viernes, 14 de febrero de 2014

Pleamar y bajamar

Obra del artista cubano Carlos Estévez.




“(…) Cuando vengan por mí, solo hallarán estos islotes ensangrentados de mi hígado y un trágico naufragio”.



”Quemar la naves”, de Obdulio Feneto Noda.





Dentro de mi corazón arrítmico un barco entra lento, casi espectral/

trata de abarloarse a un subrepticio muelle en un puerto remoto

que le permita atar fuertemente su cabo a la válvula mitral

y quedarse para siempre entre sonidos atonales cuando cierre

mi válvula aórtica y todo se torne mansamente siena e inerte.

Para entonces tendré que abrir nuevamente las compuertas,

dejar que todo fluya en la acequia/ que rebalse de glóbulos rojos

las entrañas en ese ir y venir del ciclo,/

que todo se inunde desde adentro, desde las vísceras mismas del pozo ciego

y rebote el eco que confunde la memoria y petrifica el olvido.

No sé como expatriar esa maniobra aventurada y predecible, que huele a escapatoria

y me deja exánime para siempre, si las barcazas ya no quieren irrumpir

y hasta ese fortuito bajel se lanza a una última aventura

a sabiendas de que podría costarle cara y terminar

desmembrado, ensangrentado contra el hormigón de mis huesos.

Palidezco con labios temblorosos y mirada sitiada

cuando el pitido de la sirena se escapa afuera

y no puedo acallarlo dentro, por más que lo intento.

No tengo costumbre de ir con cara de lobo de mar entre

los recién llegados a la escollera en la que se ha convertido mi pecho.

Transgredo las fronteras, los límites, las sombras de una nave

que entra al embarcadero y termina engañada,

perdida entre una tinta más dispersa que la sangre

y la humedad que se escapa de mis ojos turbados.

Alguien - un viajero sin abrigo - intenta arrojar desde la proa

algunas monedas en señal de buen augurio, sin comprender

las razones por las que el timonel teme que el mal tiempo nos escore y hunda.

Sin explicaciones se da la orden del achique antes de permitir dejar el barco

y la banda de música entona un himno lastimero con tufo a salitre muerto.

Y es que la vida suele proceder así: entre pleamar y bajamar/

recalos y despedidas apiñadas en tantos puertos

donde cada ola es una anunciación de que muy pronto podremos divisar

la marea mortecina que enmascara aquellos territorios

de migraciones y destierros.



Buenos Aires, 14 de febrero de cualquier año, Día de San Valentín.

martes, 11 de febrero de 2014

Mar del Plata: postal de una época que se vuelve pátina sepia

Texto y foto: Juan Carlos Rivera Quintana.



 


La lujosa mansión supo estar, en plena Belle Époque, entre las joyas arquitectónicas de la Perla del Atlántico argentino, cuando a principios de 1900, fue inaugurada como una villa veraniega, que se alzaba – como una atalaya marina - sobre las crestas de Punta Piedras y muy cerca del Torreón del Monje… en ese momento se llamó “Villa Kelmis”. Entonces, el arquitecto Adán Gandolfi hizo un chalet espacioso, con ciertos toques moriscos en sus torrecillas y algunas líneas hispanas, y un hermoso jardín al fondo con pórticos de piedra caliza, para la acaudalada familia de Antonio Leloir y su esposa, Adela Unzué. Luego, 13 años después, fue transformado, bajo la dirección del artista Alejandro Bustillo, quien puso su ingenio y sus elegantes líneas convirtiéndolo en un legendario hotel, bautizado como: “Château Frontenac”, que signó toda una época de refinado gusto e inspiración afrancesada con persistencia de la pizarra, los pórticos con puertas de marquetería clásica y chimeneas de ladrillo a la vista, en el comedor. Eran aquellos los tiempos en que la aristocracia porteña, veraneaba en Mar del Plata y hacía gala de su fortuna.



Hoy, totalmente clausurado - quizás a tono con el relato nac. and pop - no es más que una amalgama de humedad, mugre, graffitis, vidrios rotos y techos derruidos que amargan a cualquiera que tenga cierta ilustración y crea que los bienes patrimoniales y culturales de una nación deben preservarse. Quizás, llenémonos de optimismo y pensemos que está a la espera de un inversor extranjero, de nuevos dueños que quieran hacer renacer sus 7.300 metros cuadrados y sus 90 habitaciones como el Ave Fénix. Pero, lo cierto es, que el “Château Frontenac Hotel” va camino inexorablemente a la ruina edilicia de seguir sin una buena mano que le devuelva su antigua magnificencia.



Otro tanto podría decirse de Villa Victoria, hoy convertida en Museo. Allí, en la calle Mathueu 1851, en pleno barrio de Los Troncos, se encuentra la que fuera la mansión veraniega de la escritora Victoria Ocampo, un sitio en su época de peregrinación de grandes artistas y escritores, como: Jorge Luís Borges, Bioy Casares (esposo de Silvina Ocampo), Gabriela Mistral, Igor Stravinsky y Rabindranath Tagore, entre otros, quienes pasaron allí algunas temporadas de retiro creativo y pasearon por sus jardines.



Se cuenta que dicho bungalow fue traído, en 1912, tabla por tabla, por la acaudalada familia de la artista desde Londres, en barco y que, posteriormente, fue armada sobre un soporte metálico e inaugurada por su tía abuela, Francisca Ocampo, quien se la deja en herencia a Victoria. En la actualidad, en la villa se enseñorea la humedad y el abandono y a pesar del costo de 12 pesos que se cobra para entrar a la mansión, la curaduría museográfica deja mucho que desear y las muestras transitorias de arte carecen de una buena selección, a juzgar por lo visto. Abandono y desidia serían las palabras a tono para calificar el lugar, a pesar de que la mansión fuera donada, en vida por su propietaria, a la UNESCO y luego fuera declarada patrimonio municipal, a partir de 1981.



Contrasta con ese estado de orfandad edilicia y museable que mencionaba, el pintoresco edificio - de estilo clásico con reminiscencia de los castillos franceses, de Loira - que fuera la antigua casa de verano de la tradicional familia Ortiz Basualdo, hoy sede del Museo de Arte Municipal Juan Carlos Castagnino. Dicha mansión, ubicada en la loma Stella Maris, resguarda y exhibe una colección de más de 450 obras plásticas de artistas marplatenses y nacionales, formada por pinturas, dibujos, fotografías y esculturas y 130 obras del pintor Juan Carlos Castagnino, con algunos de sus objetos personales. Sus salas decoradas con el sello art nouveau y sus muebles originales de Bélgica, con sus escaleras de roble y hierro forjado, lámparas y vitrales está considerada por los expertos entre las mejores colecciones internacionales del mundo de esa corriente.



Las palmas de la mano



Sin el ánimo de parecer presuntuoso, conozco Mar del Plata como la palma de mi mano, pues han sido muchas idas y vueltas, muchas vacaciones durante estos 17 años de exilio porteño, en esa hermosa ciudad balneario de nuestra costa atlántica argentina, ubicada en el sudeste de la provincia de Buenos Aires y a unos 400 kilómetros de la capital, que me han posibilitado recorrerla casi toda (y no exagero).



No hay más que enrumbar la dirección del vehículo por el Boulevard Marítimo Peralta Ramos, entre la Avenida Luro y la Diagonal Alberdi, y divisar el famoso muelle del Club de Pesca, un edificio que simula un trasatlántico, anclado a las puertas de la rambla, cuyo efecto se acentúa con la iluminación en la noche y cuya proa alberga una confitería y un restaurante. Desde allí los pescadores extienden sus cordeles, varas y anzuelos para “levantar” pejerreyes, bagres y pescadillas. Tampoco hay que obviar las diversas arterias citadinas, en sus diferentes niveles con sus malecones y escolleras, toda una postal turística, y contemplar los 17 kilómetros de playas de arena gris, donde se puede respirar otro aire y darle un cambio de 360 grados a la vida, pues en Mar del Plata hay otro tempo, otra cadencia, otro ritmo existencial, menos pernicioso que el de la capital porteña.



Y es que sus playas, a principios de año y en plena temporada de verano, se van poblando de vacacionistas de todos los lugares del país. No por gusto la ciudad, que también posee un pintoresco puerto, tiene una de las infraestructuras hoteleras más importantes de la argentina. Pero son sus 24 exclusivos balnearios de la zona sur, cercana a Punta Mogotes, Alfar y el Faro, con la más completa infraestructura de servicios de playa, las que para mí poseen el mejor visual de la costa y, sin embargo, son las menos visitadas y donde se respira verdadero sosiego. No hay más que dejarse caer sobre una reposera y bajo una sombrilla en la playa y Mirador Waikiki, o cerca de su pileta, para contemplar a los amantes del surf haciendo sus acrobacias y equilibrios encima de las crispadas y extensas olas, muy cerca de una orilla pedregosa verde y gris.



Muy próximo de allí, el reducto verde del Bosque de Peralta Ramos, 450 hectáreas semi-urbanizadas, pobladas de pinos, nogales, robles, araucarias, magnolias y jazmines y otras especies vegetales e inundadas de las más variadas especies de pájaros, simboliza el contacto más directo con la naturaleza. Pasar unas vacaciones en ese remanso mágico, de cabañas, bungalow y chalet modernísimos, con pocas calles asfaltadas y muchos caminos de ripio y arena, donde el silencio y el reposo se enseñorea desde la mañana, significa calidad de vida… volver realmente recuperado a recomenzar la faena laboral.



Pero no seríamos justo si obviáramos los paseos, miradores y el malecón que demarca toda la ciudad, desde Playa Chica hasta Playa Grande, al Sur de Cabo Corrientes, con su contraste de afloramientos rocosos y agradables parquizaciones, sus restaurantes de frente al mar, sus emblemáticos y tradicionales cafés, como “Vía Appia”, con sus exquisitas y célebres facturas, o la “Confitería Boston”, donde podrá hacer un descanso tomando un chocolate, acompañado de un cupcakes, y luego seguir su atractivo recorrido entre los veraneantes, que toman el sol, descansan mirando al mar o toman un cóctel, en el Torreón del Monje, o queman sus calorías en interminables caminatas, ejercicios aeróbicos, patines y tablas de skateboard por toda la rambla.



Entre la sierra y el mar



Pero su paseo no estaría completo si no se da un saltito por Sierra de los Padres, ubicada a tan sólo 15 minutos de Mar del Plata, por la ruta 226, con su autopista de doble carril. Allí entre colinas, valles, huertas frutales y vegetales, tierras rojizas y negras de una fertilidad impresionante, granjas de producción lechera, viveros botánicos, camping y barrios residenciales podrá llegar hasta la cumbre, con sus vistas panorámicas, y luego visitar la Gruta de los Pañuelos, el peñón de Santillán, el centro comercial, campo de golf, la laguna y sus circuitos de parapente entre las serranías. Y no olvidar, por supuesto, su Jardín Botánico, con más de 100 especies arbóreas, y el Zoológico, que alberga, en 8 hectáreas, con sus pasos peatonales, a pumas, llamas, ciervos, carpinchos, monos, tucanes, coatíes, pavos reales, entre otros animales.



Tampoco debería postergar una visita a Miramar, esa pequeña ciudad marítima y turística a 45 kilómetros de Mar del Plata – conocida como la Ciudad de los Niños - cabecera del partido de General Alvarado, que entre dunas y viveros de eucaliptos, araucarias, pinos y cipreses se levanta apacible y familiar. Por sus rutas veremos a los ciclistas pedalear entre sus 20 kilómetros de costas y playas, de arena suave y limpia, y a las familias jugar al tejo y hacer sus asados en los fogones habilitados en el bosque o pescar en el muelle o sus escolleras náuticas.



Nada, que a juzgar por lo visto y aunque Mar del Plata exhibe hoy un aspecto más limpio y cuidado que en muchas de mis otras visitas y se destaquen nuevos y modernísimos edificios acristalados, futuros emblemas - como el Proyecto residencial “Maral Explanada” - que viento en popa y a toda vela, pronto emergerá, bajo la dirección del afamado arquitecto tucumano, César Pelli, en plena Playa Grande, con sus tres torres de planos curvos, que giran buscando los mejores visuales para su construcción y generan siluetas agradables y dinámicas frente al mar, la urbe pareciera querer despojarse de sus pátinas de antaño, como si le pesarán cual fardo inmanejable, olvidando que lo antiguo también es patrimonio e imagen irrenunciable.