jueves, 14 de febrero de 2013

Río de Janeiro y Paraty, Brasil: ciudades escritas en el mar






Texto y foto: Juan Carlos Rivera Quintana.



Está sentado plácidamente - apoyando su brazo sobre el banco - en la intersección de las playas de Copacabana e Ipanema e intenta mirar casi de soslayo el mar, con su pierna cruzada con gallardía y virilidad, aunque se mantiene de espaldas a la escollera y al rugir de las olas que baten contra los farallones y acarician el alma impura. Carlos Drummond de Andrade (1902-1987), el célebre escritor carioca, ha sido inmortalizado en el bronce a la orilla de ese mar, en homenaje a su centenario, en el 2002, y desgarbado y con sus lentes intelectuales y redondos puestos, se mantiene impertérrito – no tiene otra posibilidad – al trasiego de veraneantes y citadinos en Río de Janeiro, Brasil… es un testigo cómplice que sólo mira y calla. Parece uno más, uno entre tantos que se solazan con el aire salitroso y el azul insondable del océano y estiran sus piernas y respiran uno de los oxígenos más vivificantes del mundo, se tuesta su piel de cobre bajo el sol ardiente. En el pedestal del monumento una pequeña frase del poeta se destaca: “en el mar estaba escrita una ciudad”. Me siento en el mismo banco, pues el poeta ha dejado un espacio libre, y le contemplo… miro a mi alrededor la urbe tocada - geográfica y visualmente - por la mano de Dios y suelta riendas la imaginación.



Detrás los morros, las grandes favelas coloridas (una isla dentro de la ciudad, como han sido llamadas), el horizonte y las ensenadas otean la urbe bulliciosa, desde sus lugares, sus veredas de venecitas negra y blanca y entonces me saca de ese ensimismamiento los cánticos, las batucadas, los pitos y la algarabía de los bailarines de una ecola de samba, que salen a calentar el pavimento de la Rua Fernando Mendes, porque ya nos estamos acercando, en fecha, al famoso carnaval carioca… el más célebre del mundo... y es preciso el ensayo para perfilar los movimientos de la coreografía, sentir la música y entrenar los nuevos vestuarios. A mí alrededor todo se vuelve, en fracción de minutos, goce, lujuria y belleza humana, como patina típica de una de las ciudades más bellas e injustas del planeta.



Se alquila para soñar



Y es que llegar a Río de Janeiro, por cinco días, te habilita para soñar inmediatamente, sobre todo si estás muy cerca de la playa y puedes hasta sentir el rugido oscuro y fresco del mar que bate en Copacabana desde uno de los pisos altos de un emblemático hotel. Entonces, el sueño se vuelve más placentero, los descansos frente al mar se tornan más rutinarios y desestresantes, a pesar de algún que otro chubasco repentino y aguafiesta y el olor del pescado en la sartén y las frutas maduras de los puestos de venta te inundaran el paladar y la nariz inequívocamente. Y a partir de ese instante no quedará más que hacer trekking por Copacabana, Ipanema, Leblón o Barra de Tijuca – conocida como la Miami del Sur - con sus bañistas a toda hora, incluso en la noche; sus palmeras; sus surfistas; sus aficionados a la pesca; sus juegos de voleibol en la arena y sobre todo sus modernos y elegantes bares, de frente al mar, donde se puede degustar desde un platillo de camarón con mucho aderezo brasileño hasta una refrescantes agua de coco, o mejor…. una caipirinha con sus limas frescas, su azúcar a punto, el hielo picadito y la mejor cachaza de Sudamérica o una cerveza negra, que te hará volar la imaginación y el alma.



Y por supuesto, cita obligada será llegarse hasta el Cristo Redentor, y para llegar deberá adentrarse en la selva tropical de Tijuca, en funicular, hasta la estatua del santo, en la cima de la montaña del Corcovado o tomar el pequeño tren o subir en taxi pues caminando no es recomendable. Desde allí, estará en el lugar más indicado y panorámico, para admirar la ciudad en toda su majestuosidad y le dará la razón al poeta. Por eso sugiero una buena cámara fotográfica para llevarse el testimonio, sobre todo si el día está claro y el sol salpica las playas y los morros cariocas en un alarde de colorido y tropicalismo sin límites. Tampoco deberá perderse el viaje al Pão de Açúcar (Pan de Azúcar), pues ello sería casi sacrílego, si está en Río y no va es casi imperdonable.



El Pan de Azúcar es un pico único, de 395 metros, formado por varios morros monolíticos que reposan sobre la bahía de Guanabara y la Ensenada de Botafogo, y se eleva directamente al borde del mar, por sobre la urbe como desafiando toda gravedad, recortado delante del horizonte. El tour, en teleférico de cristal y acero, como una cápsula visual – conocido popularmente como el bondinho - con capacidad para 75 turistas, sube y baja sin cesar ni descanso, cada cinco minutos, recorriendo una ruta de 1.400 metros entre los morros de Babilonia y Urca (224 metros) ofreciendo otro viaje inimaginable, impensado y hasta temerario entre playas, cielos, montañas, caseríos pobres, modernos edificios y vegetación agreste. Ojo: fóbicos a las alturas abstenerse.



Después volverá sus pasos por Copacabana, ubicada en la zona sur de la ciudad, con su playa de medialuna, asiento de la bohemia, el glamour y la variopinta libertad sexual, área que dio origen a varios movimientos artísticos y es referencia emblemática del turismo brasileño. Baste tan sólo nombrar sus festejos do Reveillon, considerados la mayor diversión de fin de año del planeta, en medio de rituales a Yemayá o Yemanja, la Diosa del Mar y madre de todos los hijos de la tierra, adorada en Brasil, y donde se dan cita millones de turistas que celebran entre rones, champaña, música, fuegos artificiales… y desenfreno. Muy cerca de allí, está Ipanema (“Aguas peligrosas”), esa otra playa, enclavada en uno de los barrios más elegantes y modernos, donde podrá visitar sus boutiques, sus discotecas y restaurantes y hasta una playa gay, ubicada en el posto 6, y la famosa Rua Farme de Amoedo, muy cerca de donde se levanta el café: “Garota de Ipanema”, que probablemente sea la canción de bossa nova más afamada del Brasil, escrita por el poeta Vinicius de Moraes y con música de Antonio Carlos Jobim, que habla de la belleza de la “menina que passa(…) la coisa mais linda”, que se balancea con su cuerpo dorado, ”caminho do mar”.



Toda esa magia sólo será interrumpida por los pobres en su pobreza- cifra que crece numéricamente, a pesar del marketing político - los que duermen bajo algún zaguán o en una vereda, medios atontados por el alcohol y alguna droga blanda o dura, soportando el calor o el viento estival, según la estación de que se trate, entre cartones y alguna tela sucia, soñando con tener – en algún momento – un futuro más promisorio, que borre las injusticias de este mundo, aún en esa ciudad, tocada por la mano de Dios.



Paraty: ese tesoro entre mar y montaña



Y a 250 kilómetros de Río de Janeiro, pasando por Angra de Reís y quedando, incluso, estupefacto ante una Central Nuclear, de dos reactores con sus impávidas usinas a la vista, desde la carretera, que se acomodan temerarias cerca de Praia de Itaorna y un barrio llamado con el paradójico nombre de “El Paraíso”, cruzando caminos sinuosos y en pendiente, se levanta la ciudad de Paraty, donde todo quedó detenido, como postal intacta, en el siglo VXII.



Entre la Bahía Ilha Grande y la Mata Atlántica, es Paraty, una de las ciudades más inolvidables que he visitado, incluso pensando en Europa. El caserío de pescadores, la aldea - para ser más exacto - con todas las invocaciones edilicias del colonialismo portugués, ofrece la impresión de estar en Lisboa, pero con la diferencia de tener una selva alrededor, muchas montañas (Sierra do mar) y una bahía calma, que cuenta con innumerables playas, entre los resquicios de las ensenadas opalinamente azules y las serranías verdosas y muchas veces llenas de bruma misteriosa que lo esconde todo.



Su esplendor arquitectónico - de casas de dos plantas, adornadas con balcones de hierro forjado y de colorido estilo colonial portugués - se debe a que se mantuvo olvidada, en un total aislamiento geográfico por dos ciclos económicos. Ella estuvo dedicada a la pesca, al trasiego del oro y la plata, la caña de azúcar y el café, conocido como el oro negro. Ese ostracismo colonial cooperó en su preservación histórica y cultural. Y hoy, Paraty (a 290 de la capital paulista) vive prácticamente del turismo, con una infraestructura de marinas y un pequeño aeropuerto para naves de pequeño porte, y la producción de cachaças, bebida de alcohol de caña, producidas artesanalmente por ingenios locales y con mucho prestigio en Sudamérica y popularidad en la ciudad, y, por supuesto, la artesanía local.



Baste tan sólo adentrarse en el casco colonial de Paraty, en su complejo arquitectónico y transitar sus calles de piedras irregulares (pe-de-moleque), vestigio del trabajo de los esclavos que llegaron en el siglo XVII, en las bodegas de los navíos portugueses; y sus coloridas ventanas y puertas para darnos cuenta que estamos ante un sitio excepcional y pocas veces visto. Es como un viaje en una máquina del tiempo. Le rodea un fuerte (Forte Defensor Perpetuo) que sirvió como muralla defensiva contra los piratas que venían buscando las rutas del oro, la plata y los diamantes con destino a Portugal, que circulaban por la región de Trindade, otra ciudad marítima muy cercana, donde se cuenta que existen tesoros enterrados, incluso uno fruto del saqueo pirata a la Catedral de Lima, que nunca ha sido encontrado.



Pero el encanto de la ciudad también lo ponen sus pousadas, sobre todo las que están en el casco histórico, bellamente diseñadas y refaccionadas, muchas con mezclas de la decoración indígena y moderna, entre las que recomiendo la “Pousada de Sandy” (Rua Largo do Rosário, 01, Parati); la “Pousada Do Ouro” (Rua Dr. Pereira 145), una agradable y casi intacta casona del siglo XVII, y la “Pousada Do Príncipe”, un palacete, de estilo colonial, a dos cuadras del centro, en la Avenida Roberto Silveira, 245, sobre todo si usted quiere descansar, con tranquilidad, lejos del espíritu depredador del turismo y sus idas y venidas.



Además, Paraty, también se ha convertido en un polo gastronómico con sus peixes (peces) asados y sus platos típicos de la cocina indígena y la culinaria portuguesa, algunos de ellos aderezados con las más increíbles hierbas y sazones y la farinha (harina) de mandioca, el coco rallado y la banana y otros productos litoraleños y rurales. Mención especial merece el bistró “Casa do Fogo”, que tiene como especialidad la paella, enriquecida con frutas tropicales y flameada con la más pura cachaça de Paraty, y el excelente espectáculo de música brasileña, que en las noches suelen animar muchos restaurantes y el buen comer de sus comensales.



El paseo a dicha ciudad no estaría completo si no se toma una excursión en una escuna (velero a motor para 50-60 pasajeros) o un saveiro (veleros de doble mástil) para salir del puerto, de la bahía de Paraty y navegar por las aguas azules verdosas y cristalinas de algunas de las playas, en las islas que la rodean. Infaltable: Praia Vermelha, Praia da Lula, Praia Deserta e Ilha Comprida, periplo que ofrece la Agencia Estrela da Mahná Tours, al módico precio de 40 reales por persona. Dicha excursión, donde se puede nadar hasta las playas, bucear para ver corales, peces de variados colores, recantos insondables con sus florestas intactas y hasta nadar entre delfines, incluye almuerzo y tragos típicos.



Se cuenta, que en 1502, cuando el navegante Américo Vespucio, entró en la bahía de Ilha Grande, comandando una escuadra de carabelas, expresó: “Si existe un paraíso en la Tierra, ese lugar es aquí”. No alucinaba: son más de 65 islas paradisíacas, bañadas por aguas calmas y cristalinas, con más de 43 playas, con una fauna marina incomparable, que hacen de Paraty el reino del buceo (mergulho).



También podrá caminar, en contacto íntimo con la naturaleza, o montar a caballo para llegar a numerosas cascadas – como la del Poço do Inglés o la de Penha- tobogán, que bajan de las serranías o adentrarse en los senderos montañosos que trazan el antiguo camino conocido como la Ruta del Oro (Caminho do Ouro), en Serra da Bocaina. Este periplo – una verdadera clase de Historia – constituye la ruta histórica utilizada por los antiguos colonizadores portugueses, para sacar el codiciado metal del Estado de Minas Gerais, en dirección al Puerto de Paraty, camino a Lisboa. Aún se conservan en el trazado fragmentos de la calzada original de piedras, colocadas por los esclavos.



Si algo se echa de menos en Paraty – bueno decirlo - es a una buena playa… las más cercanas, a las que se puede ir caminando, están contaminadas y con mucho petróleo y por ello para darse el buen baño en el mejor mar no tendrá otra opción que tomar excursiones y salir fuera de la bahía, donde encontrará realmente paraísos indescriptibles y casi virginales. Este cronista caminó hasta Jabaguará, muy cerca del casco colonial citadino, y encontró un visual hermoso de pequeñas islas y grandes macizos de piedra, pero una playa enlodada que daba la impresión de una sumergida en un pantano y se tuvo que conformar con una buena caipirinha para ahogar tamaña desilusión y recuperar energía para el regreso a la ciudad.



Pero, sin dudas, Río de Janeiro y Paraty son dos paseos recomendables: el primero, excesivamente bullicioso para mi gusto, demasiado violento por momentos y hasta enajenante; el segundo, más para el descanso, el retiro recoleto, lejos del mundanal ruido sobre todo si usted proviene de una urbe cosmopolita y precisa comodidad y desasosiego. Ambos con una similitud ideal: dos ciudades recortadas sobre el mar, escritas sobre él y delante de sus horizontes lejanos e imprecisos.















Foto de Vacaciones


En la Playa de Copacabana, en Río de Janeiro, Brasil, en enero de 2013.