Juan Carlos Rivera Quintana nació en una isla - en Cuba - y un buen día decidió salir de ella a mirar el mundo y buscar otros aires. Él quería alcanzar otros horizontes más personales e intelectuales y decidió construir su propia casa - su islaenpeso - y desde ahí presentar sus inquietudes periodísticas y literarias, sus crónicas de viajes, obsesiones y nostalgias. Acá, en esta geografía, sin mar cercano que lo aleje, se siente totalmente libre.
martes, 3 de diciembre de 2013
miércoles, 6 de noviembre de 2013
lunes, 7 de octubre de 2013
Venecia: en sus canales... ángeles vivos
Texto y foto: Juan Carlos Rivera Quintana
Se enciende el cono blanco de la pantalla de la computadora, en el avión de Luthansa, que está próximo a llegar a la ciudad de los canales y aparece Gustav von Aschenbach - interpretado por Dirk Bogarde –un compositor alemán que acaba de sufrir un rotundo fracaso con el estreno de su última obra. Es el filme: “Muerte en Venecia”, del realizador franco italiano Luchino Visconti, basada en la novela homónima de Thomas Mann, que transcurre en el verano de 1911 y donde Gustav se refugia en el lujoso “Hotel des Bains”, todo un bastión de la belle époque italiana e intenta buscar sosiego y recuperar la juventud que se le escabulle irremediablemente.
A su alrededor todo tiene la misma patina decadente que su persona y el Lido, esa isla enclavada frente a Venecia, que reposa sobre el Mar Adriático, da también albergue a una familia de veraneantes polacos, donde el joven Tadzio, de una belleza casi andrógina, llama la atención del desalentado músico y se comienza a tejer un amor difícil.
Al final, sobreviene la famosa escena, casi de culto entre los cinéfilos, en la cual Gustav abandonado a la epidemia de cólera que asota el balneario, se queda impávido mirando al adolescente polaco bañarse en el mar, sin dirigirle una palabra, mientras su sudoración de muerte comienza a empaparle y se le corre el maquillaje y el tinte oscuro del pelo, que dejan ver sus canas y el paso de los años que quiere ocultar. En ese estado de éxtasis y contemplación mortal queda, sentado a orillas del mar.
Bajo esa atmósfera casi elegíaca y el Adagio de la 5ta sinfonía de Mahler, que envuelve el filme, comienza a descender mi avión sobre Venecia, esa ciudad construida en un archipiélago de 118 pequeñas islas, famosa por sus 150 canales y sus cerca de 400 puentes. Y desde la escotilla puedo divisar ya el ir y venir de las muchedumbres turísticas por los barrios o sestiere, los campaniles de las iglesias, la entrada de los cruceros, los palacetes renacentistas, las piazzas y el paso afiebrado de los vaporettos y las góndolas sobre la laguna en pleno verano veneciano. Y hasta logro detectar el “Hotel des Bains”, ahora cerrado desde hace dos años por reparación, que parece dormir un sueño eterno y mortecino.
¿Segundas partes siempre fueron buenas?
Y es que Venecia, capital de la región venéta italiana, apodada además la Serenísima, conserva un acervo cultural inconmensurable, proveniente de su historia milenaria. No en balde fue reconocida por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad, en 1987. Allí, en su casco histórico, sus basílicas y su laguna se han labrado sus años de fama legendaria y sigue siendo el sitio de culto para los amantes que hacen de ella una alucinación mística… memorable.
Por eso para el recién llegado en aventura turística todo resulta casi onírico, una ensoñación casi espectral, matizada de color siena y humedad corrosiva. Para quien, como yo, ya viene por segunda vez el viaje se torna en paseo más tranquilo y de observación aguda… un reencuentro con un lugar en el mundo que me hace feliz, una segunda oportunidad de poesía visual por cuatro días.
Venecia en verano resulta otra, tiene su alteridad. Los rayos incandescentes caen oblicuamente sobre los canales y el viento caliente te corta la cara. La luz es otra, casi más brillante, enceguecedora e incide sobre los palacetes, las plazas y los puentes dándoles una apariencia medieval casi literaria y fantasmagórica. Y si antaño, en el año 421, en pleno siglo V d.C, cuando surgió, fue asiento de pescadores y comerciantes que llegaron a dominar los mares europeos y, posteriormente colonia francesa y austriaca hasta ser incorporada a Italia, hoy es una urbe detenida en el tiempo, casi con el mismo aliento rancio con que fue fundada y ello resulta – sin lugar a dudas- su carta de presentación y triunfo.
Lo que si no resulta un espejismo es el encanto y la fascinación que ejerce esa ciudad, donde las 90 basílicas con sus campanadas agoreras, que antaño anunciaban la hora, los nacimientos, las muertes, la llegada de los buques, asambleas y hasta incendios, constituyen una huella visual y auditiva del lento transcurrir del tiempo. ¿Pero, de dónde parte su originalidad, su encanto y abolengo? Creo que de su ambiente, casi una locación cinematográfica antiquísima, imagen que se retiene de esos islotes que afloran por sobre la laguna y esas estacas que antaño constituían la base para nivelar los palacetes y duomos.
Se cuenta que la emblemática Iglesia Santa María Della Salute, enclavada en la Punta Della Dogano, (Punta de la Aduana) inició su proceso de construcción, allá por el año 1630 y fue necesario clavar unas 1.106.657 estacas de roble, aliso y alerce para tejer la balsa que la soporta ediliciamente y la sostiene sobre el agua. Su aire casi místico y contemplativo, realzado por las obras de Tiziano, que aluden a escenas de vida y muerte, ocurridas en el Antiguo Testamento, evidencian que dicho templo fue una ofrenda de los habitantes venecianos, luego del diezmo que sufrió su población, debido a la epidemia de peste del 1600. Hasta allí en sus barcazas acuden los residentes para rezar, durante la “Festa del Redentore”, una de las jornadas populares más queridas y participativas de la ciudad.
Pero Venecia está plagada de obras pictóricas y escultóricas, mayoritariamente eran los grandes artistas del Véneto de cada época los que recibían la encomienda de decorar los templos y ello explica la magnificencia de sus cielos rasos y sus frisos. Durante mi visita se estaba celebrando la 55a Bienal de Venecia, una de las citas del arte contemporáneo más importantes en Europa y el mundo. Allí en los ambientes íntimos y relajantes de los Giardini ex Reali (Jardines Reales) y en Arsenale (galpones que conforman el antiguo astillero y base naval) y otros palacetes tenían lugar los escenarios de exhibición de las muestras: 88 pabellones nacionales y 49 exposiciones reunían el quehacer de los artistas más originales y emergentes de todo el planeta, con unas 4.500 obras en total.
Impactante – sin dudas – la muestra del ejército de “Venecianos”, del artista polaco Pawel Althamer, quien modela las caras y las manos de algunos venecianos y posteriormente añade cuerpos compuestos por rizos de plástico que resultan un retrato surrealista de la ciudad y sus habitantes. Destacado además son las instalaciones del escultor y disidente chino, Ai Weiwei, quien participa en representación del pabellón alemán y que con su muestra paralela, ubicada en la Iglesia San Antonio, titulada: S.A.C.R.E.D, recrea y denuncia – casi fotográficamente y a modo de maquetas- los 81 días que pasó detenido por el régimen de su país natal. Su cautiverio y la claustrofobia del encierro pueden ser seguidos, a modo de voyeur por los asistentes, a través de pequeñas ventanas, como incisiones, en las paredes de la cárcel que crea el artista.
Estuarios y litorales coloridos
Visitar las islas del estuario y las poblaciones de pescadores litoraleños a Venecia resulta una experiencia inolvidable. En el paisaje lagunar afloran los islotes recubiertos de escasa vegetación marina y poblados de gaviotas en verano. Desde el vaporetto – por tan sólo 20 euros – una excursión nos lleva a las islas de Murano, Burano y Torcello, en un recorrido de unas tres horas y media.
Murano, conocida como la isla del vidrio, fue levantada gracias a la popularidad de muchos de sus patricios, convertidos en maestros vidrieros, capaces de crear artísticamente un cristal - con sílex y álcalis especiales, que en su momento fueron secretos, y conseguir formas y colores sorprendentes. De esa manera ganaron fama internacional y mucho dinero, lo que les posibilitó levantar sus palacios e iglesias.
Burano, una isla, ubicada a 7 kilómetros de Venecia, estuvo habitada durante mucho tiempo por frailes franciscanos y conserva hoy todo el encanto de sus casitas, en hileras, con fachadas de vivos colores al pie de los pequeños canales y un inclinado campanile de la Iglesia San Martín, que se divisa desde la lejanía marina. Allí sus mujeres han sabido crear con sus propias manos y la sapiencia de costureras y tejedoras encajes hermosos de hilos que le dan renombre en el área y los hacen muy codiciados por los turistas. Manteles, tapetes, vestidos, cubrecamas componen la gama de souvenirs que los recién llegado buscan y compran, junto a las famosas bussolà di Burano, un delicioso roscón tostado, hecho a base de huevos, harina y mantequilla.
Al final, nos espera la isla Torcello, ubicada en el extremo septentrional de la laguna veneciana. Dicho asentamiento casi abandonado posee, hoy, una escasa población (unos 20 habitantes) y resulta un remanso de paz y sosiego. En sus inmediaciones las ciénagas y las aguas pantanosas han ido ganando terreno. Sus dos principales estructuras arquitectónicas, aún en pie son la Basílica, de estilo bizantino, de Santa María Asunta, fundada en 639, y la Iglesia de Santa Fosca, que data de los siglos XI y XII, rodeada por un pórtico en forma de cruz griega hermoso. Allí los turistas suelen sentarse en el llamado Trono de Atila, un asiento de piedras frente a dichos templos.
Pero el Lido, la extensa costa de dunas naturales y arena dorada, de 12 kilómetros, que llega hasta Chioggia, esa lengua de tierra firme formada por el detritus de los ríos y mares, suele quedar en la agenda turística siempre para el último día. Dicha isleta - una defensa importante para Venecia de la violencia del mar – es una playa de moda, uno de los principales destinos veraniegos de Italia, donde incluso se celebra, anualmente, el Festival de Cine de Venecia y la Bienal de Arquitectura. Allí sus chalets o cottages, de diversos estilos, con sus jardines, palmeras, canales y yates constituyen una verdadera fiesta visual para el turista.
Las elegantes playas del Adriático, sumergidas en un parque natural, muy cerca de Venecia, comenzaron a consagrarse como el lugar favorito para la jet set internacional y los amantes de la buena vida, renombradas junto a otros paraísos europeos similares, como Biarritz y Ostende. Allí la Playa Des Bains, frente al hotel del mismo nombre (hoy tristemente cerrado y tapiado); la Excelsior, cuyas casetas de tela blanca frente al mar constituyen un importante punto de encuentro de muchos actores famosos y su hotel de cinco estrellas, de estilo mudéjar tradicional, terminado en 1908 sigue siendo, para los que estiman las hotelería de alta gama, un sitio preferencial. Tampoco debemos olvidar el l'Albergo Quattro Fontane, con sus jardines floreados, donde la gente se sienta a conversar tranquilamente al amparo de las sombrillas amarillas y un buen café.
Sin dudas, Venecia y sus alrededores tienen sus atractivos y secretos. Sólo hay que buscarlos entre zaguanes, palacetes, canales y ángeles... y quizás entre canciones de gondoleros en barcazas, interpretando el clásico italiano: O Sole mio, cuya letra nos recuerda que siempre hay un sol más bello, el que está al frente nuestro.
Puta costumbre
Desnudo masculino, del artista austriaco Egon Schiele
"(...) pero existe
esa mezcla de tiempos y fronteras
que no tiene remedio
con palabras".
Irela Casañas, en: "Escribir en la arena sin que la ola alcance el rasgo".
Como un humo, una voluntad de perpetuidad se rematan
En la plaza pública aquellas palabras, casi sin espectadores,
Rebotan como crisálidas deshechas contra los tímpanos-sordos
Trazan una ralla negra sobre las paredes blancas del claustro escarchado
Donde mi perro trepida de frío, ladra su celo con sinfonías atonales
Y se escabullen dentro de mi cabeza los salmos religiosos
Que repetía - desnuda - mi tía solterona para no arder en el infierno.
Dañino vicio aquel de no querer escuchar, ni en los peores insomnios/
en aquellos donde mi masa cerebral se derrite como la esperma de una vela/
contra la mesa de luz de esa pequeña cárcel, con baño y bidet,
donde hemos decidido - ojo alerta - esperar el armisticio para que deje de diluviar
y acaso salga un arcoiris que lo coloree todo de nuevo,
parecido a un tatuaje con gramática inscrito a punta de cuchillo
(en la frente traslúcida).
La otra aparición - que también se llama como yo- ha empezado a desconocerme
dócilmente/ Me imita cada día al levantarme,
se tapa la boca al bostezar, no eructa, busca el mejor dentífrico
para blanquearse los dientes, ya no actualiza su pasaporte
y se ducha religiosamente después de hacer (apáticamente) el amor
antes de tomar el subterráneo camino a una oficina gris
donde parece que también todo quedará suspendido a los laberintos
(del discurso).
El espectro se afana en vestirse con mis ropas, en conservar mi parsimonia
y se entrena para hablar con el mismo acento neutro de los sin fronteras.
Luego - a mis espaldas - se muerde los labios por su olfato
y adopta semejante hipocresía de corrección política.
Cada tanto le oigo decir como si escupiera una pedrada:
"hasta aquí llegó la vida", con un dejo de advertencia y desapego,
Como si pudiera no hacer oídos sordos a tanto nihilismo
Que intoxica el cerebro e inmoviliza las piernas.
Entonces vuelve a aparecer el humo como una exhalación
Un linde, una orilla en mapa asediado por el adversario
Para sentir el peso de mi culpa ardiendo en un brasero apagado
e inmediatamente recuerdo ese coraje de náufrago con que me parió mi madre
y aquellas bendiciones de mi abuela cuando pensaba
que ya no hablaría irremediablemente como el resto de los chicos de mi edad
porque al nacer no lancé el estridente berrido de llegada.
"¿Apocado o mudo?, se preguntaba ella
y me daba aceite de hígado de bacalao para enjuagarme las cuerdas vocales
y sacarme alguna palabra, pero sólo conseguía una mueca de asco/ una aversión,
un sudor en el labio que todavía me dura cuando debo ingerir algún fármaco.
Es ese el momento de salir a la tribuna o al cónclave
donde se discute un asunto de vida o muerte o de resurrección
y arrellanarse sobre el silencio de los demás, donde a veces pareciera
que nunca termina la frase y nadie sabe en que isla o marejada
puede aparecer su alter ego con esa puta costumbre de sentirse un emigrante
sin nada familiar ni nada que decir.
Buenos Aires, después de un fin de semana reparador
"(...) pero existe
esa mezcla de tiempos y fronteras
que no tiene remedio
con palabras".
Irela Casañas, en: "Escribir en la arena sin que la ola alcance el rasgo".
Como un humo, una voluntad de perpetuidad se rematan
En la plaza pública aquellas palabras, casi sin espectadores,
Rebotan como crisálidas deshechas contra los tímpanos-sordos
Trazan una ralla negra sobre las paredes blancas del claustro escarchado
Donde mi perro trepida de frío, ladra su celo con sinfonías atonales
Y se escabullen dentro de mi cabeza los salmos religiosos
Que repetía - desnuda - mi tía solterona para no arder en el infierno.
Dañino vicio aquel de no querer escuchar, ni en los peores insomnios/
en aquellos donde mi masa cerebral se derrite como la esperma de una vela/
contra la mesa de luz de esa pequeña cárcel, con baño y bidet,
donde hemos decidido - ojo alerta - esperar el armisticio para que deje de diluviar
y acaso salga un arcoiris que lo coloree todo de nuevo,
parecido a un tatuaje con gramática inscrito a punta de cuchillo
(en la frente traslúcida).
La otra aparición - que también se llama como yo- ha empezado a desconocerme
dócilmente/ Me imita cada día al levantarme,
se tapa la boca al bostezar, no eructa, busca el mejor dentífrico
para blanquearse los dientes, ya no actualiza su pasaporte
y se ducha religiosamente después de hacer (apáticamente) el amor
antes de tomar el subterráneo camino a una oficina gris
donde parece que también todo quedará suspendido a los laberintos
(del discurso).
El espectro se afana en vestirse con mis ropas, en conservar mi parsimonia
y se entrena para hablar con el mismo acento neutro de los sin fronteras.
Luego - a mis espaldas - se muerde los labios por su olfato
y adopta semejante hipocresía de corrección política.
Cada tanto le oigo decir como si escupiera una pedrada:
"hasta aquí llegó la vida", con un dejo de advertencia y desapego,
Como si pudiera no hacer oídos sordos a tanto nihilismo
Que intoxica el cerebro e inmoviliza las piernas.
Entonces vuelve a aparecer el humo como una exhalación
Un linde, una orilla en mapa asediado por el adversario
Para sentir el peso de mi culpa ardiendo en un brasero apagado
e inmediatamente recuerdo ese coraje de náufrago con que me parió mi madre
y aquellas bendiciones de mi abuela cuando pensaba
que ya no hablaría irremediablemente como el resto de los chicos de mi edad
porque al nacer no lancé el estridente berrido de llegada.
"¿Apocado o mudo?, se preguntaba ella
y me daba aceite de hígado de bacalao para enjuagarme las cuerdas vocales
y sacarme alguna palabra, pero sólo conseguía una mueca de asco/ una aversión,
un sudor en el labio que todavía me dura cuando debo ingerir algún fármaco.
Es ese el momento de salir a la tribuna o al cónclave
donde se discute un asunto de vida o muerte o de resurrección
y arrellanarse sobre el silencio de los demás, donde a veces pareciera
que nunca termina la frase y nadie sabe en que isla o marejada
puede aparecer su alter ego con esa puta costumbre de sentirse un emigrante
sin nada familiar ni nada que decir.
Buenos Aires, después de un fin de semana reparador
miércoles, 25 de septiembre de 2013
Egon Schiele y Viena o la eternidad y el sosiego (o viceversa)
Una ciudad bohemia e intelectual donde se respira el arte. En la foto el Museum Quartier, antiguas caballerizas imperiales, hoy convertidas en ciudad de exposiciones y cultura.
Texto y foto: Juan Carlos Rivera Quintana
Está posando completamente desnudo, en una posición casi esperpéntica, incómoda y exhibe un cuerpo escuálido, casi mal alimentado, desde el inmenso cuadro, titulado: “Autorretrato”, que se muestra en una de las salas del “Leopold Museum”, en Viena. Egon Schiele (1890-1918) es de esos artistas que imantan desde el primer acercamiento. Su trágica desaparición, con tan sólo 28 años, víctima de la gripe española - que le contagió su amada Edith – fue un verdadero cimbronazo para el panorama de las artes plásticas austriacas, inmersas en ese momento en lo que se llamó la Secesión, un movimiento que intentaba romper con los cánones adocenados del arte refinado y proclamaba a los cuatro vientos sus rupturas y libertades.
Hoy, frente a sus autorretratos, retratos y paisajes, de los más interesantes que muestra dicho museo - un cubo postmoderno de piedra caliza, ubicado en las antiguas caballerizas imperiales y convertido actualmente en un amplio barrio de cultura y de exposiciones – conocido como el Museum Quartier, donde se exhiben las más fascinantes colecciones de arte tradicional, moderno y contemporáneo de Austria, uno no puede más que quedar impávido y turbado. Y es que Schiele con sus acuarelas, pinturas y dibujos fue uno de los emblemas de dicho grupo de artistas – entre los que se ubicaban Gustav Klimt; Henri Matisse, Edvard Munch y Vicent Van Gogh - que proclamaba la pureza y funcionalidad de las artes y creía abiertamente en la dimensión emocional de sus modelos desnudos, que incluso fueron catalogados como pornográficos y tuvo que pagar injustamente con un arresto preventivo de tres semanas de cárcel y hasta la quema pública de uno de sus obras.
Pese a esto y aunque han pasado cientos de años Viena sigue ahí, delicada, elegante, rebosante de encantos y exhibiendo su antigua grandeza imperial, con sus palacetes, sus bares antiguos con aires intelectuales, agrupando a una bohemia interesantísima, dándole protagonismo a la vida cultural y haciendo de la estadía de cualquier mortal, interesado en las artes, una verdadera orgía para los sentidos.
Porque resulta atractivo levantarse, cada mañana, con el sonido de los tranvías modernos que circulan por la calle y hacen un ruido peculiar, como de pellizcos metálicos y escuchar sonar, además, las ocho campanadas de la iglesia, cercana al Cordial Theaterhotel, en la Josefstadter Strasse, No. 22, y salir a recorrer una urbe palpitante, que muta todo el tiempo y vive intensamente un clima cultural infrecuente para cualquier urbe y un glorioso pasado.
Un brochazo de sol en la vereda
Entonces no quedará más que encaminarse a vivir el arte. No hay otra… en Viena ese es el aire que se exuda: el Leopold Museum; el MUMAK (Museo de Arte Moderno, de la Fundación Ludwing), construido post-modernamente con lava de basalto gris y pisos de cristales en muchos de sus escaleras y sus otros centros de muestras, emplazados alrededor de los seis patios del complejo Quartier, donde se dan cita jóvenes artistas, diseñadores, turistas y vieneses para almorzar frugalmente las deliciosas y delgadas salchichas ahumadas o se toma un rico café, acompañado de la célebre pastelería de la ciudad: la Sachertorte, deliciosa tarta cubierta de una capa de mermelada de albaricoque sobre la que se vierte otra de chocolate, o el Apfelstrudel, realizado con pasta de manzana, canela, pasas de uvas y azúcar glacé.
Y si de recomendaciones se trata sugeriría al recién llegado, en la noche, asistir a una de las presentaciones de las diversas orquestas operísticas que se presentan en la ciudad. Particularmente pude asistir a la Musikverein-Goldener, donde se presentó la Orchestre Mozart de Vienne, cuyos excelentes músicos y cantantes lucían los trajes y pelucas de época, en la segunda sala de mejor acústica del país y Europa.
Tampoco podrá soslayar una recorrida por el Stepahansdom, la catedral de estilo gótico, que domina el centro de Viena; el Rathausmann, imponente edificio que funciona como el Ayuntamiento de la ciudad y donde se ofrecen, en verano, festivales de música clásica y cine, y en invierno se habilita una pista de patinaje sobre hielo; el castillo medieval Hofburg, antiguo palacio imperial, con sus numerosas salas, patios y jardines, que reflejan el glorioso pasado nacional y por donde, con un poco de imaginación, se puede ver arrastrar los delicados vestidos de la princesa Isabel de Baviera, conocida cariñosamente como la Emperatriz Sisí; la antigua residencia de verano del príncipe Eugenio de Saboya, el general más famoso de los Habsburgo, recordada como el Palacio Belvedere, uno de los más ambiciosos proyectos arquitectónicos –de estilo barroco - con sus jardines franceses y sus espaciosas salas de exhibición, donde se puede ver desde el autorretrato del pintor expresionista Richard Gerstl (1883-1908), pintado el mismo año en que decidió quitarse la vida, hasta algunas de las más representativas obras de Gustav Klimt (1862-1918): “El beso”, realizada con toda la imaginería de los mosaicos venecianos, y su sensual mural y más conocida obra: “El Abrazo”, de temática abiertamente erótica.
El Schloss Schönbrunn, precisa una visita aparte y es recomendable para comenzar una jornada cuando el sol – mejor si es verano – comienza a dibujar sus veredas, aposentos, corredores, cuartos, comedores, ventanas e inmensos fuentes y jardines, con sus Ruinas Romanas, repletas de estatuas mitológicas. Dicho palacio, de estilo rococó, que recibe la visita anual de 110 mil personas, fue la antigua residencia de verano de los Habsburgo y su ubica en una zona boscosa de las afueras de la urbe. Allí no puede dejar de ver la Gran Galería, decorada con estuco blanco y dorado y sus arañas y espléndidos espejos, donde pareciera que todavía se van a volver a reunir, en negociaciones de paz y en plena Guerra Fría, el presidente Kennedy y el premier ruso Khruschev, en 1961, en ese puente tejido, entonces, por Viena entre los países comunistas de la Europa del Este y el Occidente capitalista.
Para el final y como una nota de color puede darse una vuelta, utilizando el cuidado, puntual y moderno Strassenbahn, como los germanos llaman a sus tranvías, o el servicio de subtes, y luego caminar rumbo, a la Löwengasse Strasse (calle), para visitar el Hundertwasserhaus, un muy poco convencional edificio - diseñado por el arquitecto austriaco, Friedensreich Hundertwasser - con balcones y tejados ajardinados; vivos azulejos, negros, blancos y dorados y texturas naranjas, azules y blancas en sus paredes, residencia que intenta acercar la naturaleza a las 200 personas, que habitan sus 50 apartamentos. También no vendría mal y para completar toda la información cultural una recorrida por Karsplatz y detenerse ante uno de los más finos ejemplos de la arquitectura de estilo Jugendstil vienesa: el gran Edificio de la Secesión, una construcción cúbica, de color blanco y dorado, con sus macetas níveas y azules y sus cabezas de gorgonas y búhos de la fachada, apodado cariñosamente como el “Repollo Dorado”, en alusión a su cúpula realizada, con más de 3 mil hojas de laurel, de ese llamativo color. Dicho edificio de forma basilical construido para albergar la obra de los artistas plásticos del Jugendstil, el modernismo, el Art Nouveau o el Secesionismo vienés, expone entre unas 12 a 15 muestras de arte por año y se destaca por el famoso: “Friso de Beethoven”, un mural que ocupa tres paredes, realizado por Gustav Klimt, entre 1901-02, que se basa en la interpretación que hace Richard Wagner, de la Novena Sinfonía, de Ludwing van Beethoven y que está considerado como una de las obras cumbres del Art Nouveau vienés.
Viena hace gala todo el tiempo de su sobria arquitectura imperial, con sus fachadas barrocas y clasicistas y se precia de ser la capital de la cultura musical y operística del mundo con un cuidadoso y responsable cultivo de la importante herencia y tradición europeas. Ella es una de las más bellas urbes de Europa… emana arte y es uno de los lugares paradisíacos, del llamado Primer Mundo, para vivir con confort, elegancia y sosiego. Sus vientos bohemios e intelectuales se mantienen a pesar del paso de las centurias. No por gusto fue la urbe que Egon Schiele - ese pintor cuyo quehacer plástico bien pudiera representar toda la cultura vienesa - escogió para desplegar su relevante obra. Por sus calles aún retumba aquella frase creativa de Schiele, que se convirtió en paradigma creativo de toda una generación: “el arte no tiene que ser moderno, tiene que se eterno”. Sin dudas, ese es el aura que transpira dicha metrópoli... bañada por soplos de eternidad y belleza.
sábado, 21 de septiembre de 2013
Budapest: el Danubio ya no es azul
Sin dudas, antes de la ciudad y los puentes ya había un río que cruzaba.
Texto y foto: Juan Carlos Rivera Quintana
Admito que llegué buscando un Danubio azul casi
melancólico y cadencioso - como invoca el afamado vals de Johann Strauss - y me encontré un río que ya no tiene ese
color, sino un gris casi metálico verdoso, pero que sigue siendo demasiado sosegado,
casi silencio, suave y desbordante de altivez y elegancia, con esos puentes tan
arquitectónicamente diferentes que le cruzan y hacen de Budapest, la capital de Hungría, ubicada en la región central de Europa, una de las ciudades más
bellas de la región, entre las mejores habitables y un sitio idílico para vivir.
Y es que no hay nada como despertarse todas las mañanas y salir dispuesto al viaje, al descubrimiento por una ciudad fluvial, por una urbe llena de sorpresas, con barquitos y cruceros que van y vienen tranquilamente por ese gran espejo de cristal cárdeno que lo baña y colorea todo; con más de 30 líneas de viejos y modernos tranvías de color amarillo que enlazan prácticamente todos los barrios y distritos; con bisztros y cervecerías que están abiertos a toda hora donde la gente se reúne a conversar jovialmente y tomar alguna copa y comer el tradicional goulash (sopa sustanciosa hecha de carne de vaca, patatas y cebollas y especiada con pimentón o paprika), visitar alguna tienda de ropa vintage, donde puede encontrar algunas sorpresas increíbles o adentrarse buscando recuperar bienestar físico en los antiquísimos palacios, que funcionan como baños termales (unos 47) con propiedades sanativas. También puede recorrer calles, barrios y pasajes con huellas históricas y edilicias que se remontan a más de 2.000 años. Es tan genuina y auténtica que Budapest, en comparación con otras metrópolis centroeuropeas – como Praga o Viena - no tiene nada que envidiarles y su visita nunca desilusionará.
Considerada la capital más poblada de Europa centro-oriental, la urbe una verdadera arteria industrial, financiera y comercial, ocupa una superficie de 525 kilómetros cuadrados y su núcleo metropolitano posee una población de 2,38 millones de habitantes. Aún así rara vez se la ve atestada y agobiada y siempre mantiene cierto refinamiento y encanto casi patriarcal con algunas zonas más venidas a menos. No sé si será porque es una ciudad calma, de escaso ruido y muy poca polución y sus moradores hablan bajo y se comportan civilizadamente.
Ocupando las orillas del Río Danubio, Budapest se divide en dos grandes comarcas con personalidades bien definidas, donde vivieron celtas, romanos, tártaros, turcos, germanos y austriacos y hoy viven sus descendientes: las medievales, antiguas y palaciegas Buda y Óbuda, en la rivera Oeste y en la zona elevada, casi una verdadera atalaya con las mejores vistas panorámicas, y Pest, en la orilla Este de la llanura y con aires más modernos.
Antes de la ciudad y los puentes.
Y sin dudas, el mejor lugar para comenzar la visita citadina es la colina de Buda, adonde se puede ascender en funicular o por los propios pies subiendo las escarpadas calles y escaleras, si se tiene energía y juventud, o en el autobús de la colina. Desde allí podrá divisar el río en todo su esplendor, el Parlamento y algunos de los ocho puentes, entre los que se destacan el Puente de las Cadenas con sus leones de piedra caliza que le custodian, el Puente de Elizabeth y el Puente de Margaret (diseñado por un ingeniero francés, discípulo de Eiffel), lo que explica sus aires parisinos. No podrá dejar de visitar el edificio más emblemático e impactante: el palacio Real o Castillo de Buda y sus excelentes jardines (en húngaro: Budai Vár), antigua morada de los reyes húngaros, famoso por sus edificaciones medievales, barrocas y muy eclécticas, debido a las continúas remodelaciones que ha sufrido como consecuencia de las numerosas guerras y bombardeos sobre la ciudad, durante su devenir histórico. También de allí podrá divisar, en la otra orilla, el Parlamento (en húngaro: Országház), uno de los edificios neogóticos más impactantes y lujosos de Europa, decorado en mármol y oro, con su cámara de la Santa Corona y centro de las reuniones de la Asamblea Nacional y la legislatura bicameral húngara. En la actualidad, dicho palacio está en refacción y no se permiten visitas.
En la zona e instalada en una amplia sección del Palacio Real se ubica la Galería Nacional de Arte Húngara, que reúne la más importante colección de arte magiar del mundo – más de cien mil obras -, desde la Edad Media hasta el siglo XXI. En la actualidad, se exhibe, además de sus seis exposiciones permanentes, una itinerante de pinturas de artistas impresionistas y post-impresionistas, del calibre de Monet, Gauguin, Vang Gogh, Renoir, Merse, el húngaro Mihály Munkácsy y otros afamados creadores internacionales que la recomiendo especialmente.
Y si usted es de los que gustan de paseos en pequeños cruceros le sugiero una navegación de una hora y media, con algunas paradas intermedias, por el Danubio – que es realmente imperdible - y desde sus aguas tranquilas allí podrá avistar muchos edificios increíbles y hacer las delicias de la lente de su cámara fotográfica o hasta realizar un alto en la Isla Margarita, popular coto de caza de los reyes medievales y sitio recoleto de monjes, hoy con restaurantes, jardín japonés, iglesia franciscana, balnearios de aguas medicinales y hasta un zoológico para los más pequeños de la familia.
Pero no se puede visitar la ciudad y no conocer algunos de los 47 balnearios o baños termales, algunos con aguas sulfurosas, que le han dado tanta fama mundialmente. En ese caso puede llegarse al Széchenyi, que está ubicado en un sorprendente edificio, de estilo neogótico, del Parque Városliget y posee piletas cubiertas y al aire libre, sala de masajes y hasta saunas y están considerados los más grandes de Europa. O bien puede llegarse al Gellért, uno de los más elegantes de la ciudad, ubicado en el Hotel del mismo nombre y allí entre columnas romanas de mármol, el mobiliario original, estilo secesionista, y los coloridos mosaicos de Zsolnay, estatuas y porcelanas podrá adentrarse en sus piletas que poseen hasta un sistema de olas artificiales.
De seguro el día no le alcanzará para tantas excursiones y aventuras. Quizás darse una vuelta por el gran puesto de frutas, verduras y alimentos, el Mercado Central, que fue reconstruido en 1999, un gran paseo de compras y degustaciones regionales, con manjares y bebidas a precios populares, donde puede además admirar la arquitectura Art Noveau del lugar y adquirir algún recuerdo del viaje y hasta conocer los productos que más se consumen en la ciudad. Allí – muy cerca del Boulevard Vámház, frente a la Plaza Fővám, y muy cerca del Puente de la Libertad, verá al húngaro en su trasiego cotidiano buscando lo que precisa su familia para la consumir durante la semana, como el kolbász, un salchichón especiado; el distinguido queso de cabra y las verduras de estación para las fabulosas sopas domésticas, que resultan el primer plato en toda cena húngara. También será preciso recorrer el barrio judío, con sus restaurantes kosher, pequeñas sinagogas y tiendas y la Gran Sinagoga, la mayor de Europa, un templo de inspiración bizantina, con capacidad para 3 mil personas y en cuyos alrededores, durante la Segunda Guerra Mundial (1944), se armara un gueto, desde donde cientos de miles de judíos fueran trasladados a los campos de exterminio.
Pero el paseo por Budapest no estaría completo si no camina por Váci utca, el corazón de la ciudad, una de sus arterias vivientes, ideal para descubrir el verdadero ambiente popular y cierto refinamiento húngaro. Dicha avenida, abarrotada de vecinos y turistas, constituye el centro social y comercial de la ciudad; la parte sur, un gran paseo con sus grandes almacenes de moda, boutiques exclusivas de porcelanas y cristal y tiendas deportivas, que intentan rescatar la nueva tendencia consumista de un capitalismo llegado tardíamente al país, después de las escaseces propias de un comunismo finiquitado, y la norte, sitio para beber y comer hasta altas horas de la noche. Allí entre edificios de estilo postmoderno, como La Fontana, The NewYorker y grandes marcas, como Zara, Lacoste, Swarovski, Hugo Boss, que ocupan los palacetes de la otrora burguesía nacional, se ubica uno de los más reconocidos cafés de la ciudad: el Gerbaud, ubicado en la Plaza Vorosmarty, una de las confiterías más refinadas, tradicionales y famosas de Europa, cuyos dulces – por sus sabores y decoración - tienen fama en toda la región. Y ni hablar de su mobiliario y elegancia. No por gusto, cada año se reúnen los ciudadanos allí para recibir las Navidades bajo sus ventanas.
Para el final, puede quedar una visita a algunos testimonios edilicios de la turbulenta historia de Budapest, desde el siglo XIII: la Iglesia de Mátyás, con su rosetón neogótico y sus nuevos tejados de azulejos, que rememoran en la distancia la ocupación turca en la ciudad; la coronación del rey Franz József, y posteriormente, los bombardeos soviéticos, durante el sitio de Buda, en 1944-45. Allí en verano se ofrecen excelentes conciertos de música clásica.
Tampoco puede faltar una recorrida por el Parque de las Estatuas, vestigio de la época comunista. Y si la mayoría de las naciones integrantes del bloque soviético destruyeron sus monumentos que recuerdan esa etapa, tras la caída de sus regímenes autoritarios, los húngaros los conservaron y reunieron en ese lugar. De ahí que podamos ver homenajes a Marx y Engels, a Lenin, al comunista húngaro Béla Kun, que dirigió brevemente el país, y hasta el monumento al movimiento obrero y a la amistad húngara-soviética.
Nada que, sin dudas, Budapest tiene un encanto particular… sosegado, citadino, elegante y calmo. Y siempre nos recuerda que antes de esa ciudad y los puentes que la cruzan ya había un río que pasaba: el Danubio, ahora ya no tan azul, pero igual de seductor y poético.
lunes, 16 de septiembre de 2013
jueves, 15 de agosto de 2013
Música Cubana tradicional.
Concha Buika, la intérprete mallorquina canta - magistralmente - un clásico del cancionero cubano: "Siboney", con la orquesta sinfónica de Turquía.
sábado, 3 de agosto de 2013
Los cubanos y nuestra insularidad y exilio
http://soundcloud.com/user622473822/entrevista-mp3
Entrevista que me realizó el estudiante de comunicación cubano Michel Ordaz, recientemente. en mi casa en Buenos Aires.
Entrevista que me realizó el estudiante de comunicación cubano Michel Ordaz, recientemente. en mi casa en Buenos Aires.
domingo, 14 de julio de 2013
Música cubana.
Niuver Navarro: Joven promesa de la canción cubana. Cantante y compositora, nació en Bolondrón (Matanzas, Cuba), residió un tiempo entre España y Estados Unidos, y actualmente está radicada en París. Voz de sensuales inflexiones es una de los grandes descubrimientos de la música cubana en Europa. Reminiscencias de trova santiaguera, acuses de bolero filin, nueva trova, reflujos de la chanson francesa, son y timba/funk
jueves, 11 de julio de 2013
Miedos
Obra plástica del artista cubano Humberto Castro.
“Pasan los días
como el olor a Octubre en la ventana
pero el corazón de la hoja queda intacto
como una piedra en los ojos del ausente”.
Piedra o columna, de Israel Domínguez Pérez.
He visto tu cara entumecida por los rayos del sol bajo muchos cielos,
que irrumpían desde la escotilla del avión,
pero ese rostro ya no tenía preguntas y las palabras escondidas
en el equipaje de mano oreaban la brisa/
indiferentes a todas las turbulencias y las probabilidades de desastre.
He levantado mis dos alas… siempre lo hago…
para tocar esos límites que te dan fuerza,
Y sólo he podido manosear los escombros que definen
las fronteras/ el linde innecesario / el fuego que todo lo chamusca
aquel enfermizo aplomo-impiedad que tiñe nuestra agenda viajera,
Y poco se puede inventar… más que prolongar el periplo
Para que al fin todo caiga por su propia gravidez telúrica.
He sentido un cáustico vacío derramándose tras tus puertas
Al intentar abrir de par en par algunas ventanas tapiadas
Que daban a aquella arboleda-pulmón-de-oxígeno
Donde antaño reclinábamos las cabezas,
imaginando largos derroteros… difusas curvas…sinuosas trayectorias
que coronaron líneas suspendidas…nidos inaccesibles
socavones por donde ya nadie irrumpe,
Pero ahora sólo quedan pálidos despojos de guerra,
Ticket de trenes de ambiguos itinerarios,
Aburridos cuartos de hotel para recostar el cuello manso,
amuletos escondidos en el patio de algún claustro,
fotos tardías en lugares ignotos que no serán exhibidas
y terminarán difusas cuando el rocío agridulce caiga
Irremediablemente sobre nuestras cabezas.
Traspapelado como algún poema perturbado
cuando ya no queda otro remedio que marcharse,
he visto agonizar varios combates, echados por el fregadero de la cocina,
entonces – era muy joven - casi desconocía el tedio,
la necesidad de huída y las maletas seguían debajo de la cama
como torpe vaticinio para seguir aguardando otra escapatoria
que en algún momento se produciría/
con temor a otro viaje mutilador… al eterno éxodo del nunca acabar
sin tiempos para finales beatíficos.
He visto bajo muchos cielos plomizos tu cara de ausencias
cuando mi cuerpo intentaba posarse sobre la pista escarchada y desconocida
y sólo sentía preocupación por el tren de aterrizaje y la visibilidad.
¡Oh, Díos mío, que no redoblen las palabras – como campanas - antes
de cruzar los cielos porque todavía no sé si preciso una ceremonia salvaje
para ciertos miedos que me desconciertan siempre!
7- octubre-2011
Buenos Aires, con lluvia pertinaz.
“Pasan los días
como el olor a Octubre en la ventana
pero el corazón de la hoja queda intacto
como una piedra en los ojos del ausente”.
Piedra o columna, de Israel Domínguez Pérez.
He visto tu cara entumecida por los rayos del sol bajo muchos cielos,
que irrumpían desde la escotilla del avión,
pero ese rostro ya no tenía preguntas y las palabras escondidas
en el equipaje de mano oreaban la brisa/
indiferentes a todas las turbulencias y las probabilidades de desastre.
He levantado mis dos alas… siempre lo hago…
para tocar esos límites que te dan fuerza,
Y sólo he podido manosear los escombros que definen
las fronteras/ el linde innecesario / el fuego que todo lo chamusca
aquel enfermizo aplomo-impiedad que tiñe nuestra agenda viajera,
Y poco se puede inventar… más que prolongar el periplo
Para que al fin todo caiga por su propia gravidez telúrica.
He sentido un cáustico vacío derramándose tras tus puertas
Al intentar abrir de par en par algunas ventanas tapiadas
Que daban a aquella arboleda-pulmón-de-oxígeno
Donde antaño reclinábamos las cabezas,
imaginando largos derroteros… difusas curvas…sinuosas trayectorias
que coronaron líneas suspendidas…nidos inaccesibles
socavones por donde ya nadie irrumpe,
Pero ahora sólo quedan pálidos despojos de guerra,
Ticket de trenes de ambiguos itinerarios,
Aburridos cuartos de hotel para recostar el cuello manso,
amuletos escondidos en el patio de algún claustro,
fotos tardías en lugares ignotos que no serán exhibidas
y terminarán difusas cuando el rocío agridulce caiga
Irremediablemente sobre nuestras cabezas.
Traspapelado como algún poema perturbado
cuando ya no queda otro remedio que marcharse,
he visto agonizar varios combates, echados por el fregadero de la cocina,
entonces – era muy joven - casi desconocía el tedio,
la necesidad de huída y las maletas seguían debajo de la cama
como torpe vaticinio para seguir aguardando otra escapatoria
que en algún momento se produciría/
con temor a otro viaje mutilador… al eterno éxodo del nunca acabar
sin tiempos para finales beatíficos.
He visto bajo muchos cielos plomizos tu cara de ausencias
cuando mi cuerpo intentaba posarse sobre la pista escarchada y desconocida
y sólo sentía preocupación por el tren de aterrizaje y la visibilidad.
¡Oh, Díos mío, que no redoblen las palabras – como campanas - antes
de cruzar los cielos porque todavía no sé si preciso una ceremonia salvaje
para ciertos miedos que me desconciertan siempre!
7- octubre-2011
Buenos Aires, con lluvia pertinaz.
martes, 25 de junio de 2013
San Antonio de Areco y la Ciudad de Rosario: Postales de dos Argentina disímiles
Texto y Foto:
Juan Carlos Rivera Quintana.
Un pasaje del reconocido libro gauchesco: “Dos Segundo Sombra”, de
Ricardo Güiraldes, oriundo de San Antonio de Areco dice: “En las afueras del pueblo, a unas diez cuadras de la
plaza céntrica, el puente viejo tiende su arco sobre el río, uniendo las
quintas al campo tranquilo...” Y es tal cual se describe en ese
cruce entre el suburbio y la huella pampeana de San Antonio de Areco: una versión rural en clave de pachorra y sosiego, a
tan sólo 113 kilómetros de la Ciudad de Buenos Aires.
Allí parece como si el tiempo estuviera detenido para siempre entre paradores
y parrillas al asador; calles largas y estrechas; bicicletas dejadas al
descuido en las veredas; coches tirados por caballos; perros vagabundos; parques
casi desiertos; casas coloniales; posadas turísticas e innumerables naranjales,
cargados de frutos, donde los pencos sueltos se tiran a descansar indiferentes
o ramonean entre el verde de los bosques.
Para llegar a Areco tan sólo basta tomar la ruta No 8 y en apenas hora y
media, ya te encuentras en esa versión casi atemporal de campiña y pasado,
pletórica de tropillas gauchescas, peones que siembran sus huertas, ciclistas
entretenidos y comadres que chismorrean en las esquinas o en las entradas de
los viejos almacenes y ancestrales pulperías. Sólo alguna que otra camioneta
moderna te rompe el hechizo del pasado como para recordarte que estamos en
pleno siglo XXI.
Uno de los lugares encantados de esa villa es – sin dudas - el Puente
de los Martínez, construido en 1857, que con el tiempo fue apodado por los
arequenses el Puente Viejo. Me contaron que fue el primer peaje que tuvo
la Argentina, en 1857, en el antiguo Camino Real que comunicaba Buenos Aires
con Potosí, pero hoy considerado Monumento Histórico Nacional, está pintado de
rosa viejo y sus arcos permiten a los paisanos quedarse a disfrutar la calma
del Río Areco, cuyo color terracota resalta recortado por las riveras verdosas
de grana con añejos cipreses, robles, liquidámbares y sauces eléctricos, que le
dan un halo romántico y casi ancestral a esa comarca o observar a los pacientes
pescadores de bagres sapos, bogas, doradillos y sábalos o escuchar una alegre
guitarreada, que viene del monte.
Muy cerca de ahí, en el Parque Criollo, con sus espectáculos, de
fin de semana, de destrezas criollas, carreras de sortijas y prueba de riendas,
descuella el Museo Gauchesco “Ricardo Güiraldes”, 99 hectáreas de tierra
con caballos, ganado vacuno y un viejo casco de estancia, inaugurado en 1938,
donde vivió el afamado escritor – Primer Premio Nacional de Literatura - y su
familia y aún se conserva el mobiliario, la biblioteca, las pinturas, la
platería y los objetos de uso campesino y resero de los patrones y trabajadores
de dicha estancia, junto a una notable serie de pinturas de Figari. Tampoco puede dejar de visitar el Museo
“Las Lilas”, situado entre las calles San Martín y Alem, que acaba de
agregar una colección permanente del artista plástico gauchesco Florencio
Molina Campos, su famosa serie: “Los picapiedras”.
Y si quiere revivir el tiempo de antaño, como si se subiera a una máquina
del tiempo, basta con tomarse un excelente café criollo en “El Tokio Bar”,
una vieja pulpería, de 110 años de antigüedad, con un increíble piso de damero
blanco y negro, a la vieja usanza, que colinda con casas de artesanías, telares
y platería gaucha y se ubica en cruz, con la Esquina de Merti y las calles
Arellano y Bartolomé Mitre, el centro de la movida pueblerina con sus peñas
folclóricas en la noche. Muy cerca de
este bar, la Iglesia San Antonio de Padua, que data de 1730, ha sido
restaurada recientemente y deja escuchar, sábados y domingos, sus añosas
campanas de bronce llamando a los parroquianos a las misas y rompiendo la
habitual tranquilidad matinal.
Rosario no
es sólo un nombre de mujer
Y a 250 kilómetros de Areco se levanta desapacible y estruendosa la
Ciudad de Rosario, la tercera más populosa de la Argentina, ubicada
estratégicamente en la provincia de Santa Fe y sobre la margen occidental del
Río Paraná. Es esta urbe cosmopolita y culta; turística y abierta – conocida
como la Cuna de la Bandera Argentina – epicentro agroindustrial y de tránsito
fluvial por donde salen cereales, aceites y derivados nacionales con destino a
otras naciones del MERCOSUR. Es esa ilustre y hermosa villa, que conjuga
eclécticamente modernidad y pasado, sobre todo arquitectónico, y debe su nombre
a la Virgen del Rosario, cuya imagen sigue siendo adorada por sus moradores,
una puerta ancha de hospitalidad y rebeldía libertaria desde los años de su
fundación, allá en los comienzos del siglo XVII.
Allí el auge exportador, bien administrado, ha traído consigo cierto
aumento del consumo comercial, a pesar de la crisis económica internacional, y
nuevas inversiones que han embellecido ediliciamente la metrópoli, dándole un
aire de modernidad con sus edificios altos y acristalados, su concurrido paseo
de costanera y el ir y venir de los rosarinos y turistas por la alta barranca
de la margen derecha del río.
Por supuesto, no podría decir que estuvo en Rosario y no visitó el Monumento
a la Bandera, en la calle Santa Fe, al 500, todo un símbolo patrio de la
urbe, con su cripta al General Manuel Belgrano, su patio cívico, sus esculturas
de travertino y bronce, su llama votiva al soldado desconocido y su sala de
banderas latinoamericanas. Allí se respira historia y orgullo argentino.
No muy lejos de ese lugar, otro emblema citadino: el Bar “El Cairo”,
ubicado en la intersección de las calles Sarmiento y Santa Fe. Dicho concurrido
café restaurante, todo un culto a la amistad, estuvo muy ligado a una de las
figuras más queridas de Rosario: el historietista el Negro Fontanarossa. Allí dicen que iba casi a diario para
discutir de política, fútbol y mujeres (en ese orden) y era el lugar donde se
inspiraba intelectual y creativamente para dar vida a las andanzas de sus
personajes Inodoro Pereira y su perro Mendieta o Boggie, el Aceitoso o para
escribir algunos de sus imaginativos cuentos.
Y si el tiempo le sonríe, a pesar del viento gélido de este invierno y
las bajas temperaturas de junio, les recomiendo una buena recorrida por el casco
histórico rosarino, con sus edificios afrancesados, sus vitreaux de vivos
colores y sus líneas de estilo Art
Nouveau, en torno a la Plaza 25
de mayo; una ida al Parque Independencia, pulmón verde de la urbe,
asentado entre los bulevares Oroño y 27 de febrero; el hipódromo; el Museo
provincial Julio Le Parc y el estadio de fútbol del Club Atlético
Newell’s, Old Boy, que por estos días anda de jolgorio y batucada por su
consagración como campeón del Torneo Final 2013, su séptimo título argentino de
la era profesional al imponer a sus adversarios su estilo de juego, caracterizado
por la presión sobre el rival, una defensa cerrada par evitar remates a
portería y la apuesta de atacantes habilidosos. También una visita por el Alto
Rosario Shopping, en la calle Junín 501, una pieza interesante de la
arquitectura urbana, inaugurada en el 2004, con sus galpones de ladrillos a la
vista, rescatados y conservados de las construcciones originales de principios
del siglo XIX, que pertenecieran al ferrocarril y donde pareciera que está por
llegar siempre algún tren de un paraje remoto de la provincia.
Al final, un paseo por la costanera norte, donde chalet, edificios y
jardines se recuestan sobre la barranca del Paraná, con su delta calmo y las
islas de fondo, con sus lagunas y arroyos. Y si prefiere la vida sana es la
bicicleta el mejor medio para disfrutar de esa vista del río, con las ferias
artesanales, los Mercados de las Pulgas del Bajo y el Retro “La Huella” y la
rambla Catalunya. Y no se olvide no hay nada mejor que ver el atardecer
sobre el Paraná o tras el puente Rosario-Victoria y degustar un exquisito plato
de pescado de río o de mar, acompañado de un clásico vino tinto o un liso de cerveza Santa Fe, en el restaurante-
parrilla Escauriza, uno de los mejores puntos panorámicos de la urbe. Sólo,
entonces, comprenderá que Rosario no es sólo un nombre de mujer.
miércoles, 12 de junio de 2013
Música Cubana.
No quiero parecer aguafiestas, sé que hoy es un día hermoso, casi primaveral, sol, no hay viento frío, luz intensa, pero están sucediendo tantas cosas horribles en este país que no hago más que pensar en la necesidad - como una metáfora, por supuesto no literalmente - de una bendita lluvia que se lleve todo lo feo. "Bendita lluvia", del cantautor cubano Carlos Varela.
sábado, 18 de mayo de 2013
Catalejo con sabor a sed en mar incierta
Obra "Paseante en Pez mágico", del artista peruano Joselito Sabogal.
“Y cómo huir cuando no quedan islas para naufragar, al país donde los sabios se retiran del agravio de buscar labios que sacan de quicio”.
”Peces de ciudad”, de Joaquín Sabina.
Alguien sigue intentando unir sus retazos en nosotros,
sus jirones de eternidad chamuscados por un fuego que no cesa, que busca
el paisaje perdido dentro de un catalejo que cierto niño-lúdico
mira con la curiosidad de querer retener en tierra de nadie.
¿Quién se acuclilla dentro de mí? ¿Hasta dónde emigra conmigo?
¿Quién se recuesta sobre sus victorias peregrinas en la pared de brumas
de mis lóbregos huesos y tras los párpados doloridos?
¿Quién esconde su mirada de rehén en noche desconocida
por senderos de zarzas? ¿Hasta dónde quiere llegar?
¿Quién escribe sus secretos desprendidos como una bocanada
extranjera e intenta vanamente dejar sus sedimentos de velero fantasma
en noche de mar con promesa de muerte?
¿Por qué profundiza tanto si sólo le quedan restos...
cascajos, ilusorias memorias, devaneos eróticos?
Desde adentro de mis carnes se apuntalan espejos y señales
que ya ni intento transcribir... poco importa, me he pasado la vida
descodificando los discursos vanos de los otros/
buscando islas naufragas para el retiro forzoso,
como un noticiero de guerra después de la batalla,
como salir al encuentro de alguien que no llega...
cual noche cortada con sabor a sed,
(en mala versión insomne).
Todo se cuece y calcina dentro de mí, evapora sus sedimentos
y sube, se difumina…
entre nombres secretos y catedrales europeas que nunca pisaré.
Las aguas crecen, se desparraman, revientan de gozo
y yo sigo sin entender nada, sin querer interpretar
las vetustas orgías como olas/ los largos bostezos como olas
las raras alucinaciones como olas/ los pétreos islotes como olas.
Allá detrás, sobre las planicies y colinas de mi tierra se escabulle
(un espectáculo de inmolaciones)
que deja a la intemperie maleficios y cegueras
alucinaciones eternas/ eternos escombros
perdurables lutos/ perennes precipicios/ sempiternos centelleos
como duros pedazos que nadie podrá volver a unificar
(eternamente).
Una escalera insondable extravía sus rutas y repliega
sus sombras hasta la última morada,
aquel gran portón que no quiero abrir por temor al juicio final.
Estoy predestinado para peores momentos/ para traspasar la niebla
aunque siga tropezando con el pedrusco de siempre
aunque pierda los dientes y la piel en la caída
y tan sólo me queden vientos y manos desertoras/ mutiladas reliquias,
”Peces de ciudad”, de Joaquín Sabina.
Alguien sigue intentando unir sus retazos en nosotros,
sus jirones de eternidad chamuscados por un fuego que no cesa, que busca
el paisaje perdido dentro de un catalejo que cierto niño-lúdico
mira con la curiosidad de querer retener en tierra de nadie.
¿Quién se acuclilla dentro de mí? ¿Hasta dónde emigra conmigo?
¿Quién se recuesta sobre sus victorias peregrinas en la pared de brumas
de mis lóbregos huesos y tras los párpados doloridos?
¿Quién esconde su mirada de rehén en noche desconocida
por senderos de zarzas? ¿Hasta dónde quiere llegar?
¿Quién escribe sus secretos desprendidos como una bocanada
extranjera e intenta vanamente dejar sus sedimentos de velero fantasma
en noche de mar con promesa de muerte?
¿Por qué profundiza tanto si sólo le quedan restos...
cascajos, ilusorias memorias, devaneos eróticos?
Desde adentro de mis carnes se apuntalan espejos y señales
que ya ni intento transcribir... poco importa, me he pasado la vida
descodificando los discursos vanos de los otros/
buscando islas naufragas para el retiro forzoso,
como un noticiero de guerra después de la batalla,
como salir al encuentro de alguien que no llega...
cual noche cortada con sabor a sed,
(en mala versión insomne).
Todo se cuece y calcina dentro de mí, evapora sus sedimentos
y sube, se difumina…
entre nombres secretos y catedrales europeas que nunca pisaré.
Las aguas crecen, se desparraman, revientan de gozo
y yo sigo sin entender nada, sin querer interpretar
las vetustas orgías como olas/ los largos bostezos como olas
las raras alucinaciones como olas/ los pétreos islotes como olas.
Allá detrás, sobre las planicies y colinas de mi tierra se escabulle
(un espectáculo de inmolaciones)
que deja a la intemperie maleficios y cegueras
alucinaciones eternas/ eternos escombros
perdurables lutos/ perennes precipicios/ sempiternos centelleos
como duros pedazos que nadie podrá volver a unificar
(eternamente).
Una escalera insondable extravía sus rutas y repliega
sus sombras hasta la última morada,
aquel gran portón que no quiero abrir por temor al juicio final.
Estoy predestinado para peores momentos/ para traspasar la niebla
aunque siga tropezando con el pedrusco de siempre
aunque pierda los dientes y la piel en la caída
y tan sólo me queden vientos y manos desertoras/ mutiladas reliquias,
retazos de eternidad con fechas de mordazas y miopías.
18, mayo 2013. Frío húmedo, que paraliza.
18, mayo 2013. Frío húmedo, que paraliza.
viernes, 10 de mayo de 2013
Arca de Noé
Obra plástica del artista peruano Joselito Sabogal.
“Es cierto: el derecho a ser héroes se conquista”
Slogan revolucionario
Hemos perdido la tierra desde que comenzó el diluvio,
en esta diminuta arca sólo se escucha el ronquido
de ratas y palomas,
feliz destinos para las aguas feroces
que terminarán inundándolo todo con la procacidad
de buscar un nuevo orden.
Sostuve la centella azul con mis dientes,
pero nunca me fue entregada la llave para llegar
a paraíso firme. Anduve, caí, adopté la risa del pez
con la llama y su eterno crepitar de lentejuelas
circulando muy cerca de las alas del diablo,
sólo que el mar borró, una vez más, mis huellas
sobre la arena.
Gocé de las pesadillas en la oscuridad del foso
imaginando recalar en una ribera sin la memoria
de otra partida.
Alguien torció la cuerda en medio de la tempestad
y algunos corazones frágiles escucharon el tañer
del arpa con sonrisas de vencidos a la deriva.
Nuestra suerte esta escrita: somos un amasijo
de bestias y ángeles con una costumbre enfermiza
para las tristezas y los perdones.
Sólo unos pocos siguen buscando un puerto seguro
donde recostar su espalda o una playa desierta
sin arenas movedizas.
Mientras, yo escribo e imagino bienvenidas
en este río rojizo adonde no llegará el arca
con su angustiosa manía de no alcanzar el horizonte.
Buenos Aires, sin mar. 22- mayo de 2003.
martes, 7 de mayo de 2013
Mùsica cubana
Una excelente canción del trovador cubano Carlos Varela: "El àrbol de los pàjaros dormidos". Su texto breve, pero intenso dice: "En el àrbol de los pàjaros dormidos, hay gorriones que han perdido la ilusiòn de ver el mar. Y se escapan lejos, buscan otros tilos, condenados al olvido de no poder volar atràs. Y se van con la nostalgia a cuesta, su vida es una apuesta de perder para ganar, y se van volando nubes muertas, atravesando puertas que van a ningùn lugar".
viernes, 26 de abril de 2013
lunes, 25 de marzo de 2013
Mágica miseria (primer capítulo de mi novela inédita)
Obra plástica de la pintora cubana Zaida del Río.
Texto: Juan Carlos Rivera Quintana.
“(...) después de la
catástrofe/ viene la vuelta de nuestros muertos/ después de la oscuridad, la
luz flamante. / Salgamos desde el cero/
otra vez,
renovados, al infinito”.
Juan
José Saer, en “El culto del cargo”.
Me
acabo de bañar con las cenizas de mi madre, en un ritual sagrado. O quizás
demoníaco. Recién me eché por encima ese polvillo ocre y amarillento
proveniente de sus huesos, su cerebro y hasta de sus pulmones enfermos y
corazón abatido, cocinado a trescientos sesenta grados centígrados, en un horno
fúnebre que más bien me recordó la entrada al peor círculo del Infierno. Tiré
sus restos – que saqué de una impersonal urna de tierra cocida, entregada en el
cementerio del barrio - sobre mis
hombros, mi espalda y hasta los esparcí sobre mi cabeza intentando, como si se
pudiera, mantener eterna su estirpe, sus genes de gladiadora incansable, de
rebelde y disconforme de toda la vida. Después abrí la ducha y dejé que el agua
corriera tranquilamente sobre mí cuerpo desnudo y la porcelana de la bañera se
cubrió de ese polvo mortecino que sólo dejan los difuntos.
No
usé jabón, no quería otra cosa que revivir aquel olor de violetas frescas que
desprendía su cuerpo cuando era sano y alegre, su cuello largo y delgado, sus
manos batalladoras, su pelo enrulado y castaño oscuro, sus sudores frescos.
Pero sólo percibí un vaho a hollín chamuscado, a leño centenario, a
desconsuelo... a expiración incinerada.
Concluí
mi liturgia y me detuve en el cuarto a mirar su retrato sobre la mesa de luz,
donde se la ve con su falda de rosas rojas y su blusa negra ajustada, con
apenas veinte y dos años y recién llegada a La Habana, con aquellos zapatitos
chatos de baile, forrados de raso negro, los mismos que llevaba a las fiestas
populares para sacarle chispas al salón y concentrar sobre sí todas las miradas
de la noche.
Bien
sé yo que mi madre, Visitación Olay - más conocida por Yaya, como si se hablara
de una herida abierta - nunca fue una mujer común, ni siquiera en el vientre de
su progenitora. Se contaba siempre que cuando
Aparecida, mi abuela, tenía más de cuatro meses de embarazo ya le sentía llorar
en sus entrañas y hasta hubo momentos en que juró que eso que traía adentro
le susurraba lo que debía y no debía hacer.
--Esta será una chiquilla muy juiciosa,
decía con orgullo maternal, mi abuela.
Durante aquel embarazo, Aparecida nunca
sintió predilección por las guayabas verdes, ni los mangos tiernos y mucho
menos por los limones con sal. Sus mayores antojos consistieron en largas
visitas a sus amistades y conversaciones hasta altas horas de la madrugada. Con
ella no valía poner escobas detrás de las puertas ni echar cenizas a la entrada
de las casas en señal de espanta gentes. Por ello, cuando la niña nació fue
bautizada por la comadrona como Visitación, en alusión a la manía de su madre
que era comentada en todo el pueblo. Aparecida consintió en mantener ese nombre
en pago a los buenos servicios de la partera, pero siempre dijo en señal de
desacuerdo que más que un nombre parecía un nombrete y por eso quizás
familiarmente le apodó Yaya a la recién nacida.
Aparecida no era primeriza, ya sabía lo que era
traer hijos al mundo. Visitación iba a ser la cuarta criatura, de una zaga
donde estaban ya Ramón Eusebio, Soledad y Ángela María. No se podía hacer otra
cosa que tener hijos, en medio de aquel latifundio, apodado “La Razabal”, en un
sitio llamado La Grifa, en la provincia de Pinar del Río, en la puntita más
occidental de la isla de Cuba, un pedazo de tierra colorada, rodeado de mar y
diente de perro, de temperaturas calcinantes, atmósfera casi enrarecida y mucha
humedad en la madrugada, donde ni luz eléctrica existía y para alumbrarse había
que prender una “chismosa” de queroseno… un sitio perdido allá donde el Diablo
dio las cuatro voces y nadie las escuchó.
La
tarde del 24 de junio de 1945, Aparecida comenzó a sentir fuertes dolores en la
panza y algunas contracciones en el bajo vientre y pensó que ya faltaba poco.
Días antes, mientras paseaba por el inmenso naranjal, ubicado en el patio de la
casa con techo de guano, le pareció que se orinaba, pero se tocó el pantalón
interior y se dio cuenta que eran puras ilusiones; después sólo sintió unos
feroces puntapiés en la barriga picuda y presintió que el parto no iba a ser
fácil, como los otros. “Esta niña que está por llegar - porque ya presentía el
sexo por la configuración de su abultado estómago - no será dócil, viene
abriéndose camino a las patadas y los codazos, muchos dolores de cabeza me va a
dar esa hija de puta”, se dijo.
La
madrugada del 25 de junio, en que nació Visitación, su madre se incorporó de la
cama y algo raro intuyó, había tenido una
premonición o soñado, no sabía bien, que traería al mundo a una
chiquilla trigueña, de ojos color caramelo-relámpago y piel de nácar, tan
morocha y bien plantada que parecía una amazona o una guerrillera irremediable.
Esto la despertó sobresaltada y pegó un quejido, que se escuchó en toda la
casona tipo chalet, de madera machihembrada, edificada sobre pilotes de
caguairán y otros troncos cimarrones del bosque. El alarido despertó e incomodó
a Armando Olay, su marido y mi abuelo, un pinareño medio bruto y cascarrabias,
semi-analfabeto, proveniente de las vegas de Vueltarriba y Vueltabajo, del
Valle de Viñales; propenso a comer demasiado y con gran talento para la
organización y las cuentas domésticas, que comenzó como cortador de cañas y
terminó con un sembradío del mejor tabaco pinareño. Había comprado aquel pedazo
de tierra, que consideraba una mina de oro, con un dinero que le había dejado
de herencia su padre gallego, del retiro, que España ofreció por
la participación militar en la Segunda Guerra de Independencia, de 1895, contra
los mambises cubanos.
Aparecida era una guajira isleña, natural de Las Catalinas, Guane, Pinar del Río, semi-analfabeta - hija de un turco comerciante y una cubana pinareña, con cara de resignación, ancestros españoles (canarios) y fama de tener ciertos poderes de adivinadora con las barajas de las copas y los bastos. Desde que cumplió los 18 años y se hizo toda una señorita, llamaba la atención por su aire desenvuelto en las casas donde se desempeñaba como empleada doméstica, su locuacidad, unos ojazos color tizón encendido y aquellas piernas larguísimas que parecían no tener fin, que serían la codicia de los viejos propietarios gallegos de feudos occidentales, que soñaban con tenerla entre sus brazos, aunque más no fuera una noche, hasta que el guajiro Armando la conquistó con flores blancas y pequeñas notas de amor, encargadas al letrista del pueblo, por el módico precio de cuarenta centavos.
Después de aquel alarido, Aparecida se paró de la
cama y descubrió que había roto la fuente y todo el colchón se había empapado;
caminó en silencio para no malhumorar a Armando hasta un cuartito al final de
la cocina, donde se estaba quedando por esos días la partera del batey, a la
espera de que alumbrara a la criatura, como había hecho otras veces. Entonces,
sobrevinieron los dolores de parto y gritó cansinamente, pues ya se sintió
manchada de sangre las piernas.
La comadrona sólo atinó a llevarla a la sala, donde
el viejo reloj de pared lanzaba dos campanazos secos, en la madrugada, y a
acomodarla en un gastado sofá de madera y pajilla, pues ya venía saliendo una
cabeza muy grande entre las entrañas de la señora. Afuera llovía copiosamente y
tronaba con furia. Cuando pudo palanquear a la criatura, con las manos y unos pedazos
de sábanas viejas, que ya tenía preparadas, y tiró del cuello para facilitar el
trabajo de parto, una bebé, de 10 libras de peso, berreó y se proyectó hacia el
exterior cual una bala de grueso calibre, como diciendo llegué a este mundo. La
partera trozó el cordón umbilical y comenzó a limpiar a la chiquilla. Se la
mostró a la madre, quien aún sentía como si las tripas le estuvieran saliendo
para afuera. Aparecida la miró con dulzura, como sólo saben hacerlo las madres
generosas y comprobó que era una hembra sana. Le llamó la atención que seguía
pataleando y no dejaba de llorar intentando asirse a los brazos de la
comadrona, como una forma de aferrarse a la vida. La partera, en ese momento,
lanzó una frase premonitoria, que voló por la habitación como ánima en busca de
cobija:
-Señora, esta es más cabezona, que los otros tres,
de seguro será muy inteligente, pero llegó para quedarse y hacer de las suyas
porque no quiere soltarme ni a palos.
Visitación Olay creció fuerte y
saludable entre calderas tiznadas por el carbón de una típica cocina de campo
de Remates de Guane, en la región más occidental de la isla; cercana a los
olores del puerco asado en parrilla, el arroz con leche y cáscara de limón y la
harina con frijoles negros. Y aunque siempre fue una niña sociable y muy dada a
hacer amigos; todos los días, por
problemas de la defensa de su nombre, debía vérselas a los puños o a los
empujones con algunos compañeros de clase.
En una de sus peleas más memorables le
dio un tirón a una negrita marimacho que le arrancó el arete y parte del lóbulo
de la oreja izquierda. Cuando le reprocharon tal conducta, en la escuela del
pueblo, contestó drásticamente queriéndole poner fin a los dimes y diretes:
--Ya le crecerá de nuevo el pedazo que le
arranqué a esa macha fea, pues las orejas de los negros tienen las mismas
propiedades que las colas de las lagartijas, sentenció sabiondamente y con
ínfulas de médica graduada.
En otra ocasión, se subió encima de una
mata de ciruela que estaba al borde del camino, a la salida de la escuela y
esperó a que pasaran dos chiquillos de tercer grado a quien ella le tenía
ojerizas por el mismo asuntito de las burlas con su nombre y les meó las
cabezas y las libretas de clase. No satisfecha con el desquite les gritó:
--A partir de ahora yo seguiré siendo
Visitación Olay y ustedes serán los meados comemierdas de la escuela, y se
lanzó desde lo alto de la rama del ciruelo dispuesta a la pelea.
Los muchachos no pudieron darle su merecido
porque era tan fuerte el olor a orine
que emanaba de sus cabezas que temieron les durara toda la vida. Por
ello corrieron a bañarse en el río y a untarse aguacate maduro y miel de abejas
para borrar los efluvios amoniacales que salieron de la vejiga de mi madre.
Por toda esa niñez de burla y violencia en que
se vio envuelta sin quererlo, creció añorando los momentos de soledad cuando
daba riendas sueltas a su imaginación y se tejía historias en las que regresaba
victoriosa de peleas con animales inexistentes o era capaz de conducir a puerto seguro un barco a punto de zozobrar
por las embestidas de un mar fuerza cuatro para cinco.
Sus padres siempre miraban con algunas
sospechas las largas peroratas de la niña frente al espejo cuando conversaba
con sus muñequitas hechas de tuza de maíz y con los fantasmas de los
antepasados que no conoció y rememoraba pasajes olvidados por todos de la vida
de aquellos.
Yaya, como le llamaba la madre, para
achicarle y endulzarle el nombre, tiene algunas tuercas sueltas en la cabeza,
solía decir Aparecida.
--Esta niña tiene predilección por los
espejos y eso no me gusta. De seguro será puta o bruja, mascullaba el padre con
el tabaco recién torcido por sus propias manos, que colocaba en las comisuras
de los labios.
Aunque habían más hermanas en la casa,
y mucho más atractivas que ella, Visitación tenía un no sé qué en los ojos;
cierto brillo místico en la mirada oscura que resultaba como un imán para los
hombres. Por ello cuando cumplió doce años y ya la punta de los pezones
intentaban salírsele por las blusas del colegio tuvo su primer romance con
Armindo, el hijo del capataz de la finca “La Razabal”.
El muchachón tenía veintiuno y cuando
la veía venir por la vega de tabaco con aquellos vestiditos de piqué claros y
casi transparentes por las diarias lavadas y con sus sandalias negras,
caminando como la paloma por entre la tierra colorada, comenzaba a ponerse
violáceo, el cuerpo le alcanzaba temperaturas elevadas y sentía un cosquilleo
detrás de la nuca y entre las piernas que le hacían perder la compostura en un instante.
Su nerviosismo era tal que se ponía tartamudo y sólo atinaba a mirarle
bobaliconamente y con cara de chivo degollado. Ella se reía feliz de aquello y
cada día ganaba mayores poderes sobre aquel jovenzuelo, nacido en buena cuna.
A Visitación no le interesaba tanto el
romance, ni tampoco el dinero de esa familia, como la posibilidad de tener
acceso a la biblioteca paterna del enamorado. Allí, conoció, por primera vez,
de las aventuras exóticas de Alejandro Dumas, de la fantasía pegada a una nube
de Saint Exupery y del hechizo poderoso de los hermanos Grimm. Por aquellas
lecturas llegó a conocer, como la palma de su mano, la historia del reinado de
Luis XIII, en Francia, los avatares tragicómicos del conde de la Feré, de Du
Vallon, de los caballeros de Herblay y D’ Artagnan; los desconocidos parajes de
Egipto, y el amor sin fronteras de Edmundo Dantes y Mercedes de Villefort.
Un buen día, Visitación no tuvo mejor
idea que empezar a cambiar caricias de su enamorado por libros con el interés
de hacerse de su propia colección. En la medida en que estos escarceos
resultaban más íntimos lograba conseguir los ejemplares más valiosos. Así, por
ejemplo, una edición ilustrada de principios de siglo XX de “El ingenioso hidalgo Don Quijote de la
Mancha”, de Don Miguel de
Cervantes y Saavedra, le costó la primera succión en el clítoris que conoció.
Recuerda que el lugar le estuvo ardiendo durante tres días pues Armindo era muy
penoso, pero no tenía un pelo de ingenuo y ya conocía muy bien, por las idas al
prostíbulo del pueblito y sus “amoríos” con algunas cabras del establo, qué
hacer para ponerle a mil los sentidos y otros lugares del cuerpo. Cierto día
cambió su primera penetración anal por la colección completa de las novelas de
Honoré de Balzac y las de Fiodor Dostoievsky. En aquel momento le exigió al
mozo enamorado la obra de dos autores clásicos pues sabía cuánto estaba dando a
cambio y conocía, por conversaciones entre sus hermanas, escuchadas en la
escogida de tabaco, lo doloroso que era entregar la virginidad de una parte tan
delicada como aquella. Aunque, contrario a muchas predicciones, aquel roce
fuerte y transgresivo entre sus nalgas no le dolió tanto como el día en que
decidió entregar su rosado e intacto
himen al mocetón ansioso que hizo de éste un amasijo de dolores y
sangre.
Para Visitación Olay ya no había marcha
atrás y leía cuanto catálogo caía en sus manos y periódicos llegaban a
Vueltabajo buscando las novedades literarias y tener una mayor información de
la vida. Ese afán de curiosidad, de abrir puertas y penetrar en mundos
desconocidos del saber le fue construyendo una mirada propia y distanciando
intelectualmente, a su vez, de la familia, sobre todo de las hermanas cuya
única aspiración consistía en casarse con un guajiro trabajador y mandón y
tener un rancho, repleto de hijos. Pero ella se decía que no podía tener un
destino tan triste como ese, que podía aspirar o al menos intentar cambiar ese
destino irremediable.
Pero sus sueños siempre tuvieron una meta: La Habana, la
placa, como le gustaba decir en alusión a las calles asfaltadas de la capital
que sólo conocía por algunas fotos que le mostró, en una oportunidad su
padrino. Fue a él a quien le pidió, en cierta oportunidad, que le buscará una
carta de recomendación para trabajar de institutriz en la ciudad y poder salir
de la tierra colorada.”Yo no nací para esto, padrino. Lo mío es tener
independencia, trabajar de lo que sea, poder comprarme un televisor y una
nevera donde pueda tener limonada bien fría en el verano, leer buenos libros a
la luz de una lámpara eléctrica y no de una “chismosa” de kerosén que me acaba
los pulmones, bailar en un bonito salón y pasear por un céntrico parque de la
ciudad”, le dijo con absoluta convicción.
No tuvo que esperar mucho tiempo. A los
tres meses y después de un largo viaje en un tren lechero, llegó a la ciudad.
En la cartera llevaba una carta de recomendación para trabajar en la mansión
del Licenciado Valdés Figueres, dueño del único instituto meteorológico de la isla y una de las figuras más maltratadas por la opinión pública de la capital por sus continuas pifias meteorológicas. Fue
este “experto” quien predijo que el
ciclón de l946 pasaría a 90 kilómetros de la capital y no había terminado su
discurso meteorológico massmediático
cuando la antena de la famosa estación de CMQ empezó a moverse y terminó por
caer en plena calle vedadense. A los veinte minutos el huracán, con rachas de
l80 kilómetros por hora, hacía un lazo en toda La Habana y dejaba a más de 2
mil familias sin techo y al amparo de Dios.
Visitación llegó a Nuevo Vedado, donde
vivía la aburguesada familia, con una
pequeña maletita con sus dos mejores
mudas de ropa y una caja con sus más “costosos” libros e inmediatamente comenzó a cuidar a los tres
hijos del acaudalado matrimonio: una pequeña niña con ínfulas de bailarina
clásica y cuerpo y alma de rumbera de
conventillo, un tímido muchachón de casi
14 años con un incipiente acné juvenil en el rostro y las manos callosas de
tanto masturbarse encerrado en el baño, y un pequeño gordito, de seis años y
ademanes muy suaves. Si bien la vida en la mansión no fue una panacea, allí
aprendió que la discreción y la
hipocresía son armas en las manos de los seres humanos. Cuánto no habrá visto
dentro de aquella familia arribista, deseosa de escalar los mejores salones de
la sociedad habanera. Cómplice y tumba fue de la señorita de la casa, a
quien le gustaba hacerse la fina y
decente en los salones y todos los días cambiaba de marido, a escondidas de los
“despistados” padres. Con ella conoció de todos los ardides de que se valían
los ricos de la ciudad para casar bien
casados a los hijos y utilizar, luego,
hasta la bendición de la iglesia. Días antes, de la boda de la niña de
casa, Visitación tuvo que acompañarla a un cirujano famosísimo, especializado
en suturar los hímenes rotos de todas las señoritingas de La Habana para
hacerlas pasar por vírgenes ante los
embaucados novios.
Si algo disfrutó, sobremanera, fue su quehacer
como “manejadora” del mocetón lujurioso de la mansión. A él le enseñó -- con toda la imaginación que
la caracterizaba-- casi todas las posiciones amatorias existentes,
transformándolo en uno de los mejores
partidos sexuales de la ciudad. Por supuesto, se guardó de mostrar algunas (las
más excitantes) para que sólo fueran de su propiedad exclusiva. Al más pequeño
de la familia, concentrado únicamente en la lectura y en jugar al ajedrez, le
recomendaba los mejores libros de narrativa y poesía contemporáneas y luego
ambos comentaban sus impresiones acerca de las lecturas. A este chiquillo,
llamado Adonis, de una belleza casi femenina, gestos afectados y gustos muy
sospechosos, le desarrolló el ejercicio del criterio convirtiéndolo en uno de
los más recomendados y temidos críticos de artes de la capital.
Pero el porvenir de Visitación no
estaba en esa mansión como institutriz de aquellos “culicagados”, como ella les
llamaba cuando era víctima de algunas de sus travesuras. Cuando pudo hacer
sus ahorros se compró una casita propia en
un barrio de Marianao, en la periferia y nunca más volvió a Nuevo Vedado. A
partir de ese instante su existencia transcurrió entre altares repletos de
santos, copas de agua fresca para aclarar los destinos, espejos y cartas
españolas. Sus poderes mentales e intuición para analizar el presente, predecir
el futuro y recomendar hierbas naturales con principios activos curatorios le
granjearon el respeto de sus allegados en el barrio de Buena Vista, quienes no
tardaron en comentar sus dotes como
sibilina y curandera. Considerada la más certera espiritista,
cartomántica y brujera de La Habana, su vivienda siempre estaba repleta de
personas de los más variadas clases sociales; allí se daban cita desde un
sepulturero cornudo hasta un embajador impotente y un político chanchullero.
A su casita blanca y pulcra, de dos ambientes,
ubicada en el barrio de Buena Vista, acudían de todas partes del mundo para
deshacer matrimonios y solidificar uniones, apaciguar conflictos amorosos y
avivarlos, conseguir visas para viajes al exterior, consultar en relación con
enfermedades incurables, deshacer maldiciones, gualichos y hasta limpiar y
alumbrar un camino. Su fama alcanzó niveles insospechados cuando se rumoró que
fue capaz de hacerle olvidar, de un día para otro, a un caudillo tropical su
adición por los puros Habanos que se remontaba a la adolescencia, con sólo una
rogación de cabeza, y una limpieza con un huevo de pato y tres ramas de
paraíso, arrancadas del patio de la casa. Los enemigos decían que a partir de
este momento el líder dejó el vicio de fumador empedernido, pero adquirió el
hábito de no escuchar a sus seguidores. Ella se excusaba diciendo que, quizás,
al sacarle los humos de la cabeza, éstos se le refugiaron en los oídos
entorpeciéndole la audición. Pero, lo que realmente la convirtió en un suceso
nacional fue cuando, por medio de unos rezos y cocimientos que preparó con el
auxilio de Nitza Villapol, una popular cocinera televisiva, erudita en platos
para los pobres, cuya base principal era el plátano microjet, consiguió una
firma de acuerdos entre dos gobiernos a punto de una guerra por una disputa
territorial de los tiempos de Maricastaña.
A pesar de su consagración a hacer
feliz a los demás y quizás por todo el tiempo que ello le exigía, nunca
consiguió pensar en sí misma y en su propia felicidad. Vivió deseando tener una
familia numerosa y sólo logró quedar embarazada dos veces, aunque hizo todos
los intentos a su alcance, desde las posiciones amatorias más inimaginables
hasta una sarta de brebajes intomables que ingirió, recomendados por otros curanderos
tan famosos como ella. Tampoco pudo estabilizar – de joven - una relación más
allá de los primeros encuentros y se pasó la existencia conociendo y
enamorándose de hombres de las más variadas estirpes que, posteriormente, se
marcharon buscando la paz que no conseguían.
En cierta ocasión, logró “amarrar” a un
hombre a su lado. A José María le conoció en el Parque de Los Cocos y fue un
amor a primera vista. El mulato tenía todo lo que el médico le había recetado a
ella para combatir los dolores en los huesos que le aquejaban: cuerpo musculoso
y mirada de tigre al acecho, manos de albañil y lengua de toro salvaje, cultura
solariega y dientes tan blancos como la leche condensada rusa. Y de lo otro, ni
hablar. Su miembro violáceo y punzante la colmaba hasta el punto del
sangramiento vaginal. Por ello Visitación disfrutaba cada encuentro como si
fuera el último porque presentía que Dios no podía crear un ser tan agraciado,
que le duraría poco y terminaría por joderse aquella relación cuasi perfecta.
Muchas veces, delante del espejo del
cuarto, decía eufórica: “¡Algo bueno me tenía que tocar en la vida, coño!” Y
corría oronda y sonriente a bañarse con flores blancas, mejorana, abrecaminos,
vencedor y otras hierbas para el mal de ojo y las malas mentes. Pero, como todo
en la vida es finito, una noche llegó, sin previo aviso, a casa de José María, el mulato hecho a mano
- como ella le apodaba - y sin tocar a la puerta se asomó por la ventana y cual
no sería su sorpresa y decepción: el tipo estaba, en una pose bastante
comprometedora con otro hombre y lanzaba unos bufidos orgásmicos que nunca le
escuchó ni en los mejores momentos de sus enfrentamientos carnales. A
Visitación no le molestó tanto que el
tipo fuera maricón como que gritara más satisfecho por lo que le hacía otro que
por lo que hizo con ella y sintió unos celos enfermizos que le duraron casi
cinco años.
A partir de este momento, se impuso –
aunque sabía que faltaría a su promesa - olvidarse del sexo y consagrarse a
tiempo completo a mejorarle la vida a los necesitados. “Yo soy como la madre
Teresa de Calcuta”, decía con una sonrisa amarga a flor de labios para darse
terapia ella misma. “De seguro, cuando muera muchos escribirán al Vaticano
pidiendo mi canonización y el Sumo Pontífice me pondrá en un altar para
siempre, rezará por la paz de mi alma en el paraíso y hará hasta imprimir unas
estampitas con mi efigie”. Después mascullaba, entre dientes: ¡Santa Visitación
Olay, sin pecado concebida! y pegaba una carcajada más cercana al demonio que a
los ángeles celestiales.
****
Creo sentir todavía el golpeteo
acompasado del enfisema en su espalda y el esfuerzo con que, en los últimos
tres años de su vida, respiraba mi madre. Sus pulmones minados por el
crecimiento acelerado de muchas células enfermas ya no dejaban entrar y salir
el aire limpio y se asfixiaban en medio de una escaramuza perdida por seguir
cumpliendo sus funciones capitales. El alquitrán y el asbesto de los
cigarrillos que se llevó a su boca durante tantos años habían hecho de ese
órgano vital una argamasa casi impenetrable y necrosada a punto de tener que
recibir oxígeno dos veces al día por sus ahogos irremediables. Pero Visitación
se lo tomaba con tranquilidad y paciencia. Solía decir que era otra prueba que
le ponía delante la vida y se sentaba en la escalera a tomar el aire tórrido
del mediodía insular olvidándose de sus ahogos y cuando alguien le preguntaba
qué le pasaba respondía socarronamente:
-- Son calenturas menopaúsicas, a mi
edad ya comienzan esos rubores malsanos que te recorren desde la punta del dedo
gordo del pie hasta el último pelo de la cabeza… es que la máquina comienza a
desgastarse, y se reía con malicia a sabiendas de cuál era verdaderamente el
mal incurable, que le aquejaba: un cáncer de pulmones que acabaría por matarle
ineluctablemente.
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