lunes, 19 de octubre de 2015

“Santa Cecilia” y La Habana: Una Atlántida insular




Por: Juan Carlos Rivera Quintana
Foto: Cortesía de Timbre Cuatro.

“La Habana no existe, a veces pienso que la inventé”, dice con melancolía la anciana ilustre, la muerta-viviente Santa Cecilia, después de cantar y tararear, como en una fantasmagoría - desde el fondo del mar-  aquella famosa pieza, del cantautor santiaguero, Manuel Corona, que dice: “Por tu simbólico nombre de Cecilia tan supremo que es el genio musical;  por tu simpático rostro de africana canelado que se admiran los matices de un vergel. Y por tu talla de arabesca diosa indiana, que es modelo de escultura del imperio terrenal, ha surgido del alma y de la lira del bardo que te canta como homenaje fiel (…)”.

Entonces da comienzo el unipersonal - interpretado magistralmente por el actor cubano, Osvaldo Doimeadiós, bajo la dirección de esa leyenda teatral, que es Carlos Díaz -  y empiezan a tejerse las remembranzas y la magia que, por una hora y cuarto, mantendrá pegado a sus butacas a los espectadores que, en la gélida noche primaveral, del viernes 16 de octubre, asistimos al teatro “Timbre Cuatro”, ubicado en pleno corazón de Buenos Aires, para ver la pieza, del repertorio dramático insular del grupo El Público, que se presentó como parte del III Encuentro Latinoamericano de Teatro Independiente.

Y es que este monólogo, que lleva por título: “Santa Cecilia” - escrito por el reconocido dramaturgo y narrador cubano Abilio Estévez, entre 1993 y 1996, está poblado de toda la desilusión y el escepticismo por una capital cubana (“Laaaaahabana”, como dice su protagonista), que está condenada a desaparecer para siempre. Y la voz de la anciana, de 100 años, que yace enterrada en el fondo del mar y constituye el cordón umbilical de la historia, se lamenta de la destrucción y la ruina de la mágica urbe insular y la extinción de sus antiguas costumbres, goces y formas de vida, mientras da sus golpecitos con el bastón o se sienta en el sillón de mimbre o se abanica para paliar el bochorno habanero.

Así, entre portalones, quitrines, calles estrechas, pregoneros de frutas, orquestas y bares de la época y desde una Habana, que más bien se asemeja a una nueva Atlántida, se van desgranando las historias de un conjunto de ánimas, de diferentes matices y trazados: la vieja, la niña bien, el flautista negro, la sirvienta, la madre recatada, el padre castrador y muchos otros fantasmas familiares.

Y durante ese periplo evocativo asistimos a varias historias, todas cubanísimas, acompañadas – no podía ser de otra manera - por la música trovadoresca; la operística (como en el pasaje, donde se recuerda la presentación, en la capital habanera, del tenor italiano Enrico Caruso) y el repertorio popular y bailable de las orquestas cubanas. Y es ahí, entre esos desdoblamientos y transiciones dramáticas; entre esos entreveros y transfiguraciones; entre esas entradas y salidas teatrales de cada personaje, donde Doimeadiós saca los mejores provechos dramáticos y deslumbra por sus posibilidades histriónicas, su ductilidad escénica, su dominio del cuerpo, su concentración y destreza para cantar y bailar y, sobre todo, para convencer.

Y qué decir de cómo el dramaturgo Estévez apela, con acertado tino en el texto escénico, a esa condición pentasentido de los seres humanos y recrea y evoca imágenes, situaciones, ruidos matinales, olores y sabores cubanísimos, como el del flan de calabaza, el dulce de coco, la limonada para paliar el calor tropical, la natilla y el arroz con leche, por sólo citar algunos, que terminan por hacernos la boca agua desde la luneta y llevarnos, como en un flashback,  a La Habana que dejamos atrás. Y por momentos, haciendo uso de citas, referencias a otros autores clásicos, al homenaje, a la solemnidad y la parodia hasta llega a burlarse del criticado ocio insular, como en ese pasaje, donde Santa Cecilia apunta con fina ironía isleña: “como los habaneros no aprendimos a levitar inventamos la hamaca”. Y ahí, entre los parlamentos humorísticos es donde más llega a descollar el intérprete y donde despunta todo el filo y la clave del choteo isleño del dramaturgo de: “La verdadera culpa de Juan Clemente Zenea”.
 
Sin dudas, con esta pieza - que forma parte de la trilogía: “Ceremonias para actores desesperados” - que incluye, además, otros dos monólogos: “El transformista, Freddy” y “El enano en la botella”, Abilio Estévez corrobora su ubicación entre los autores más perdurables de la contemporaneidad de la Mayor de las Antillas y Osvaldo Doimeadiós rompe el molde y los pre-conceptos de los que sólo le estereotipaban como un actor entrenado para la comedia.



sábado, 10 de octubre de 2015

“Antigonón” o la Patria maltrecha


 
Por: Juan Carlos Rivera Quintana
Fotos: Lessy.



 

Desde arriba del escenario una pionera cubana repite cansinamente: “ (….) El amor, madre, a la Patria No es el amor ridículo a la tierra, Ni a la yerba que pisan nuestras plantas; es el odio invencible a quien la oprime, es el rencor eterno a quien la ataca” y las frases rebotan y estallan las acechanzas y frustraciones de muchos de los espectadores, que asistimos, en la noche fría, del jueves 8 de  octubre, al teatro “El Cubo”, ubicado en el barrio de El Abasto, en pleno centro porteño, a ver la subversiva puesta en escena de: “Antigonón: un contingente épico”, del colectivo cubano “El Público”, dirigido por Carlos Díaz, que se presentó, con gran éxito, como parte del Festival de Teatro de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

 

Y es que sólo cinco actores, completamente desnudos, la mayor parte del tiempo del espectáculo bastan cuando hay una mano directriz, como la del prestigioso dramaturgo cubano Carlos Díaz - ya casi una leyenda en el teatro cubano - para llenar y despertar todos los sentidos y las emociones de los espectadores y hacer una mirada ácida y corrosiva al biotipo del héroe insular.

 

Tampoco deberíamos obviar un texto como el del escritor isleño Rogelio Orizondo, que se vale de una acertada reelaboración, intertextualidad y actualización del clásico de la tragedia griega “Antígona” y traspolando la anécdota a la isla de Cuba mixtura todo el tiempo las historias y teje un material demoledor, casi un mazazo para las conciencias insulares, de adentro y afuera, y las voces críticas de los amigos de la isla, que cuestionan el estado actual en que ha quedado la maltrecha Cuba, luego de tantos años de desgobierno, dictadura y diáspora de sus mejores hijos.  

 

Quizás ello explique que la obra comience con imágenes de archivo y videos de la época, que recuerdan el entierro del Héroe de la Patria y Mayor General de nuestra Guerra de Independencia contra España, Antonio Maceo y su ayudante Panchito Gómez Toro, en el Cacahual y dicha efemérides nacional se mezcla con la tragedia griega, donde Antígona, la hija de Edipo y Yocasta y hermana de Eteocles y Polineces, decide desobedecer las órdenes del tirano y dar sepultura digna a uno de sus hermanos guerreros - condenado injustamente por traición a la Patria - para que no fuera devorado por los cuervos y los perros, al permanecer insepulto en las afueras de la ciudad, como ordenaba el mandamás.

 

Y por momentos, hasta parecería que seduce la persistencia del tema de Antígona, en la cultura occidental en todas las épocas y las disímiles reelaboraciones que dicho mito de resistencia y disconformidad ante las injusticias y los desmanes ha tenido en el teatro contemporáneo. Quizás la respuesta esté en que los conflictos del clásico griego atraviesan la esencia misma del ser humano de todos los tiempos: vejez vs. juventud; sociedad vs. individuo; seres humanos vs. divinidad; héroes y antihéroes; libertad vs. opresión… entre el mundo de los vivos, dispuestos a luchar, y los muertos en vida o muertos civiles, que asienten para no disgustar a los tiranos y los gobiernos autocráticos.

 

Es que la poética de este proyecto escénico de “Antigonón” viene, después de muchas puestas y discusiones, de mucho taller, a convertirse en la tesis de graduación de dos prometedoras actrices cubanas, que egresan del Instituto Superior de Arte, de La Habana: las dúctiles y convincentes Daysi Forcade y Giselda Calero, que desdoblan en escena un abanico de personajes, todos distintos, todos demoledores, todos polisemia pura. Baste tan sólo recordar las patrias prostitutas; los heroicos combatientes del tanque; los “pingueros” (término con que en la isla se denominan a los taxi boy que lucran con el turismo internacional) y los escolares sencillos que con ingenuidad demoledora dicen las grandes verdades. También precisaríamos reparar en los trabajos corporales y posturales de todos sus actores, que la mayoría del tiempo a desnudo completo trabajan con desenfado, como si fuera una coreografía de cuerpos que se retuercen y ni hablar de los cambios de voces y los desplazamientos escénicos de la puesta toda.

 

Y por la escena desfilan el carnaval isleño; las palabras del apóstol José Martí; la visión surrealista de nuestro gran dramaturgo Virgilio Piñera; las voces de la Madre de la Patria, nuestra Mariana Grajales, aquella que le dijo a su hijo menor, al recibir la noticia de la muerte de su hijo dilecto, en la batalla: “Y tú, empínate y anda”. Por el escenario transita, además, lo esperpéntico y erótico de nuestro Reinaldo Arenas, junto a la procacidad del lenguaje y las des-culturización de hoy día en la isla; el pastiche caribeño, la parodia cabaretera y la burla sórdida y todo pasa como un contingente épico, donde lo prohibido, lo escatológico, lo mordaz e insano desfila de la mano de una mente cuestionadora que pone en duda - como una tabla salvavidas - todas las “conquistas” revolucionarias y logra alcanzar los peldaños de una identidad “caótica en su ordenamiento” y triste en su estampida última, su falta de expectativas, su confusión y pobreza existencial. Y casi al borde del camino, la Patria toda… la Patria maltrecha, en su altar “patriótico” y sincrético, que no atina ya para dónde escapar y casi pide a gritos hundirse en el mar (rodeada de agua por todas partes) para volver a renacer con una carne nueva y unos huesos fundantes.