? Entre mis brazos y tu vista confusa se ubica un nubarrón turbio, una puerta violada que ha terminado por convertirse en telón enlutado, en líquido fecal que circula calle abajo. Apenas puedo retener tanta podredumbre, mitigar tanto légamo que ya amenaza con salinizar mi corazón/ con paralizarlo de ausencias, con quitarle integridad. ¿Para dónde vamos confundiendo esa frontera?

¿Quién será el héroe que edificará otra imagen que recuerde menos a un naufragio en aquel estrecho de agua baldía, donde nada es permitido.



Buenos Aires, 15 de diciembre 2010.

(Entre canciones que faltan y distancias).



Una gélida gota de café



“Ahora que no hay nadie,

pienso que las cucharas quizás se hicieron remos para llegar muy lejos.

Se llevaron a todos, tal vez, uno por uno,

hasta el último invierno, hasta la otra orilla”.



Olga Orozco, en “Señora tomando sopa”.







La piedra-centinela desgarra el vaho blanco de la mañana posible

Se mimetiza con el frío y acaso acabará escondida, como tantas otras,

En todo lo que huela a miedo, a extravío, a invitación dentro de mi taza… la brizna pone su dedo sobre la porteña calle Perú y copula

tras el cristal-mampara en el Starbucks Coffee,

donde varios atlantes sostienen perseverantes el centenario edificio,

Y apenas alcanzo a divisar el agua nieve que cae

entre la ranura del tiempo y las alas de una paloma como intentando repetir aquella noche, en otro café, pero en Venecia, cuando el goteo imperceptible del agua helada contra la vieja luminaria de luz opalina, casi una candileja de nieve, nos hizo gritar en éxtasis… Entonces vuelvo a pensar que sólo los amantes tardíos pueden darse el lujo de agua nieve en la ciudad de los 354 puentes y las 118 islas. Algún que otro recuerdo distante se asoma,

surge entre las nieblas del músculo cardiaco………enfila sus cauces y derrama un líquido escarlata que se adhiere a la lengua. Y es que mis ojos se siguen resistiendo a los encuentros de cafés en las grandes ciudades.

Estiro la mano para intentar coger eso que se desvanece,

como lamento helado con sabor a pócima árabe y apenas acaricio una gota gélida que se diluye – como la vida misma – entre el parpadeo que me despereza y el olor de la harina horneada que viene de la cocina

donde acaban de prender todas las lumbres del mundo.

Fuera remordimientos… fuera quebrantos acumulados...fuera intemperie,

Mientras hago remolinos con mi cuchara dentro del líquido ambarino,

Lo saboreo como quien bebe un caldo de semillas amargas que me dejan sobre la pequeña mesa para enterrar el tiempo muerto que se ahoga en el fondo de mi infusión. Borrón y cuenta nueva, será hoy el secreto para que todo cicatrice y duela menos…. para que todo se pierda en el frío de afuera que manosea el azogue y decolora el entorno que sólo yo desempaño con dificultad como quitando una sombra que todo lo eclipsa…..hasta mi respiración seca.

Si tan sólo pudiera remendar la torcedura que dejó la expatriación,

como quien zurce un pañuelo de seda tejido por mi madre,

dulcificar su efecto, olvidar su ponzoña… perder la memoria dentro mi pocillo de café. Aprieto los dientes como buscando calor interno y me sumerjo en la escena que transpira cierto ruego a toda la canela azucarada del universo,

entonces no soy más que un ignoto hombre inmóvil….absorto y desterrado

que escucha curiosamente la procesión que está por pasar frente a la ventana.



Buenos Aires, tres grados, aguanieve. 6 de junio 2012.



La expiación





“Hablo de todas las horas y de todos los días

y de todas las estaciones y de todos los años”.



Héctor Viel Temperley, en: “Bajo las estrellas del invierno”.





Escruto las sombras-fantasmas que el tiempo ha tachado

Sobre el espejo oxidado y enfermo

Que descansa como culo del mundo sobre la pared de mi cuarto de baño/

Espejo traidor- espejo canalla- espejo cómplice- espejo campo minado.

Sobre el cristal brillan en ráfagas los ojos que todo lo han visto

Y que hoy quieren ser degollados sobre la hoja de afeitar,

Los miles de candiles turbios que todo lo han verificado,

hasta las poses más profanas e incómodas,

los cientos de pelos minúsculos que han caído bajo tantos pies anónimos,

las decenas de píldoras embutidas para intentar dormir…

los cientos de profilácticos expulsados por el sanitario,

acaso como todas las lágrimas vertidas en este cosmos organizado

con sabor a perdón y náuseas/

Lágrimas procaces- lágrimas de cocodrilo- lágrimas mariconas.

Qué vigilia esta de tantos años, qué agudeza y tolerancia

La de mi madre cuando me llevaba con tres años

a ver pasar el tren para que tomara – entonces –

sólo dos sorbos de leche y no muriera de inanición,

Quizás hubiese sido preferible no tragar entonces… zurcirme la boca

me habría ahorrado tanto hastío y despedida vana,

tantas excusas y extravíos/tanto espanto delante del azogue,

donde siempre poso como un alma en pena,

sangrando nuevamente por la nariz

y con la presión que se desata (muda y tramposa) para matarme.

No deseo seguir escuchando los latidos sobresaltados

de mi corazón contra la pared húmeda.

Ansío gritar una oración que arranque todos los desconsuelos de este mundo, pero nunca aprendí a rezar en vano, ni por puta me lo enseñó nadie.

Llevo hincada sobre la espalda un par de alas que ya pesan, que disimulo

Para que no se noten, que rebano de cuajo a diario para no ser diferente

Pero que vuelven a salir -como por acto de magia - antes del alba,

Entre sudores congelados y fobia a las alturas.

Beso la paz del cristal del baño e intento que no me vuelva a engañar,

Pero otro espantajo se asoma y tomará mi mano pálida

¿Será que mi tiniebla ya no precisa de artificios?

Quedó desnuda y vuelca toda su turbiedad en la tormenta de una bañera

Por donde volverá a brotar un agua traslúcida

Que borrará las culpas y mojará mis alas grises

En señal de expiación y flacura de espíritu.



Buenos Aires, 28 de junio/2012

(Esperando una cena que no llega nunca).



Amarga cosecha



“(…) combada el alma,

...........su mortal sosiego,

...........embarga del recuerdo el arco efímero (…)”

Heriberto Hernández, en “Quaestio disputata”.



He navegado entre los agujeros de la noche

Como una gota de lluvia que resbala turbia

Y salpica los pies de la cama, el despeñadero de otras pupilas,

He transitado los días más oscuros con los ojos vendados

Y sin bastón donde recostar el alma asustadiza,

Y en ese andar sólo he recibido retazos… pequeñas ausencias

Cuadernos emborronados… cartas que nunca traen remitentes.

Quizás por ello venero todo…. hasta el asco

Dentro del vacío sideral que me ronda,

Donde imagen y hombre glorifican su caos y se hacen trizas

Regurgitando espasmos y contiendas anuladas,

Mientras arcángeles y demonios ya no edifican territorio alguno,

Sólo ciertos temblores y un aire de cava húmeda

Con hedor a fastidio y maderas añejas

Termina por inundar hasta el cuerpo esponjoso de mis huesos.



Convertido en personaje y sombras temerosas

Ya no miro las tinieblas de mis ojos y dejo pasar estos días

Entre sopas de cabello de ángel y vino en Tetra Brick,

(Distribuidos a mayoristas para tiendas ignotas)

Con tufo a insomnio y depredación trasnochada.

Desde el cuarto contiguo escucho: “Strange Fruit”,

Un jazz evanescente que Billie Holliday gorjea narcotizada

- como un rezo -

Y retorna la sensación de estar a los pies del árbol sureño

Con la soga puesta al cuello y el repentino olor a carne negra.



La amarga cosecha se ha devorado a destiempo

En los secos campos de vides norteños

Donde el granizo azota inclemente y lo descuartiza todo,

Y este año con seguridad no se llenarán hasta el corcho

Las botellas granates que apuraremos en las mesas.

Y es que todo resulta tan insustancial, tan sinsentido

Que he empezado a escrutar dentro de mi propio músculo cardiaco

Y mi espalda arqueada por el peso de los años,

Esa giba cansina que terminará ahogándome.

Estoy longevo, hipocondríaco y me duelen los pies,

Pero no hay rencores ni aflicciones

Sólo una pizca de amargura resbala tonta hasta caer sobre mis mejillas

Que arden de tanta travesía vana y tanta ausencia

De tanto atravesar los agujeros de esta modorra interminable.



Otra orilla



“Nada es una palabra/ inventada por Dios

para escupir su desprecio.

Yo soy la palabra de Dios”.



“Nada”, de Francisco Ruiz Udiel.







Este puerto no será más una nada inconfesable, una isla blanquecina, si acaso un pequeño hedor a lluvia y frío, una exhalación amarga sin cabos donde atar las olas, ni barcazas donde esconder

(toda la soledad crispada de este mundo).

Aquella playa no será más la huella donde quedar tendido, la semilla improbable cuando todo parezca trascender la herrumbre que mutila y carcome aquel encuentro. Mis palabras no serán más la anunciación de otras constelaciones, de ciertos desentonos donde borrar la tristeza de aquella canción que hablaba de fantasmas expulsados,

(frutas renegridas y abandonos),

Que ahora irrumpen mustios desde el fonógrafo de la sala.

Cierta ventana que daba al mar no será más un hueco para recostar

La Mirada cuando todo acabe y sólo quede esa tiniebla para agrandar las sombras que acompañan al peregrino dispuesto a cruzar a la otra orilla.

Porque las existencias ya no pueden transcurrir serenamente entre

un retazo de refugio con olor a guayaba verde y una playa sin ventanas.

Cierto atardecer con fiebre y modorra no me recordará más a la abuela, ni su sillón quedará esperando para mecer a la madre cuando se vuelvan a animar los chismes entre las vecinas en medio del patio familiar,

Del que aún siento el olor del aljibe y el soterrado silencio de las mañanas

Cuando parecía que el mundo se paralizaba y sólo se escuchaba la campana de la iglesia a punto de reventar la torre blanca.

Intento olvidar. Intento edulcorar la espera con un vino granate. Tanteo el escurridizo aire insular que ahora me llega atávico contra el rostro, casi pétreo, con la misma dureza de antaño, simulando otra nueva frontera.

Así… como desenterrando un rostro que ya no alcanzo a recordar.



Buenos Aires, 10 enero 2011.

(Un final de capítulo con menos espontaneidad).









**SEGUNDO CAPITULO: Itinerarios /Fronteras





“eres aquel que vuelve

a borrar de la arena la oquedad de su paso;

el miserable héroe que escapó del combate

y apoyado en su escudo mira arder la derrota”



José Emilio Pacheco, “Éxodo”







Errante borrasca en sitio ajeno.



“(…) el cuerpo volverá a ser un jubileo, una acción de gracias (…)”



Abilio Estévez, “Manual de las tentaciones”.



Elegir entre un espejo y una puerta

entre un pequeño cristal con azogue y una astilla ligeramente vana,

sortear ese ínfimo resquicio de libertad que sorprende,

sobre todo viniendo de confines geográficos desdibujados,

de archipiélagos en estampida, de tierras que el viento esparce

huracanadamente como aquel eufemismo dicho de consuelo

(ante la primera arruga en el rostro);

preferir cristal o añicos, leña de árbol caído o vanidad narcisista.

Y si por alguna malsana casualidad (que también causalidad)

detestara las alternativas, los concilios ante el vidrio inerte,

empañado del vaho cálido de la ducha o el susto ante lo desconocido

que llega, que se asoma con rostro de duende

o las interrogantes excesivas conducentes a la nada

a la espiral de un destiempo nuevo que se calcina bajo mis zapatos.

Me desvisto frente al cristal y no quiero mirar

los signos que la intemperie almacenó bajo mi abdomen

no deseo advertir mi piel reseca, cuarteada por la falta de líquido y colágeno

mis párpados caídos y cierta carnosidad bajo mis ojerosos fulgores,

las noches de vigilia dejaron sus huellas visibles

ciertas señales de un imposible reverso.

Y pensar que nos pretendíamos Todopoderosos,

en permanente equilibrio, inalcanzables machos cabríos

que desandaban las calles (en irreductible aventura)

y todo aquello era otro acto de magia, otra premonición a destiempo.

un relámpago en sitio equivocado, una borrasca en el horizonte.

Cierro nuevamente la puerta para dar cabida al secreto y escucho

por única vez tu voz acorralada, la falta de aire en tus pulmones

y aquel gesto de: “ya nada me turba, voy camino de la muerte”.

Observo el ventanal del cuarto y veo pasar tu sombra, tu alma en destierro

como una fulgor de quietud, tal vez una nimia reliquia oscura

que vaga errante por aquella casona desmantelada

(sin hipótesis de regreso cierto).



Buenos Aires, 14 octubre/2009, entre el tedio y la sombra.





Oraciones en el pabilo de la vela



“Cuántas veces has tenido que beberte las lágrimas de hiel

de no ser puro como un ángel”. (*)



*Cintio Vitier (1921-2009), en “Examen del maniqueo”.





Lo queríamos todo hasta la “carne de los dioses” (*)

y nos contentábamos con vivir entre relámpagos y peces

frente a aquella bahía turbia que parecía regurgitar sus tumores

y sus procacidades abruptamente, sin darnos tiempo al respiro

hondo, a la salvación redentora, a la salida a la superficie.

Jugábamos a inhalar todo el aire salino del maderamen/

mascarón de proa-isla a la deriva sin cuadrante ni destino fijo.

En constante crepúsculo intentábamos llenar las alicaídas alforjas

para la hora de la cena, sólo que la familia habitaba varios archipiélagos

y el cónclave no era permitido por razones de distancias,

de fuerza mayor, de salvoconductos que nunca aparecían

ni en las horas luctuosas.

Tampoco teníamos mucho que llevar al exánime paladar, que

extrañaba los dulces caseros y los asados de la abuela,

pero eran otros plazos y nada se podía hacer más

que engatusar la panza, tener paciencia y rezar.

En la cocina se escondían los menguados víveres

para la hora de las tempestades e ingeríamos a cuentagotas

pequeñas raciones de guerra que alcanzábamos a comprar

en el disciplinado mercado, con dinero proveniente de la vituperada

y salvadora diáspora familiar.

Las comunicaciones resultaban tan caras que apenas podíamos

con esa sensación de orfandad de la que intentábamos

sobreponernos (estérilmente), entonces éramos sacudidos

del letargo por los dioses con sus carcajadas heréticas/

sus palabras de amargo dulzor y algún que otro cadáver exquisito

(ahogado en una mazmorra de clausura).

Las letanías de palabras desde algún periódico intentaban

sentar dogmas cuando la salvación no estaba en exhibirse

por el mundo con la desvergüenza de quien tiene poder testamentario

y pondera su suerte en ese ejercicio del afuera, de simular ser Dios.

De noche las fuerzas del mal jugaban a desatar adversidades/

a alejar los números de la suerte entre alcohólicos de zaguán

y muchachas que exhibían sus labios rojos como un carnal instrumento

de fajina y ponían anuncios calientes en páginas web

con el deseo de encontrar algún aristócrata sin escudo familiar,

pero con pasaporte europeo que las rescatara del tedio y la inanición.

Un mal augurio lo histerectomizaba todo

y nuestros hijos tatuaban en sus piernas

aquella bandera de tres colores que ya enrumbaba esquiva

al fondo del mar…pero había que respirar,

aunque más no fuera un bocanada/ escapar de aquella rutina-amorfa

y sólo quedaba la ficción, seguir diciendo torpemente:

“¡Seremos como el Che!” o “¡Patria o Muerte!”, con el desconsolado y engañoso:“¡Venceremos!”, sabiendo que el territorio

de la luz estaba en eclipse creciente y condenado

– ya nadie lo dudaba - a la colectomía por tozudez senil.

En la noche arder como signo perpetuo de cualquier hoguera

nos llenaba de pájaros las cabeza y rescatábamos la fe en el silencio/

entonces creíamos que aún era posible la esperanza en el pabilo de la vela pero nuevamente el vendaval mudaba sus halos

batía con furia sobre la llama y la luz vaticinaba otra nueva ausencia.

En esa desazón cielo abajo se nos iban los enojos, tantas treguas,

tantas oraciones, se extraviaban las respuestas y los límites buscaban

sus resguardos en otra habitación con espantos de sombras.



Buenos Aires, 3 de octubre, sin estampita alguna.





Retrato de voyeur con almendra madura



He sentido los pasos del éxodo entre las huellas de otras manos,

- parecidas a las mías-

agazapadas bajo el cono de sombra, intranquilas por las turbulencias del avión

cuando todavía buscaba una razón, un ligero consuelo a tanta partida,

a tanta casa vacía, archivos resignados y documentos acuñados inexpresivamente.

He llorado de frío dentro del lecho escarchado de aquel hotel

 donde una nevasca no alcanzaba a apagar la vela tótem

(semi-caliente y quieta),

que desparramaba su esperma mortecino,

como esa luz del farol que se derrapa hoy intermitentemente

desde la calle sobre mi cuarto / alucino con un sudor naufrago

entre enanos de Liguria que no llegan a acomodar un nuevo rincón.

Emerjo en cada madrugada cuando los pies me pesan como cemento seco/

la oscuridad a sorbo se disipa sobre la cama y la alfombra…

 entonces sólo alcanzo a avistar aquella aguja herrumbrosa

 con que mi madre cosía mis medias rotas

de tanto andar en el patio del limonero macerando azahares.

Ah, Dios mío, si tan sólo pudiera voltear el almanaque treinta años con mi máquina del tiempo

 y volverme a asomar inexpresivo y sigiloso a la ventana para contemplar la cotidiana escena

del viejo Buick verde loro saliendo del garaje y mi perra Katiuska tranquila

con cara de nunca me abandonen esperando saltar al asiento trasero, camino de la finca en Candelaria.

Ahora subsiste una sospecha única, que se debate entre otros rostros familiares,

un son del hechicero que escucho a fuego en las noches repetidas,

atávico gesto que denuncia cierta certeza fútil como el agua,

el fuego o el color de aquellos ojos de mi madre sin idea de tiempo.

Vuelvo a rebuscar su contorno clandestino, aquella sonrisa, aquel tedio de voces,

 cierto discurso germinado y únicamente encuentro palabras repetidas

y una gota de lluvia que no alcanza a empañar ya ni mis pupilas cansadas.

Un murmullo de hojas resecas, con olor de mango dulzón podrido me seguirá persiguiendo,

junto al amargor en la boca de la almendra madura que manchaba mis dientes.

 El camino ha sido revelado: errático, de inconfundible sello mortecino

como el eco de adioses que siguen repitiendo mis oídos

 y aquella imagen de cal y bruma contra la verja que me acompañará de abrigo

 cuando ya no queden ni trazas ni penas para contemplar y almacenar

como extraña idea de tiempo peregrino.





Buenos Aires, regreso de frío polar, 28 septiembre 2009.



Intento a medio camino



“(…) voraz imagen de ir asumiendo la falta con impía libertad”

“Los símbolos que la nostalgia avizora”, de Ihosvany Hernández.



Desdibujada la mano se deja

posar sobre la ingle,

ese espacio de la rutina que

alguien deja entrever con lascivia

hurga, escarba, se adentra, remueve, excava

terminando humedecida y pestilente,

pero henchida de gozo, como la primera vez.

Quiere negociar esa leve fricción interna/ casi dolorida

el goce pecaminoso, la oquedad perpetua

la intromisión vulgar hasta donde pueda llegar,

y el desolado poeta ausculta-curiosea-degusta-olfatea

para después sentarse a llenar- tantas veces lo ha hecho-

de vaguedades y caligramas

el pequeño papel-pantalla-cono de luz,

que luego permanecerá amortajado

sin ilusión en algún melancólico archivo

cripta anónima, pasadizo ignoto... el primer descenso a los infiernos

hasta llegar a la morada final: la papelera de reciclaje de la PC.

pero como los otros también tendrá su cuarto de hora.

¿Qué lo inquieta tanto y le saca los gestos más tímidos

las desazones adolescentes que sus 49 años habían olvidado?

Parodia y explora mientras busca las palabras que se travisten

en rito oscuro, en cierta mudez que aprendió a temer y

maldijo tantas veces cuando las voces quedaban atragantadas/ desnaturalizadas/ sin consuelo ni talento

en el socavón de la lengua, en la campanilla pétrea o el cielo de la boca

entre el pus de las amígdalas con deseos de exorcizar figuras

allí donde sólo asomaban la simulación, el retozo y la acechanza.

Pero, una vez más, el intento de poema avanza,

se detiene en el vértice

entre una almohadón con funda de lino blanco

y cuadros desnudos en la pared que ya nadie percibe.

Entonces la rima se quiebra, consigue acercarse a la

originalidad mundana, sin plagiar a nadie, sin lecturas clásicas

y vuelve a resucitar, calza nuevos ritmos,

se sacude, excita y aúlla como colegiala virgen antes de

desfallecer irremediablemente, convertida en parodia vernácula,

(como la vida-existencia misma),

justo en el segundo en que casi conseguía llegar a la frontera

a esa perfección lacerante que sólo alcanza una mano sin diálogo,

que se adentra furiosa más allá de donde debiera.



Buenos Aires, 21 de agosto 09, semana sin refugio alguno.



Agudos bemoles en tiempos de pachanga



“Di la verdad. / Di, al menos, tu verdad.

Y después/ deja que cualquier cosa ocurra”.



De Heberto Padilla, en “Poética”.





Mi hijo abre de un tirón la puerta de mi cuarto

Y se asoma al cerrado espacio,

A aquel resquicio de penumbra con vaho húmedo

Donde intento dilatar mis pupilas hastiadas

Y recuperar algunas presencias disolutas

(Entre las fotos de los fantasmas familiares de mi pared),

Y algún ramito de cedrón, que interpreta Lidia Borda,

Para ejercitar el oído entre aflicciones y añoranzas.

Dice que son reminiscencias de la vejez

Y se ríe alto, con toda la reciedumbre de sus briosos pulmones.

Mi hijo pone cara de no entender nada

Y se lanza a la calle sin temor

Feliz de la libertad que consigue día a día,

De sus rumbas nocturnas, de sus toques de santos

Entre caderas sudadas y muchachas de falda corta.

Sale con su Idde en la mano derecha

Y sus collares de Orula,

Queriendo conocer ya los destinos de todas las cosas

Preparándose para la próxima rogación de cabeza

Que le hará su Olowo,

Como si con ello fuera a recuperar el discernimiento

La calma, la concentración de la poca edad…sus intuiciones,

Y el juicio extraviado en algún libro de texto que nunca abrió

(Ni por equívoco).

Suelto, ligero de ropas en pleno invierno, con su trompeta

En agudos bemoles de pachanga

Con esa levedad perfecta de los veinte años,

Y cierta despreocupación por el azar, queriendo

Imitar a Louis Armstrong y tener fortuna rápida.

Mi hijo descree de los límites, desdibuja muros

A su alrededor todo se difumina en aventuras

Nocturnas, música en clubes porteños y escaramuzas dulces,

Con café incluido en las mañanas y camas sin hacer…

Mi hijo me dice que no ponga la alarma de movimiento

Que llegará tarde nuevamente porque grabará algún disco

De reggaeton en cierto estudio de música

Y se lleva una botella de ron porque hay que contentar a los santos,

Esgrime con desvergüenza de colegial sorprendido in fraganti.

Transpiro, exudo mucho miedo y me tumbo a dormir la vejez

Con el teléfono celular cerca, sin tierra ni arena firme para asirme

Con temblores en mi pecho y el pelo más cano.

Mi hijo no pierde tiempo… desbloquea constantemente barricadas,

Los toques de queda no decretados formalmente, sortea inseguridades,

Semáforos y esquinas en guerra, como si le fuera la existencia en

Cada escapada… “porque luego, cuando sea como vos será tarde”.

Mi hijo todas las mañanas recomienza, se ducha y se mira al espejo

Para comprobar que sigue saliendo vencedor

(De su clandestina y necesaria lucha de clases).



7 agosto/09, poema de vigilia con mi hijo por llegar.



Peaje para "difuminar" isla



“Más no hagas con prisas tu camino/ mejor será que

dure muchos años,/ que llegues, ya viejo, a la pequeña aldea”

“Itaca”, de Konstantínos Kavafis,





Ellos golpean la puerta, la tiran abajo inclementemente

las ráfagas huracanadas se cuelan por dentro de la casa paterna

(y lo tumban todo a su paso sin pedir permiso)

se despedazan los altares y los santos desnudos y tibios

caen sin quebrarse/ rodeados de un vaho a aguardiente/

a caña de azúcar, a hojas quemadas de tabaco, a palo de monte

observo cómo los funcionarios miran con recelo el álbum de la infancia,

los pocos juguetes que mi madre alcanzaba a comprar los días de reyes/

las pocas cartas que llegaban de mis tíos en el Norte,

los sellos de correos usados que yo coleccionaba para sentirme extranjero;

despedazan mi pasaporte (siempre lo hacen, es un método)

terminan por lanzarlo a los tiburones,

“pequeños privilegios” de vivir rodeado de mar

de acertijos que ya nadie intenta descifrar /de canciones revolucionarias

que conminan al combate, cuando la guerra siempre está anunciada

y los enemigos siempre pueden llegar, pero nunca se personan y sólo

mandan a sus emisarios.

¿Será que olvidé pagar mi cuota de peaje patrio y estoy en mora?

Mi encerrona insular siempre funciona

para aquellos casos en que la libertad se convierte

en un viaje-escapatoria/ salida de emergencia,

en un permiso de salida, oración dicha de rodillas

(antes de la partida)

mirando aquellos ojos de madre desde la reja de casa, esa clarividencia

que recrimina pero termina perdonando cuando ya poco se puede hacer

....más que huir o cerrar los ojos para siempre.

Afuera alguien grita el Himno Nacional y recita poemas de José Martí

pero yo sigo sin prestar atención/ los cánticos de alabanza me hartaron/

siempre recelé de las voces altisonantes y afinadas

imprudentemente monocordes.

Entonces empiezo a enterrar lo poco que me queda, lo superfluo que me rodea

la mordacidad de los mensajes que escucho en mi contestador

los dobles discursos, que cada día se me atragantan más en el gaznate.

Adentro, rebano a cuchillo mi carne, la macero con vinagre y sal

y escucho un viejo bolero-antídoto que “me salve la vida y me cierre la herida”,

(si es que pudiera hacerlo... como si fuera tan fácil)

adónde me refugiaré esta vez si ya no tengo tiempo para otra estampida,

mis padres partieron y quedé exhausto,

(demasiada Padrenuestro-vano sin conseguir los tres deseos)/

Ante la casa sólo queda la polvareda de tierra roja

el hollín-estropicio que ciega, la muerte

y aquella foto familiar en el living que ya nadie recordará.

Efigie esperanza---tatuaje pegado a las retinas descoloridas

diferendo que no cesa---atavismos centenarios que perduran...

islote difuso que navega a la deriva con temor al naufragio

sabiendo que es el naufragio lo único que existe más allá de sus costas.

Aún mi perro ladra con ira e intenta huir como todos (todos se fueron ya)

pero no me quita los ojos de encima/

otra ausencia fingida me volverá a llevar al lugar del comienzo/

aquella casita-islote en La Lisa que yace dormida a la intemperie,

cerca de un yate remoto que mi padre agujereó

y dejó podrir en el mar para que no se lo quitaran

con un rotulo en su proa que decía: Iraida, fantasma que

ahora volverá a escapar para seguir llegando al sitio equivocado

-sin que nada quede –.



20 abril, 2009; Buenos Aires-desde el ático.





Polvo de tiza



“Estoy entre el Ser y la Nada,

estoy entre el veneno y mis antepasados.

Nada tengo que declarar, excepto mi Muerte”.



Virgilio Piñera, “Muerte del príncipe Fuminaro Koyone”.





Manchado de orín por la estampida de un relámpago

con cierto tufo de geriátrico, de pañal descartable, mal oliente,

caigo sobre el colchón del camastro inexpresivamente perturbado,

con cara de espíritu condenado al silencio, en shock

(vaciado de contenido, mutilado por viejas mordazas)

sacrificado por aquella sentencia de que los varones no lloran).

Desguarnecido rompo las tijeras con que me circuncidaron/

frente al espejo del patio donde padre se afeitaba/

me ahogo en la taza larga de café que mi madre preparaba

(a la hora de la escuela)

cuando no había leche de vaca y el polvo de la tiza del pizarrón

se confundía con el mítico alimento infantil/

era otra de las tantas simulaciones a que estaba sometido

pues ya tenía más de siete años y la leche había sido vetada

por la cartilla de racionamiento/ realidades tropicales de una revolución

que sólo parecía tener sentido dentro de mis pueriles tripas.

Araño la pared de mis asmáticos pulmones como dejando mensajes

por si no llegara a cumplir los quince años… entonces tenía mucho

para decir pero me habían cercenado las amígdalas con un bisturí que mi abuelo torcedor de tabaco, con entrenamiento médico, tenía guardado dentro de una caja de alcanfor/ eran aquellos sus primeros auxilios

entre el Ser y la Nada.

Afuera (sin remedios), mi maestro de esgrima se precipita

vertiginosamente al espacio con un alarido de terror,

el avión en que viajaba explota en pleno vuelo

y sólo recuperamos la mano donde blandía el estilete

para seguir dando la estocada final….,

sus medallas yacen aún en el fondo del mar destemplado.

Le lloré cinco noches seguidas y al sexto día decidí practicar atletismo

para aprender a escapar cuando las situaciones se pusieran peligrosas,

(desde entonces mantengo una fobia incurable hacia los aviones).

Expectoro un sinfín de palabras que se me atragantan en las madrugadas

y las escupo como una jerigonza sagrada/ con verbo de acción no dicho,

un pólipo sin estadificación benigna

me crece por dentro entre el paladar y la campanilla/

se oscurece un lunar-melanoma fenotípicamente indiferente en mi espalda

pero sigo guardando la compostura sana, como me enseñó mi madre.

En la cabecera de la mesa de comedor un tío solterón

se suena la nariz en tiempos de Gripe A y busca en la guía

de teléfono una voz caliente del otro lado del auricular

para atiborrar sus apetitos insaciables,

ninguna persona le aguantó su agresividad secular… y se quedó solo.

Una llaga hedionda se acomoda entre los sillones del patio

y apenas alcanzo a buscar el sol entre “el veneno y mis antepasados”.

La muerte es sólo una inercia de animal irascible, un credo

que juega con avaricia e impudor a desvestir la empercudida carne

para dejarnos epitafios de tiza en algún viejo muro

donde nadie reparará jamás.



(08-07-2009, pánico porteño y Gripe A (H1N1)





Catalejo con sabor a sed en mar incierta





“Y cómo huir cuando no quedan islas para naufragar, al país donde los sabios se retiran del agravio de buscar labios que sacan de quicio”.



”Peces de ciudad”, de Joaquín Sabina.





Alguien sigue intentando unir sus retazos en nosotros,

sus jirones de eternidad chamuscados por un fuego que no cesa, que busca

el paisaje perdido dentro de un catalejo que cierto niño-lúdico

mira con la curiosidad de querer retener en tierra de nadie.

¿Quién se acuclilla dentro de mí? ¿Hasta dónde emigra conmigo?

¿Quién se recuesta sobre sus victorias peregrinas en la pared de brumas

de mis lóbregos huesos y tras los párpados doloridos?

¿Quién esconde su mirada de rehén en noche desconocida

por senderos de zarzas? ¿Hasta dónde quiere llegar?

¿Quién escribe sus secretos desprendidos como una bocanada

extranjera e intenta vanamente dejar sus sedimentos de velero fantasma

en noche de mar con promesa de muerte?

¿Por qué profundiza tanto si sólo le quedan restos...

cascajos, ilusorias memorias, devaneos eróticos?

Desde adentro de mis carnes se apuntalan espejos y señales

que ya ni intento transcribir... poco importa, me he pasado la vida

descodificando los discursos vanos de los otros/

buscando islas naufragas para el retiro forzoso,

como un noticiero de guerra después de la batalla,

como salir al encuentro de alguien que no llega...

cual noche cortada con sabor a sed,

(en mala versión insomne).

Todo se cuece y calcina dentro de mí, evapora sus sedimentos

y sube, se difumina…

entre nombres secretos y catedrales europeas que nunca pisaré.

Las aguas crecen, se desparraman, revientan de gozo

y yo sigo sin entender nada, sin querer interpretar

las vetustas orgías como olas/ los largos bostezos como olas

las raras alucinaciones como olas/ los pétreos islotes como olas.

Allá detrás, sobre las planicies y colinas de mi tierra se escabulle

(un espectáculo de inmolaciones)

que deja a la intemperie maleficios y cegueras

alucinaciones eternas/ eternos escombros

perdurables lutos/ perennes precipicios/ sempiternos centelleos

como duros pedazos que nadie podrá volver a unificar

(eternamente).

Una escalera insondable extravía sus rutas y repliega

sus sombras hasta la última morada,

aquel gran portón que no quiero abrir por temor al juicio final.

Estoy predestinado para peores momentos/ para traspasar la niebla

aunque siga tropezando con el pedrusco de siempre

aunque pierda los dientes y la piel en la caída

y tan sólo me queden vientos y manos desertoras/ mutiladas reliquias,

retazos de eternidad con fechas de mordazas y miopías.



27, mayo 2009. Frío húmedo, que paraliza.





Ceguera apodada Patria



”Yo no soy yo/.Soy este (…)/el que calla sereno

cuando hablo/ el que perdona, dulce, cuando odio,

el que pasea por donde no estoy,

el que quedará en pie cuando yo muera”.



“Ese”, de Juan Ramón Jiménez





Todavía se hunden mis manos en aquel revoltijo de tierra

(con sequedad de vendavales y abanicos sieterrayos)

-apodado Patria-,

apenas recorren gota a gota cada frontera, allí donde el

aneurisma azul fue degenerando hasta transmutarse en río Quibú/

rancio miasma plagado del destierro de las malaventuras/

costurerito sepia con tufo de animosidades baratas,

donde apiñar los antagonismos de este mundo

país buzón,

cuna telúrica,

país simulación,

cuna demarcación.

Todo ha comenzado a descomponerse dentro de mí

como aquella calesita pobre de la infancia

donde los caballos habían extraviado la mirada

pues entonces ya había muerto el tiempo

de las lisonjas y las vanidades/

y un caballo de yeso era tan sólo eso, una bestia inerte

que daba vueltas cansinas sobre una plataforma sin magia.

Era tan sólo una tendencia al boicot- vocación-infantil

para el instante de las pañoletas y los juegos

y yo me sentía histerectomizado, rebanado a cuchillo

expulsado del paraíso

y sin derecho a réplica. Ese sí era yo. Pero me hicieron

creer día a día/ minuto a minuto que los infieles

(deberíamos arder en la pira)

con un vago olor a apetencias chamuscadas

que el ventarrón no alcanzaba a lanzar fuera de

sus límites por temor a una estampida infinita.

Venía de robármelo todo (o mejor, de pedirlo prestado):

la hamaca del kindergarten que daba rienda suelta

a mis deseos de ser ave para no retornar nunca más

a cierto punto del horizonte que llamaron utopía

(u hombre nuevo guevarista)/

e intentaba olvidar aquella caja de cinco colores de pasta

(mi bandera nacional sólo tenía tres, entonces alcanzaba)

que desataba mis ínfulas de pintor de concursos,

cuando realmente lo que quería era afear la realidad

difuminarla tras una niebla color relámpago

que lo arrancara todo de raíz sin posibilidad de retoño.

Después era sólo mi ceguera en el agua de esos ojos,

que fugitivos y oscuros iba camino a ningún punto

antes que comenzara a anochecer.



Ejercicio de amputación



"Las viejas maderas lo habían presentido:

no iba a haber desembarco.

A lo lejos, muy lejos, la costa está cubierta por las llamas".



”Final del viaje”, de Reinaldo García Ramos.



Frente a la playa hay un hombre que respira

(yace tirado bocarriba sin moverse),

absorto escruta su interior y exhala el salitre/

que le quema los pulmones,

pero no está muerto, cavila taciturno,

casi a regañadientes sobre

su inexistencia.

Le han dejado varios fragmentos de madera y lona

por si quiere huir / tejer un velamen ofuscado

(para luchar contra la ola)

y perderse en el horizonte, pero ya no tiene edad

para esa aventura que puede fagocitarse el mar.

Le han facilitado una excusa de décadas para

la estampida, pero él sólo se tumba y desmenuza la arena

que deja una traza relámpago inevitable.

Es 1 de septiembre y está por llegar la primavera,

esa confundida cópula de olores y alergias

que terminara en las fauces de la nada/

teñida con cursis flores y perfumes baratos

de verdulerías de barrio

o carnaval popular de patria pobre.

¿Estará pasando un mal momento o sólo

intenta relamer su silencio de arpón clavado

por temor a que alguien le escuche?

En su boca se retuerce una palabra agria, misérrima/

casi ocre (con poder) que fue silenciada

en todos los claustros y

reuniones políticas/ una frase

ultrajada, sin almidón ni remilgos que se le atraganta

en la gaznate cuando llega la hora de deglutirla y lanzarla a los

matarifes que intentarán despedazarla en la plaza.

El miedo se pintarrajea sobre su entrecejo y deja asomar una luz

fulmínea, de malas noticias (golpe de puñal rengueante)

pues avizora que sus oraciones terminarán descuartizadas

sobre el acantilado de otra playa abandonada a la desidia

o vendidas al mejor postor en cierta feria americana.

El sol - ese nebulosa caliente de pálidos dobleces

- le cuece el rostro/

lo dibuja para la eternidad con golpe erótico de punta de dedo

y le hace expeler los más trasnochados olores testiculares/

un pus desabrido con aroma de respiración intrusa

se escapa de sus tripas vacías.

Ese hombre es una castración-de-cuerpo

-sin-glorias-pasadas/

nació para devorarse entre sus propios dientes/

(roto como muñón amputado),

pero desea terminar su derrotero frente a una playa

-su-única-gloria/

abstraído mirando el simple azul que engulle y divaga con indiferencia





Caligramas escritos sobre la piel



“Me has grabado tu nombre en los hombros, me has distinguido con tu marca. Las yemas de tus dedos se han convertido en bloques de imprenta, estás componiendo un mensaje sobre mi piel que le da sentido a mi cuerpo. [...] Escrito en él hay un código secreto”.

Jeannette Winterson



En el trazo profundo que llevas en el hombro

un colibrí revolotea asustado y mira de soslayo tu huesudo cuello,

husmea los olores y escucha tu cáustica manera de involucrarte,

es testigo mudo del laberinto de decires de tus escaramuzas,

mientras en otro dibujo cercano una víbora vomita su lengua

y amenaza con cazar la presa.

Sobre la tinta roja y azul de la bandera que te acaban de

tatuar abrazando el pecho, junto a una orquídea morada que te

regalaste para el último cumpleaños,

(siempre ese adicta compulsión al autorregalo de códices)

la filosa puntada de la aguja tejió varias ficciones, quizás un aforismo:

no volverás a vivir donde naciste, tus cenizas serán esparcidas lejos de

los tuyos, nadie te recordará cuando mueras… sólo tu perro.

En el tatuaje abstracto, (el primero que te hiciste en la espalda),

aquel donde dos sexos confusos se enredan en un apretón asfixiante,

promiscuas gotas de sudor se posan ahora desatando

insólitas interpretaciones, algún litoral sinuoso

adonde no llega tu marejada, cierto oculto simulacro,

un reproche convertido en expiación,

aquella escapatoria que siempre supo a estigma, a destierro.

Desde la puerta abierta del baño mientras te duchas

puedo avistar el afinado caligrama que se oculta

en lo más velado de tus entrepiernas /

La Habana te sigue quedando lejos pero pretendes

volver cada noche cuando te miras esos puntos oscuros,

la grafía que exhibes impúdicamente como documento de identidad

e incisión envenenada, cierto enigma ininteligible cual rompecabezas,

mueca de barricada en pleno cónclave político caribeño,

que sazona la propaganda fort export remachada en la piel.

En todos los riscos de tu dermis la escritura retumba

con vibra huracanada, truena y esculpe con sangre

su memoria para no cicatrizar,

(único lujo que no se pueden dar los peregrinos).

Con mucha paciencia consigo abandonar la interpretación de mensajes

de tu difusa geografía, los esquemas receptivos de lectura,

los pliegues de la historia, la sumatoria de todas

esas identidades signicas y desgarraduras

almacenadas sobre la carne.

Estoy frente al itinerario de un sujeto en dispersión que tú no reconoces.





Buenos Aires, 28 de octubre-2009, sin tatuajes visibles.



¿Anclado en la isla?







“No hallarás nuevas tierras, no hallarás otros mares.

La ciudad te seguirá. Vagarás por las mismas calles.

Y en los mismos barrios te harás viejo;

y entre las mismas paredes irás encaneciendo.

“Siempre llegarás a esta ciudad”.

C. P. Cavafis



Siempre llegaré a esta ciudad de espalda al río

con alfileres en el corazón y navajazos en los bolsillos

escuchando canciones que me recuerdan los escasos zapatos que tuve

y aquel pantalón de colegio azul – como la isla - que mi madre

lavaba en las noches y colocaba detrás del refrigerador para planchar a la mañana.

La vida ya no es como antes,

mi placard se ha llenado de camisas de todos los colores

las que siempre quise tener y sin embargo tienen poco uso,

decenas de pantalones se doblan indiferentes entre mis perchas de la abundancia,

pero persiste una rara incertidumbre de que mi piel ya no es mía,

me sigue confundiendo esa sobresalto de querer llenar todos los vacíos del alma,

como si la existencia estuviera ceñida a abarrotar ausencias materiales.

Me siento solo sin parque en un banco de barrio con faroles rotos

y vuelvo a montarme en el cachumbambé de tablas carcomidas y hierro oxidado, intento atestar nuevamente esa maleta de madera verde mambí que hizo mi padre, apodada “el botiquín” por mis compañeros de clase,

pero ya no me avergüenzan tanto los motes y las risas contagiosas.

Una extraña mezcla de sabores y olores ya no vienen de la cocina de mi madre

no tuve posibilidad de llegar a su entierro

se despidió en la reja de casa y nunca más quiso abrir sus ojos/

tampoco conozco la tumba donde sosiega su cuerpo,

y no he podido llevarle aún un ramo de flores amarillas/

sus rosas se ponen a miles de kilómetros de donde descansa

desventajas de vivir en una isla sitiada.

Mientras los vaticinios viajan entre las líneas del horizonte

mi hermana sigue poniendo sus vasos de agua con cascarilla

para ahuyentar los malos ojos y reza todas las noches pidiendo salud

y la prosperidad que no llega.

Trato de inventar palabras pero sigo anclado en ese pedazo de tierra colorada

con un extraño olor a asfalto calcinado

y me resisto culturalmente a localismos y voces que me suenan ajenas,

aunque acabo de recibir otra carta de ciudadanía.

Mañana seré otro mapa otra calle otros itinerarios vagaré por otra ciudad

cual tórrida siesta provinciana de la que no quiero despertar,

saldrá el sol tímido desde este culo del mundo y me descubriré sentado

en la otra vereda donde miraba pasar a los apátridas

para, entonces, todo me será groseramente indiferente

como las encrucijadas de los caminos que se bifurcan

y ya no conducen a tierra firme.





7 de diciembre 06.



Astillas



"Cada uno crea

de las astillas que recibe".

Juan José Saer, de “El arte de narrar”.





de la arboleda del abuelo

no queda

más que el leve roce

de las amarillentas hojas

del mango/

la calma extraña de la flor blanca

de los naranjos/

donde jugaba a las escondidas

intentando que siempre me hallaran

para perderme.

también sólo persiste el raro hedor

del almendro/

donde una vez sangré toda la infancia,

con un pico de botella ambarino

en el que abuela guardaba

su aceite de hígado de bacalao

para su tos convulsa,

después de masticar su tabaco en las noches,

bajo la luz brillante del quinqué de querosín.

de aquel mamoncillo que daba a la ventana,

de la cocina de tablas pulidas

como un puente para escapar de ciertas

novelas que se hacían rosa en la vega

sólo aguardan las raíces afincadas

en la tierra colorada

como un puñado de piedras,

que gastaban mis zapatos colegiales

y de domingo

camino a la mata de anón

en la búsqueda de aquellos nidos de tomeguines,

que nunca

tocaba por temor a desatar un maleficio

de madre pájara ultrajada

por un pésimo cazador furtivo;

era sólo un observador asombrado

entre cuerpos reales de palmas erguidas

que jugaban a lanzar sus racimos

para alimentar el corralón de chanchos

que terminaban sus días envueltos entre

hojas de guayaba/

y sazones campesinos de ajo, naranja agria

con ajíes de la puta de su madre,

acostados sobre parrillas humeantes de algarrobos

con olores "levantamuertos";

entrar a la arboleda demiurga y centenaria

era como un ritual oscuro,

que me dejaba casi exangüe

donde se desanudaban los conjuros

de la vieja Mercé

entre cintas de todos los colores

y jícaras de coco/

rociadas con aguardiente de caña de azúcar

que alguien (nunca supe quién)

ofrendaba a los dioses para romper sortilegios

y alargar la vida terrenal de la familia.

Hoy que ni abuelo, ni abuela, ni madre

están conmigo (pero me acompañan)

siento aún cuando la puerta del gran comedor

se abre en las madrugadas y la abuela

filtra el agua del pozo sobre la piedra porosa

con destino a la tinaja siempre fría,

preparando el desayuno y haciendo el pan

en el horno de barro,

que le regaló su madre (en señal de aprobación)

cuando decidió escaparse

para siempre con mi abuelo

en un alazán cerrero y blanco;

a lo lejos aún escucho el mugir de la vaca "Paloma"

con sus tetas hinchadas y dolorosas de tanta leche

y huelo el aroma dulzón de la marmita y el carbón

por la mermelada de la fruta bomba/

(más conocida como papaya)

por su semejanza a un sexo abierto de mujer;

cierro los ojos y aún estoy allí

bajo la arboleda/

queriendo (siempre vanamente, ahora sé) detener

ese terrible enemigo -cono de sombra - que

tardíamente identifiqué: el tiempo

aquel veneno que todo lo difumina y devora.



Sábado 9 de agosto, de regreso a Buenos Aires, desde Foz de Iguazú.



Últimas prendas revolucionarias



Mi historia llega envuelta en una bolsa plástica rociada de salitre

como arriban los cadáveres militares a punto de ser incinerados

en ataúdes grises con banderas a media asta:

el carné de joven comunista con alguna que otra sanción

por disentir demasiado y estar siempre disconforme;

el carné de militante del partido comunista con todas las cuotas pagas;

mi credencial de corresponsal de guerra en Centroamérica,

aquella que utilizaba de cuchara en medio del campo de batalla

y luego mostraba en la Casa de Gobierno Sandinista

cuando aún creía en las revoluciones, las utopías y en los líderes

que pueden cambiar (¿o hundir?) la historia.

Mis hermanos utilizan a mi hijo de emisario

porque es el único que todavía quiere seguir viajando a la isla adversa/

me amortajan viejas fotos de la niñez, esas donde estoy vestido de Zorro enmascarado o con traje de impecable blanco a lo Marcial Alvarado,

me llega mi primer pasaporte oficial, autorizado por el Departamento América,

junto a unas pocas fotos de mi madre con la cara dibujada de esperanzas,

en su mejor pose: contemplativa y serena (entre tanta desgracia).

Me enfrento - después de veinte años - a mi tesis de graduación de Periodismo, aquella papelería de claustro que hablaba de propaganda, revolucionaria y persuasión política para convencer

a las grandes masas, (entonces ansiosas de creer).

Me destierran mi pañoleta azul, que llega descolorida y con olor a humedad,

esa que portaba cuando gritaba convencido:

¡Seremos como el Che!

y aún confiaba a ciegas en el mejoramiento humano.

Llegan viejos versos adolescentes inflamados de pesares y cursilerías

en papeles amarillos y transparentes

(escritos en mi vieja máquina Underwood),

cuando cantaba largas odas a los abedules y a los konsomoles rusos

y aún creía en el poder del amor. Me ruborizo ante tanta inocencia/

con tufillo a desilusión, a enfermedad infantil del izquierdismo.

Afuera, en mi auto exilio porteño, cortan el pasto y maceran

la hierba contra la tierra, se fagocitan también de un tirón

las historias que dejé a la intemperie en ese colchón verde.

Sopeso la posibilidad de estar allí durmiendo/

de ser rebanado-exfoliado-trucidado rememorando los olores sacros de la infancia y el limonero mayor del patio (que ya no está).

Me sacudo en la cama entre el ruido de la vereda que ya no conoce las orillas,

mi casa (aquella) ha dejado de pertenecerme, se apolilla poco a poco

y algún día será de otro desconocido/a que quizás nunca reparará en los rincones donde siempre estuve o construirá otro estudio

con vista a la calle rota y los árboles secos.

Buenos Aires y La Lisa, en la isla, (juego mágico de palabras)

que por suerte no tiene denominadores comunes.

Ahora los aeropuertos me van quedando chico

pero casi familiares, sobre todo cuando sólo mi hijo acude a despedirme.

Sin embargo, me distrae el sonido de los aviones

cuando rompen la inercia del viento y planean al filo de la caída

manteniéndose en el aire por esas raras leyes de la gravitación

terrestre pero odio seguir cargando maletas que ya nunca desempaco,

me consumen las viejas prendas revolucionarias y los juegos perdidos

se van tornando tan extranjeros y difusos como mi propia huida

poniendo la mar por medio.

Salgo al patio de la casa/ calculo la intensidad y dirección de los vientos

(Cierro la puerta….).

Afuera una entusiasta pira intenta aligerar el lastre de la espesa biografía

y las miradas de este mundo y del cielo cierran sus ojos

para no ver tanta llaga abierta en el magma de los sueños.





8 abril de 2010, Buenos Aires, envuelto en las sombras.



Verano boreal para recobrar fuerzas





“Pero debo recordar que no todos los sitios oscuros necesitan luz.”

Jeannette Winterson, de su novela “La niña del faro”.





El vértigo se apodera de las extremidades abatidas,

socava el cuerpo y el maderamen de mis pulmones neoplásicos

los libera en puros vómitos de sangre,

(en tisis a lo Margarita Gautier)

se mezclan mis esputos con algunos pañuelos descartables y camelias blancas que caen contra el pavimento, quizás para encontrar un nuevo retorno sin pifiar peregrinaciones/ Tengo la boca renegrida por las palabras-costras que escucho y no contradigo ni desmiento… no nací con la madera del mártir - mi madre siempre lo advirtió con pesar - quizás el alumbramiento lejos del mar en una maternidad privada me asesinó el patriotismo y prefiero callar, enmudecer para siempre, coserme la lengua a punta de tijera oxidada o morir de tétano repentino. Mi lengua…ese apéndice carnoso saturado de salitre, miedo y azúcar, (asquerosa combinación para sufrir siempre de descompostura) cabriolea dentro de mi boca y me hace tramar argumentos que no me aventuro a proferir contra las caras de los otros. Juego al caos como ruleta rusa sin revólver y sigo intentando monólogos y resurrecciones que sólo tienen razón cuando las luces se estrangulan y se me dispara sin remedio mi presión diastólica y sistólica. Entonces desató una danza profana, cual esperpéntica y desbordada pantomima, para conjurar a mis muertos y los traigo conmigo, les regalo blancos capullos para que vengan a mi convocatoria.

Me dejo caer dentro de mi ego y me rebelo contra el autócrata que decide lo que debo hacer administrando cada gota de sedición en esta Caja de Pandora, que apodaron tierra baldía… resucito y caigo nuevamente contra el cieno, en esa simetría eterna de fracasar y restituir lo que me fue secuestrado.

Siempre ese sentido aburguesado de la propiedad, del partir y retornar, del dejar que la corrección siga su cauce irremediablemente sin tocarme ni de soslayo… ni por asomo/ como le ocurrió a mi padre, que murió sólo en una terapia sin pedir ni un algodón mojado en agua para saciar la quemazón de su estómago abrasado por tanto alcohol saboreado frente a toda la familia…

a pesar de los esfuerzos de mi madre para que no advirtiéramos

su credo etílico.

Llegó a oscuras una noche de borrasca y se fue sin extremaunción

dejando tras de sí un tendal de penitencias, traumas infantiles y deudas impagas al usurero, pero sólo entonces la tranquilidad sepulcral se apoderó

de las paredes de la casa, donde rebotaron por tantos años sus blasfemias

y torturas psicológicas. No hay casas de empeño para las angustias/

y las embestidas de la oscuridad contra las paredes de nuestros ojos

que tristes se van envolviendo en un trapo viejo y cristalino hasta volver a

descubrir un faro que lo auxilie cuando llega el verano boreal,

esa interrupción que se nos aparece como revelación cansada

cuando ya poco puede hacerse más que dejar que la llaga cauterice.



Buenos Aires, 30 diciembre 09, suspendiendo el alma

(para recobrar fuerzas).



Herencia



Camino del patíbulo, ha buscado su rostro

como quien busca el rostro de la muerte.

Culpable repite,

repetirá culpable una y otra vez

y el camino será más corto y el tiempo menos árido".

Heriberto Sánchez Medina, en “Hanging Judge”.

Cada día me parezco más a mis difuntos

me miro al espejo y noto la misma placidez

de la mirada de mi madre, su aire bohemio

y desnudo, casi rayano en la indiferencia;

también similar gesto con la boca

al que hacía mi abuelo, cuando camino de la vega

el sol le chamuscaba la piel y le extraviaba la mirada;

igual rubor en el rostro al de mi abuela, que

terminó sus días con un cáncer de tiroides

y en las noches, después de la aplicación del yodo radioactivo,

chamuscaba lucecitas verdes en la oscuridad

entre sus sábanas de lino almidonada y su nariz llena de humo

por la hornillo de carbón

entonces ya era una aparición en pleno ascenso hacia la nada.

De mi padre conservo aún esa templanza y hasta cierto

aire circunspecto para mirar al enemigo e irrumpir

entre las reglas del juego de la competencia profesional;

también una fenotípica inclinación por el alcohol

hasta que la boca se aletarga y

no se distingue entre el consuelo de

una tibia sonrisa y una mueca de insensible hartazgo.

De mi bisabuela paterna, de origen canario,

guardo su percha, su etiqueta para las grandes solemnidades

su ironía como hacha corta cabezas contra los intolerantes

y hasta cierta cara compasiva ante la vulgaridad existencial.

De Juan Amador, mi abuelo paterno,

(gracias a los orishas y al marxismo leninismo),

no heredé ni un ápice, siempre fue un sádico con mucha plata/

que colgaba a sus hijos cabeza abajo de los árboles,

cuando por impericia no cumplían las faenas de la hacienda.

Quizás ello explique que su velorio fuera una fiesta y

sus hijos prepararán la gran repartija con sus autos/

era una forma de desquite, de liberación adolescente

de revancha caída del cielo/

se arrancaron un gran peso de encima,

cuando le incomunicaron en su caja de bronce.

De mi tío "Chito", aquel que murió sin cabeza

cuando un machete haitiano le truncó la mirada

por una pelea de cercas corridas durante una madrugada

(en plena finca de Candelaria)

dicen que heredé semejante sangre para la lidia,

la misma posición filosa ante la desidia, igual lengua dura

y punzante para la pedrada.

Me contemplo y siento que soy un poco de todos/ as

un grano de arroz, mecido por el estival soplo del sur

(donde abrevan pescadores)

un viejo árbol del pan que ya no ofrece frutos

un barranco oloroso y apacible por donde nadie cae/

un fantasma que - muy a su pesar - todas las

noches escruta su rostro, (que ya no reconoce),

frente a un enmohecido espejo

y persiste obstinadamente en dejar hablar al viento

la más severa compañía para las ánimas extraviados

sin consuelo.

3 de octubre 2008.

Almanaque con fotografía en sepia de La Habana.



“¡El miedo se engañó! Fue el miedo. El miedo

y la vigilia del amor sin lámpara”.



“El miedo”, de Dulce María Loynaz





“(...)la boca se nos llenó de tierra/

como a los muertos” y el almanaque en sepia

de la pared del cuartucho/

fue árido escondrijo para degustar aquellos paraísos

engañados, donde un perro hambriento aspiraba el aire del mar,

su única riqueza cuando el sol abrasaba evaporándole los sesos

y entumeciéndole la lengua, dejándolo mudo para siempre./

Era como una instantánea, un click de obturador

de fotógrafo de circo

que guillotinaba esa décima de segundo estentórea

que la retina no podría almacenar para siempre/

líquido opalino-amarillento-semejante a orine-a aguardiente extra brut

procedente de algún cañaveral pinareño de guajira alcurnia

o de algún mural de aeropuerto descartable,

en el que nunca se reparaba

y donde sólo interesaban los documentos y permisos de salida.

Entonces el agua, que caía en el patio, proveniente del aljibe

era el consuelo/ dulce como la melaza se oxidaba la tarde

entre el gozne del portón de ocuje centenario y sobre

una maltrecha mesa los naipes se amontonaban

guarecidos en las nigromancias de las sombras/

como proyectadas celadas/

marcados, ultrajados, manchados de aceite y esperma,

estaban allí para dar cuentas y pesares (o no)/

para servir de memoria, de mozo de estación

en paraje vulgar sin gentes,

quizás con el ánimo de evocar deleites pasados/

como manchas de humedad en la pared

del último aposento (parafraseando a la “Poeta de las Piedras”).

Parecían emerger entre el amasijo de mariposas y el único geranio/

cerca de la Santa Rita y las cigarras cantoras

pero sólo apuntalaban la glorieta para desenterrar a los espíritus

para inundar la tarde con cierto olor a difuntos en franca salida.

Sólo la puerta cancel del patio se mantenía viva

dejando escuchar su desafinado villancico de pasado siglo.

Afuera, los claxon vocingleros le jugaban

una mala cita a las remembranzas/

lenguaraces parecían malograrse en la neblina matinal

como espectros cansinos que no van a islote alguno.

Por la ventana, un jardín-selva cercaba ese proscenio

dándole un toque de bolero de ocasión para almas

enclaustradas, exentas del mundanal ruido

y la chusma chancleteaba y gozaba.

Adentro, una pequeña vela encendida sin sobresaltos,

jugaba con aire lóbrego a desviar destinos

imprimiéndole cierto toque contemplativo a la escena/

al retablo de aquel conventillo de escalera pútrida,

que lloraba ociosamente cuando los mortales no osaban pasar

para pintarrajear en las paredes sus mensajes de socorro.





Surfear en lo turbio



"Eres y serás lo que recuerdas, / lo que una vez llegaste a imaginar”,

de Reinaldo García Ramos, en “La quietud”).





Pisar el rellano, el descansillo de la vida

imaginando un pedazo de ventana que no muestra

perspectiva alguna,

sólo una pequeña sombra descolorida, un alarido

que viene desde adentro, desde las lacias tripas

intolerantes al crecimiento atípico e impávido de sus células

a la patología que carcome y necrosa/

al tumor que lo engulle todo.

Descender abruptamente el escalón, caer, levantarse

con las manos enrojecidas (adoloridas por el batacazo)

con la boca pastosa, acompañando esa luz menstrual,

casi uterina

que el semen no alcanza a conmover y fundir/ a procrear

Degustar una cena recalentada e insabora

detrás, de una voz radial, en off (que sube y baja a fondo de)

como en los peores guiones/ que rompe la rutina

intentando acariciar por dentro el cuenco del tímpano

y sólo consigue un lamento oscuro, un pozo ciego

sin olor a mar, una caja negra intelectualmente vacía

donde la rutina vaga disonante hasta el escondrijo

comatoso de la axila indiferente al desodorante matinal.

Surfear hasta donde llegue el impulso y caer como un amasijo

caliente que entumezca la lengua, que te atragante y paralice

como un eructo repentino

en medio de una conversación formal, que aparece

semejante a cierta desazón muda,

que te saca las ganas vespertinas de orinar y te eclipsa

hasta los ojos.

Sólo entonces es que te traigo de vueltas, al comienzo/

sin rellanos ni descansillos

sin ventanales ni cenas disonantes, evadiendo formalidades

que pulvericen esa ligadura/ sin altares con festejos afros.

Y te retengo en el silencio, te exprimo completamente/

hasta lo inadmisible intentando resucitar viejos tiempos,

pero son sólo eso: vanos intentos de resucitación forzosa,

traqueotomías

de puertas abiertas que buscan aires portuarios y salitre

en una ciudad temerosa/ contraria al mar.

¿No sé qué hacer cuando todo se detiene y confundo los olores

y sonidos? Entonces las ganas intentan evaporarse tibiamente/

me paralizo/ dejo de surfear en lo revuelto y siento músicas “naùsicas”,

que me quitan las fuerzas de seguir encima de la tabla por temor a

caer en las fauces de los tiburones.

¿No sé si darte de comer como a las avecillas raras, inventarte

un mar sin corrientes traicioneras o echarte lejos de mi almohada hosca

hasta que recuerdes?



Sentada en la escalera



A mi madre, por su lucha de siempre





No he podido todavía enterrar a mis muertos

Han pasado varios años y sus cenizas se esparcen

Sin consuelo en distintos cementerios allá y acullá

Entre la tierra rojiza y pegajosa de la isla,

Sus huesos descansan en páramos oscuros

donde no debieran estar

En lóbregos camposantos, al final del camino,

En criptas húmedas alquiladas por un año a un vecino

en moneda libremente convertible.

Sigo pensando en esa pequeña vasija donde

Pongo desde lejos algunas flores que se marchitan rápidamente,

Detengo la mirada en el cuadro de mi madre recostada

contra la mata de mango

con su psoriasis visible en las rodillas,

O en la foto de mi padre con los ojos vidriosos por el alcohol.

Es lo único que puedo hacer desde este culo del mundo.

Recordarles en sus cumpleaños

y en ciertas tardes calurosas de aquel último aciago viaje en que corría

a comprar helados para paliar el tedio y el sol calcinante del mediodía.

El duelo no ocurre, no llega, no lo sé hacer…nadie me lo enseñó.

Aún les veo, sobre todo a ella cabizbaja y cansada de soportar tanta distancia,

Se entregó a la muerte después de algunas esperas demasiado largas

Se cansó, no quiso seguir sentada en la escalera…

dejó de ser la columna pétrea que lo sostenía todo

y se desmoronó.

Se durmió serena, sin ahogos, como un ángel

y no abrió nunca más sus ojos,

su corazón se quebró en mil añicos cual fina porcelana.

A la mañana lo fueron a recomponer sobre las sábanas blancas

Pero ya era demasiado tarde para una sobrevida

Una sonrisa plácida se enseñoreaba sobre su cara feliz.

Aun la veo con su falda blanca de rosas rojas y su pulóver negro

Y sus zapatos ballerina en las fiestas populares…

entre negros y negras henchidos de gozo, repletos de transpiración y dicha.

La veo asomarse al espejo del cuarto y peinar su cabello canoso y violáceo

Con la coqueta feminidad de una mujer deseada

Con el modoso encanto de alguien que sabe que la suerte está echada

Que había que escoger entre la vega de tabaco o la ciudad

Entre la luz de un quinqué mortecino o la electricidad citadina

Pagada a altas cuotas de sacrificio.

No tuvo ni altares ni monumentos ni grandes joyas,

Sólo jornadas entre el fogón y la casa, entre el tedio y la mansedumbre.

Firme desafió el calendario y sorteó gritos e insultos paternos

Infidelidades y aquella malsana costumbre a la descalificación.

Con la inteligencia de alguien que nació para mejores tiempos

Que nunca llegaron más.

Quizás por eso serena y sin ahogos se cansó

no quiso seguir sentada en la escalera

y se puso – sin arrepentimientos- de espaldas al mundo.





Buenos Aires, 4 de junio 2010.



Ciertos festejos nocturnos





“Para que se abran los caminos

es menester empezar a abandonar los atajos”

Lidia Cabrera, en “Cuentos Negros”.





Alguna vez soñamos con recuperarlo todo,

desde la ventana azul, repleta de termitas

hasta el escaparate antiguo y aquel juego de

cuarto de la abuela rica, aquel biombo laqueado

de blanco-inmaculado con pequeñas figurillas chinas

que hacían mohines a los transeúntes y

buscaban en los zaguanes el lugar preciso para su

rito de geishas pudorosas con cintas de seda en los pies.



Deliramos con entrar y salir a piaccere

(trazar una nueva orilla)

dentro de aquella casa con olor a arenas movedizas

(como aquel caimán de isla)

que cierto huracán caribeño, con nombre de mujer lasciva,

arruinó y lanzó al mar terminando de cuajo con una infancia

que jugó a empinar barriletes en sitios equivocados y a

dejarse llevar por chivichanas cuesta abajo por las empinadas

calles de una ciudad decadente y ruinosa, casi a oscuras

que aún se ufana de sus trofeos de guerra como dama indigna

y luego se tapa la cara con un abanico para que no veamos

tanto rubor en las mejillas y las ojeras del hambre y las malas noches.



Ahora estremecido por momentos del bochorno de la tarde

escuchamos a mi hijo con su trompeta romper la mudez

del nuevo barrio, (esa Flores Sur-Habana bella)

con su partitura dedicada al fantasma de la ópera

y le vemos crecer tan de repente en el exilio porteño

mal abrigado y andarín entre retumbes de tambores y

bufandas perdidas en sitios oscuros

comiendo ravioles y empanadas salteñas donde le sorprenda

la noche o bajo las bóvedas catalanas de una casa expuesta

a todas las miradas furtivas y los comentarios extramuros

por su color demasiado rojo para ser “decente”, según

chismorrea mi vecina pacata.

Todo ha cambiado, pero sigo preservando ese árbol que

se cuela sin permiso por la ventana y salpica con sus hojas secas

(los días bonaerenses)

como el que tenía en la isla cuando se esfumaron mis extraños sueños

bajo una bandera pálida y alguna consigna que repetí hasta

(el desgano-inanición)

cuando comprendí que no puede ser opción legítima la Patria o la Muerte

(¡al pueblo denle la Vida!/No hay derecho; diría en mis días

de discursos panfletarios).

En mis bolsillos me traje aquellos pequeños huevos de codorniz

que mi padre freía en la vieja sartén del patio para ser mejor marido,

el San Lázaro de yeso de mi madre que me protege

y el mantel blanco que mi abuela zurcía con una aguja de plata

adquirida en un concurso televisivo promovido por el

aséptico Jabón Candado,

aquel lino blanco de pichón, salpicado de frutas alegres, que

era su principal orgullo los domingos cuando alistaba su mejor

almuerzo “de pobres, pero con dignidad” y nos sentaba a todos

cansinamente en la mesa

como-un-destino-rito-familiar-irrevocable.


Con qué espejos nos miraremos dentro de algunos años

(en esta geografía de circunnavegante / en este espacio sin fronteras)

cuando olvidemos entre la confusión del vino y las noches de otro sitio

bajo la lumbre de un hogar-ave de paso demasiado tibio,

que juega a ser el trópico todas las canciones de Omara Portuondo que cantamos

y aquella pañoleta azul alondra, cual vórtice de silencio-ojo de tempestad

que siempre guardamos por temor a perder la niñez para siempre.

Y pensar que han pasado casi cincuenta años pero sigo hablando con el

plural de modestia, que me enseñó mi primera maestra

en una ignota escuelita de barrio

y cargo con esa tribulación constante de peregrino-desata nudos,

quebrando guetos, trazando nuevas cartografías

y cargando maletas al rescate de una extraviada fe,

con aquella premonición-nave-de-añil-que-me-flagela,

intentando borronear (ya sin censura) todo lo que se me antoje

en la corteza de los árboles/

aunque no perduren ni siquiera los malos restos

de-mis-pasados-festejos-nocturnos.



19 de agosto/08, tranquilidad de la oficina de prensa.



Isla adversa



"Dentro están las cosas en su sitio

las crestas

el azul

las heces apacibles (...)"



”Apremios” (1989), Ada Elba Pérez.



el mar se me suicidó a pedazos,

fue cayendo poco a poco, a mansalva

dentro de mi corazón

y terminó inundándolo.

con él se fugó toda la extensión de la playa

y el sabor de algún rocío extraño

cuando soñaba con la inmensidad

que no se alcanza.



soy testigo de cierta obcecación insular

que no conoce límites

cuando las olas baten contra los farallones

y hacen peligrar el mustio silencio de inoportunas ceguedades.



He subido hasta mi último peldaño para reencontrar

su inmensidad, para escuchar su rumor oscuro

rodeándolo todo

y apenas alcanzo a divisar su traicionera calma

su espesura de signos su encantadora embriaguez

su bofetada traidora justo al borde de un camino

que alguien denominó encrucijada.



Siempre soñé con el mar y su ademán de sombras

infinita frontera entre tanto viento y territorio

blasfemia desaforada que reniega de códigos y dobleces

y lo engulle todo.



Mi mar es otra mentira entre ceja y ceja

una fiesta antigua otra alegoría que me salva/

procacidad convertida en largo sufrimiento

apodada trampa, cárcel, cerco, concilio, simulación, desconcierto.

Mi mar es una isla adversa/

otra frontera innecesaria.



Buenos Aires, Sin mar.



Alivio para los malos ojos



“Lo difícil es crear cuando el contexto real desaparece

y se imponen las íntimas fronteras”.

Rasa Todosijevic.



Vuelvo a mi maderamen, a mi mascarón de proa sureño

e intento recomponer mis propias sensaciones,

tiro los frascos vacíos del after shave, del pasado verano/

que se amontonan en el botiquín de mi baño,

donde el espejo yace cubierto por una tela blanca para evitar forcejeos

con el adolescente que fui de pelo enrulado y bigote rojo/

excreto – acuclillado - mis propias vahos en el sanitario

e intento un culto vudú que me devuelva sin rompimientos

ni límites a mi primigenia tribu/.

pero ahora sólo encuentro pájaros de mal agüero y vaticinios foráneos/

macumbas que regurgitan en las márgenes

e intentan meterse dentro/

mezclo mis hojas de papel con agua, las macero y las pongo al sol

con canela de Ceilán comprada en ciertas ruinas peruanas

pues preciso de cuartillas re-blancas, re-puras, re-indoloras

morir vivo ante cada idea, ante cada golpe de teclado, re-crear

viejos párrafos enlutados del almanaque, volverlos a sentir lacerantes,

en fuga hacia el interior de alguna vieja maleta que ya no uso

en la que se carcomen y gangrenan los álbumes fotográficos

(que ya no veo).



No son estaciones de entibiados parlamentos,

de palabras fútiles y pútridas, de oquedades políticas

de bajo perfil enfundadas en discursos obsoletos y sesentistas

prefiero escuchar a Edith Piaf macerar “La vie en Rose”

amargado karaoke para las tardes de burdel de su infancia,

lejos del circo donde creció.



En una esquina del aposento, tras mi espalda

una decena de arañas tejen baquianamente su red para

evitar aludes pretéritos y lastimaduras de antaño/

yo no quiero re-vivir añejas utopías sólo difuminarlas

en mi cristalizada masa neurodegenerativa por el Alzheimer/

padezco, siento todavía la luz sin artificio que se cuela

por un hueco casi cinematográfico del cristal de la ventana

donde alguien miró sin sobresaltos algunas

celebraciones profanas.



Acullá, los monjes suben al campanario

lanzan su quejido matinal que rebota contra la vereda

y la impasible bóveda del techo/

hilvanan sus cánticos y rezos, antes de tener otra orgía

pendular en las celdas de enclaustramiento,

donde dicen rezar a Dios, sólo que lo hacen largas veces

al día y las ojeras los delatan/ hipan, se tocan,

beben y gozan sin impudor/

desde mi almohada puedo sentirlos aparearse de placer,

ensalivarse los ojos y no pronunciar ni una sola sílaba

pues tienen prohibido hablarse/

quizás para no sentir los inmemoriales rencores mundanos.



Luego, en la noche van al río color león y lavan sus partes pudendas

y allí paz y en el cielo gloria.



Por dónde andaría yo cuando el comete Halley surcó la tierra y

dejó su traza imprecisa de suicidios en caída libre

qué frontera cruzaba, qué Paso de los Libres recorría

cuando colapsaban las bolsas del mundo y se licuaban los pasivos

del Banco Lehman Brothers,

hacia qué lugar volaba cuando alguien que quiero cerró sus ojos.



Al parecer, nada se puede ya contra los malos ojos.



15-10- 2008. Viejo poema

Día de fútbol entre Argentina y Chile.



Levedad



“Cuando llegue el momento,/

aunque sea tarde y te apresuren (...)

trata de dejarlo para siempre/

en el rincón más limpio de la casa”



“El Emigrante””, de Reinaldo García Ramos..



Deseábamos construir en esa ciudad nuestra Babel,

una torre de pulmones, energías y tendones

sin huesos ni talones para maquillar la cotidianidad/

que recordara austeras

civilizaciones, cofradías que lo dieron todo sin pedir nada

y hasta calentaron la tierra para

engendrar la piadosa cosecha/

el tiempo del mayo festivo para contagiar los ritos

de cánticos verosímiles.



Entonces subíamos a buscar el tren

que cruzaba como fantasma agónico tras

nuestras espaldas y sobrevolaba ígneo por

dentro de las estancias, cuando la caña comenzaba a

madurar y sólo era permitido oler su dulce acidez/

aquella baranda de melaza que envolvía las sábanas

y las almohadas cuando las puertas cerraban y

daban paso a las más plurales ceremonias de los amantes/

acaloradas celebraciones de una utopía que nos devolvía

obscenos hasta la vergüenza.



Queríamos regresar (¿quién no lo desea?)/

aunque más no fuera unos segundos

a aquel césped recién castrado en el patio escolar, a la hora

del recreo,

cuando el ciprés azul mecía sus hélices y manoteaba

entonando sus vítores de guerra

detrás de las postigos que las conserjes clausuraban

por temor a una estampida masiva

de cerebros pulverizados por tanto teorema y dogma

recitado impunemente, chapuceramente como expiación

de perro ciego.



Y era aquel pedazo de isla el precipicio de nuestros cielos/

aquella cartografía que se acodaba a los límites

que reventaba el mar como bastión, con la parsimonia

de quien aniquilaba olvidos y diseñaba estratagemas perdidas

para cuando estuviera ausente

o acaso la primigenia ilusión remachada hasta la credulidad

con clavos comatosos en los libros y periódicos oficiales/

palabras peces/ palabras poses/

palabras clanes/ imperfectas palabras

que sirvieran de escarmiento y mordaza

para el desprecio o la veneración.



Nos decían que más allá estaba el borde... la nada/

las expiaciones perennes alrededor del fuego para los Ícaros

y que perderíamos para siempre el laberinto de Creta

exacerbaban los desazones, nuestras propias desconfianzas

sin pensar que cierto día el alambre partiría y todo caería por

su propio peso.



Ahora, que muchas botellas naufragan y tuercen derroteros

en orillas lejanas, cuando los tsunamis doblan rumbos

sin premeditación, pero con alevosía/

muestro mis alas chamuscadas, convulsivas, excoriadas,

como trofeos de vetustas confrontaciones

explorando otras plazas ya sin tantas alucinaciones ni fábulas,

magros ejercicios de transmutación que me arrastran

a otros confines ficcionales,

aunque más no precise de otro tironeo de mano,

de un zarpazo de ahogado/ quizás de otra gabarra

o acaso (con menos pretensiones)

de un jirón de piel para mantenerme a flote.



Buenos Aires, 29 octubre de 2008.



Lejanía-cercanía



“El ser humano se evapora, la obra queda”.

Cundo Bermúdez, artista mayor

(Septiembre 1914/ 30 Octubre 2008).





Primero fue el brochazo estridente, el rojo púrpura/

que encogía el corazón enfermo

el gentío fue llegando sólo; anclaban sin consentimiento

como perlas entre las piernas o tras el azabache negro/

sin melindre posaban

como Dios los trajo al mundo. En definitiva, para los insulares

el recato murió apaleado por la espinazo, atributos de vivir

sin zapatos para estar en contacto con el barro,

en el límite,

apretujado frente a una ola o entre capiteles

y columnas que siempre están por desplomarse/

tras mamparas que sólo sirven para albergar

flirteos y liviandades,

simples garabatos para guindar los trapos coloridos

o disimular algún Eleguá

que en las noches resuelva encrucijadas y

lance sus palos de monte para complacer

la risa del kerekete y limpiar con manteca de corojo

las puertas del paraíso.

Después asomaron los pregones de las caseritas

que conquistaban las escaleras de los solares

camino a algún toque de tambor, mezclados con el

cántico de las castañuelas o el maullido de alguna

gata en celo

que se dejaba afincar justo cuando la vitrola

restregaba una calenturienta conga santiaguera

(la mejor música para pasar al más allá

y gozar del más acá).

El pincel seguía hurgando sobre el lienzo, apuñalando

el aroma del batey y el tufo del mar que llegaba desde lejos/

raro ajiaco criollo para morir de embriaguez,

sobre todo cuando se está en la otra orilla

la forastera-la menos compacta-la peregrina.

Las plazoletas achicharradas por la lumbre y los ojos casi ciegos

(¿habrían percibido demasiado?),

eran, entonces, delgados contrapunteos entre lo humano y divino,

sumatorias de todas las vilezas y las caridades de este mundo/

paisaje dilatado contra la rechifla de un viejo vapor sin regreso.

Las manos tropezaban como aspas por sobre el contrabajo muerto,

escudriñando esa rara placidez donde reposar del cansancio

de tantas noches de vigilia y ramalazos en el pecho/.

“El destierro siempre cuesta caro”, maldecía el pintor

y mascullaba su rezo espantamuertos/

era la única manera de poder seguir perenne frente al lienzo,

(Aquel, su perímetro privado y difuso).

Hoy, que el último adelantado ya no puebla la pintura

azul con fondo naranja

cuando apenas se evapora el hedor del aguarrás y las temperas

para la sobremesa y alguna que otra siesta prolongada

con dolores en la espalda/

se colorea por siempre su huella bifurcada bajo el limonero

de algún patio bohemio habanero

y cierta playa art decó de yates blancos.



30-10-2008.



Rutina del apátrida



“(…) Mi cuerpo extendido y seccionado sobre las espaldas de la noche es ahora un recipiente intranquilo (…)”.



Javier Ubalde Enríquez, en “Grial”



Estornudo espaciada, gélidamente contra el cristal de la ventana

en sentido inverso al aire y las partículas de mi saliva

explotan y se fecundan unas a otras en un festín casi orgiástico/

patológico-endémico que desintegra el esputo a la luz de la luna opalina

haciendo muecas y malabares contra el vidrio manchado

que demorará mucho tiempo en volver a ser transparente.

Recorro con la vista – entonces - la calle que yace como un trozo de sal

y observo salir del consultorio del psicoanalista de enfrente a una chica con cara de suicida que se ordena el cabello como si compusiera su vida a sorbos para no seguir intentándolo sin éxito…

la próxima vez no será un cóctel de sedantes con boleros de fondo,

 sino una soga puesta en el horcón más alto de su cuarto… lo vislumbro…

 y entonces ya no llegará nadie a tiempo y habrá cumplido estelarmente su anónima tarea.

Retuerzo mis manos secas, cuarteadas y pálidas

que empiezan a carcomerse contra el teclado de la computadora

con ese síndrome del túnel carpiano (patología de la modernidad)

que corroe mis músculos tumefactos y me hace tomar antinflamatorios todas las noches antes de acostarme.

A estás alturas ya no sé si es una evasión necesaria

o son las ansias de paliar otros dolores más espirituales que no cesan,

sobre todo en las madrugadas cuando cierro la puerta del cuarto

y los recuerdos del destierro mueven la vieja mecedora.

El retrato de mi madre yace glacial en mi mesa de luz entre fotos de viajes soñados

que ella nunca pudo realizar, ni imaginó…escapatorias que quedarán encerradas

en pequeños marcos comprados en algún negocio con publicidad de Kodak

y promociones vacacionales de 35 fotos por quince pesos.

Limpio mis gestos inútiles y arranco mis miedos de fin de semana dentro del cuaderno de bitácoras

que tengo en la web/ narcisismo vitrina de palabras que retumbarán como barcazas

 que jamás llegarán a destino cierto por impericia de su timonel.

Estiro mis huesos como un puñado denso de azotes que dudan, convertidos en trizas dibujadas con cenizas bajo mi piel.

 Afuera la lluvia retuerce rumbos entre mil y una historia censurada

y los amantes se esconden en los zaguanes para propinarse sus placeres más carnales

 con crepitaciones de cuerpos consumidos por el fuego eterno y el alcohol.

 Entierro mi pasado nómada entre fotos sepias de reportero de guerra en lugares inhóspitos

 que escudriño de reojo y un charco de tinta que derramé sobre la alfombra

con la despreocupación de aquel que quemó sus naves en la otra orilla

sin temor a dar el peor ejemplo y terminar entre barrotes y olores amoniacales o al pie de una fosa ignota.

Me llevé un país en la palma de la mano y ahora no sé en qué bolsillos colocarle

sin sentir la culpa del apátrida que ya no desea un pronto regreso.

Exhalo gélidamente un suspiro dolorido y una vez más siento que la vida tiene esas pequeñas emboscadas…

celadas de rutina dominical que terminará - si no termino pronto-

 empañando esta delirante descarga con ínfulas de trasnoche

 en algún viejo cine triple X de barrio, con penas de mugre y humedad rancia.


Buenos Aires, 27 de agosto/2010.

Ya sin naves para incinerar.





Exilio



"(...) de vez en cuando alguno -como yo- se salió de la fila

hizo silencio/ se fue desvaneciendo atrás (...)"



“Poema XIX”, de Juan Antonio Molina







Somos la dadivosa señal de la verdad que mutila

el febril encanto de los suplicantes a la hora de la cena,

la irrefutable muerte de los e-mails dentro de las computadoras del mundo,

la jubilosa pústula revoloteando en medio de los otros huesos.

Ni una sola pregunta ante la urdimbre de los himnos que cantamos

el hartazgo nos llenó la lengua de injurias y cánticos condenatorios

y terminamos ejecutados con nuestro insincero atiborramiento

con el estómago atravesado por tanta hipocresía de la inoperancia.

También yo tengo muchos amigos que están en el exilio

se fueron marchando con la cabeza baja y los bolsillos cuajados de

incertidumbres/ y terminaron fregando copas en bares de medio pelo

o deshollinando mingitorios en elegantes cafés del mundo.

Aún me quita el sueño tanta diáspora y renunciación

eran casi siempre los mejores en todo,

pero siempre fueron pésimos simuladores.

Yo terminé pintando un avión sobre una hoja blanca

pues le tengo fobia a los botes sobre la corriente

y conseguí aligerar mi equipaje de atavismos y ciertas ideas

suicidas que rondan justo antes de entrar en las fauces del lobo.

Ahora todo quedó detrás. Pero aún las oficinas inmigratorias me siguen

demorando por cautela

y mis antecedentes penales se solicitan sin respuesta alguna.

Cada vez que pienso en cuños y documentos

siento nauseas ante tantas indefiniciones y esperanzas retrasadas

y me persigue un deseo de lanzar mis excrecencias contra

toda la xenofobia que pulula.

Empiezo por admitir que en la querella contra los inmigrantes tipo A

mi nombre quedará inscripto entre los abofeteados y peligrosos

que ya jamás comulgarán con los discursos y festines oficiales.





Pleamar y bajamar





“(…) Cuando vengan por mí, solo hallarán estos islotes ensangrentados de mi hígado y un trágico naufragio”.



”Quemar la naves”, de Obdulio Feneto Noda.





Dentro de mi corazón arrítmico un barco entra lento, casi espectral/

trata de abarloarse a un subrepticio muelle en un puerto remoto

que le permita atar fuertemente su cabo a la válvula mitral

y quedarse para siempre entre sonidos atonales cuando cierre

mi válvula aórtica y todo se torne mansamente siena e inerte.

Para entonces tendré que abrir nuevamente las compuertas,

dejar que todo fluya en la acequia/ que rebalse de glóbulos rojos

las entrañas en ese ir y venir del ciclo,/ que todo se inunde desde adentro, desde las vísceras mismas del pozo ciego y rebote el eco que confunde la memoria y petrifica el olvido. No sé como expatriar

esa maniobra aventurada y predecible, que huele a escapatoria

y me deja exánime para siempre, si las barcazas ya no quieren irrumpir

y hasta ese fortuito bajel se lanza a una última aventura

a sabiendas de que podría costarle cara y terminar desmembrado, ensangrentado contra el hormigón de mis huesos.

Palidezco con labios temblorosos y mirada sitiada

cuando el pitido de la sirena se escapa afuera

y no puedo acallarlo dentro, por más que lo intento.

No tengo costumbre de ir con cara de lobo de mar entre

los recién llegados a la escollera en la que se ha convertido mi pecho. Transgredo las fronteras, los límites, las sombras de una nave

que entra al embarcadero y termina engañada,

perdida entre una tinta más dispersa que la sangre

y la humedad que se escapa de mis ojos turbados.

Alguien - un viajero sin abrigo - intenta arrojar desde la proa

algunas monedas en señal de buen augurio, sin comprender

las razones por las que el timonel teme que el mal tiempo nos escore y hunda.

Sin explicaciones se da la orden del achique antes de permitir dejar el barco

y la banda de música entona un himno lastimero con tufo a salitre muerto.

Y es que la vida suele proceder así: entre pleamar y bajamar/

recalos y despedidas apiñadas en tantos puertos

donde cada ola es una anunciación de que muy pronto podremos divisar

la marea mortecina que enmascara aquellos territorios

de migraciones y destierros.



10 de septiembre/2010, sin embarcadero cerca.



Cómplices palabras.



”No creo en las palabras (...) las he visto afirmar/ negar/ mentir/

al pie de los altares y patíbulos”.

Armando de Armas, “Sobre la brevedad de la ceniza”.





Las palabras se incrustan mutiladas contra mis cristales

se parapetan en mi placard y gimotean

tras mis pasos,

heridas/ dolidas/ dañadas/ prostituidas/ cansadas

se desangran bajo la escalera,

se tropiezan unas contra otras al borde del abismo,

se tocan impúdicamente sin pensar en sus géneros y concordancias/

en sus tildes y acentuaciones, en si son diptongos o triptongos/ llanas o agudas, sin recato hacen el amor/ desfachatadas/ procaces/ sin pensar en el qué dirán/ sólo en el goce momentáneo/ en la cabalgata cansina

de la vigilia, en la agonía del naufragio, en los estertores de un faro sin olor a mar. Poco a poco se travisten, se camuflan como voces cómplices aquí en esta noche sobre mi mesa de luz, tras los ojos y los rictus de las máscaras que cuelgan en mi sala. Se escabullen dentro de la almohada y no me dejan respirar, me cortan el aliento,

pues temen descomponerse, infectarse, destriparse, engullirse, perecer en el intento/ su egoísta espíritu de trascendencia las malogra (¡y las salva!), las entierra bajo el lodo de un monótono cementerio en La Tablada,

las enferma de miedo y lo que es peor... les nubla el entendimiento, la razón.

Mis palabras confunden fronteras, geografías, nortes y sures

galopan histriónicas por el mundo, con caras de mosquitas muertas

o malsanos rubores egocéntricos,

arder en la pira son sus sinos, cenizas sus afanes/ mojarse hasta los huesos su tarea/ son como las ausencias de una Habana extramuros.

que ya me resulta extranjeramente ocre.

Mis palabras se mueren de tedio, gritan, insultan sin sentido/ se matan de risa

con afilada boca

diseñan su orgía, su festín de vida o muerte....Cortadas a la medida

se lanzan tras su presa/ desvarían por un elogio que les levante el ánimo/ por un secreto que contar/ juntas trazan estrategias de ataques y lisonjas: antípodas de un plan mayor para el momento oportuno/ para la hora de la puñalada por la espalda. Mis palabras buscan una camisa de fuerza, algún psicofármaco para sedar ciertas botellas de vino para seducir, se quitan su polvo y su carcoma y lo hacen con profesionalidad,

con sutilezas universitarias, con estudiada altanería de diccionario enciclopédico español. En definitiva, son ellas – todas- un amasijo de hierros mohosos, un brebaje hecho ex profeso para colegialas y malevos,

charcas putrefactas donde se hospedan larvas de mosquitos,

perfumes de free shop de algún viejo aeropuerto sin controlador aéreo.

Peregrinas, sin concilio, traman su partida y su llegada

diseñan su reducto/ buscan su buhardilla, su telo, su letargo, su vigilia.

Por eso, cuando cierro la boca me atraganto, vomito, me mareo

sube mi presión arterial/ una rara sensación de acidez

se hospeda bajo mi lengua y sale fétidamente hacia fuera.

Por eso es que soy también de los que nunca ha creído en ellas,

las colecciono en frascos asépticos para los días de exámenes de sangre

y análisis de orina e intento, de vez en cuando - y por desquite –

empujarlas por el tragante del baño, a donde van a parar

todos los miasmas pútridos del día.







Buenos Aires, ya sin palabras, 9-03-2007.