martes, 24 de julio de 2012

Puta costumbre



Obra del artista cubano Roberto Fabelo.

“(…) pero existe

esa mezcla de tiempos y fronteras

que no tiene remedio

con palabras”.

 Irela Casañas, en: “Escribir en la arena sin que la ola alcance el rasgo”.




Como un humo, una voluntad de perpetuidad se rematan

En la plaza pública aquellas palabras, casi sin espectadores,

Rebotan como crisálidas deshechas contra los tímpanos-sordos

Trazan una ralla negra sobre las paredes blancas del claustro escarchado

Donde mi perro trepida de frío, ladra su celo con sinfonías atonales

Y se escabullen dentro de mi cabeza los salmos religiosos

Que repetía – desnuda - mi tía solterona para no arder en el infierno.

Dañino vicio aquel de no querer escuchar, ni en los peores insomnios/

en aquellos donde mi masa cerebral se derrite como la esperma de una vela/

contra la mesa de luz de esa pequeña cárcel, con baño y bidet,

donde hemos decidido - ojo alerta - esperar el armisticio para que deje de diluviar

y acaso salga un arcoiris que lo coloree todo de nuevo,

parecido a un tatuaje con gramática inscrito a punta de cuchillo

                                                                      (en la frente traslúcida).



La otra aparición - que también se llama como yo- ha empezado a desconocerme

dócilmente/ Me imita cada día al levantarme,

se tapa la boca al bostezar, no eructa, busca el mejor dentífrico

para blanquearse los dientes, ya no actualiza su pasaporte

y se ducha religiosamente después de hacer (apáticamente) el amor

antes de tomar el subterráneo camino a una oficina gris

donde parece que también todo quedará suspendido a los laberintos

                                                                                  (del discurso).

El espectro se afana en vestirse con mis ropas, en conservar mi parsimonia

y se entrena para hablar con el mismo acento neutro de los sin fronteras.

Luego – a mis espaldas - se muerde los labios por su olfato

y adopta semejante hipocresía de corrección política.

Cada tanto le oigo decir como si escupiera una pedrada:

“hasta aquí llegó la vida”, con un dejo de advertencia y desapego,

Como si pudiera no hacer oídos sordos a tanto nihilismo

Que intoxica el cerebro e inmoviliza las piernas.



Entonces vuelve a aparecer el humo como una exhalación

Un linde, una orilla en mapa asediado por el adversario

Para sentir el peso de mi culpa ardiendo en un brasero apagado

e inmediatamente recuerdo ese coraje de náufrago con que me parió mi madre

y aquellas bendiciones de mi abuela cuando pensaba

que ya no hablaría irremediablemente como el resto de los chicos de mi edad

porque al nacer no lancé el estridente berrido de llegada.

“¿Apocado o mudo?, se preguntaba ella

y me daba aceite de hígado de bacalao para enjuagarme las cuerdas vocales

y sacarme alguna palabra, pero sólo conseguía una mueca de asco/ una aversión,

un sudor en el labio que todavía me dura cuando debo ingerir algún fármaco.

Es ese el momento de salir a la tribuna o al cónclave

donde se discute un asunto de vida o muerte o de resurrección

y arrellanarse sobre el silencio de los demás, donde a veces pareciera

que nunca termina la frase y nadie sabe en que isla o marejada

puede aparecer su alter ego con esa puta costumbre de sentirse un emigrante

                                                                sin nada familiar ni nada que decir.




                              Buenos Aires, 24 de julio, frío y estufa insuficiente.