miércoles, 18 de febrero de 2009

Ciertos festejos nocturnos





Afiche del artista cubano Renè Azcuy.


“Para que se abran los caminos
es menester empezar a abandonar los atajos”
Lidia Cabrera, en Cuentos Negros.


Alguna vez soñamos con recuperarlo todo,
desde la ventana azul, repleta de termitas
hasta el escaparate antiguo y aquel juego de
cuarto de la abuela rica, aquel biombo laqueado
de blanco-inmaculado con pequeñas figurillas chinas
que hacían mohines a los transeúntes y
buscaban en los zaguanes el lugar preciso para su
rito de geishas pudorosas con cintas de seda en los pies.

Deliramos con entrar y salir a piaccere
(trazar una nueva orilla)
dentro de aquella casa con olor a arenas movedizas
(como aquel caimán de isla)
que cierto huracán caribeño, con nombre de mujer lasciva,
arruinó y lanzó al mar terminando de cuajo con una infancia
que jugó a empinar papalotes en sitios equivocados y a
dejarse llevar por chivichanas cuesta abajo por las empinadas
calles de una ciudad decadente y ruinosa, casi a oscuras
que aún se ufana de sus trofeos de guerra como dama indigna
y luego se tapa la cara con un abanico para que no veamos
tanto rubor en las mejillas y las ojeras del hambre y las malas noches.

Ahora estremecido por momentos del bochorno de la tarde
escuchamos a mi hijo con su trompeta romper la mudez
del nuevo barrio, (esa Flores Sur-Habana bella)
con su partitura dedicada al fantasma de la ópera
y le vemos crecer tan de repente en el exilio porteño
malabrigado y andarín entre retumbes de tambores y
bufandas perdidas en sitios oscuros
comiendo ravioles y empanadas salteñas donde le sorprenda
la noche o bajo las bóvedas catalanas de una casa expuesta
a todas las miradas furtivas y los comentarios extramuros
por su color demasiado rojo para ser “decente”, según
chismorrea mi vecina.

Todo ha cambiado, pero sigo preservando ese árbol que
se cuela sin permiso por la ventana y salpica con sus hojas secas
(los días bonaerenses)
como el que tenía en la isla cuando se esfumaron mis extraños sueños
bajo una bandera pálida y alguna consigna que repetí hasta
(el desgano-inanición)
cuando comprendí que no puede ser opción legítima la Patria o la Muerte
(¡al pueblo denle la Vida!/No hay derecho; diría en mis días
de discursos panfletarios).
En mis bolsillos me traje aquellos pequeños huevos de codorniz
que mi padre freía en la vieja sartén del patio para ser mejor marido,
el San Lázaro de yeso de mi madre que me protege
y el mantel blanco que mi abuela zurcía con una aguja de plata
adquirida en un concurso televisivo promovido por el
aséptico Jabón Candado,
aquel lino blanco de pichón, salpicado de frutas alegres, que
era su principal orgullo los domingos cuando alistaba su mejor
almuerzo “de pobres, pero con dignidad” y nos sentaba a todos
cansinamente en la mesa
como-un-destino-rito-familiar-irrevocable.

Con qué espejos nos miraremos dentro de algunos años
(en esta geografía de circunnavegante / en este espacio sin fronteras)
cuando olvidemos entre la confusión del vino y las noches de otro sitio
bajo la lumbre de un hogar-ave de paso demasiado tibio, que juega a ser el trópico
todas las canciones de Omara Portuondo que cantamos
y aquella pañoleta azul alondra, cual vórtice de silencio-ojo de tempestad
que siempre guardamos por temor a perder la niñez para siempre.

Y pensar que han pasado casi cincuenta años pero sigo hablando con el
plural de modestia, que me enseñó mi primera maestra
en una ignota escuelita de barrio
y cargo con esa tribulación constante de peregrino-desata nudos,
quebrando guettos, trazando nuevas cartografías
y cargando maletas al rescate de una extraviada fe,
con aquella premonición-nave-de-añil-que-me-flagela,
intentando borronear (ya sin censura) todo lo que se me antoje
en la corteza de los árboles/
aunque no perduren ni siquiera los malos restos
de-mis-pasados-festejos-nocturnos.


jcr.

Surfear en lo turbio




"La sobremesa", de Cundo Bermùdez.



"Eres y serás lo que recuerdas, / lo que una vez llegaste a imaginar”,
de Reinaldo García Ramos, en La quietud).


Pisar el rellano, el descansillo de la vida
imaginando un pedazo de ventana que no muestra
perspectiva alguna,
sólo una pequeña sombra descolorida, un alarido
que viene desde adentro, desde las lacias tripas,
intolerantes al crecimiento atípico e impávido de sus células,
a la patología que carcome y necrosa/ al tumor
que lo engulle todo o a la presión que paralizará la máquina.
Descender abruptamente el escalón, caer, levantarse
con las manos enrojecidas (adoloridas por el batacazo)
con la boca pastosa y las amígdalas inflamadas,
pero sin pus,
acompañando esa luz menstrual, casi uterina
que el semen no alcanza a conmover y fundir/ a procrear.
Degustar una cena recalentada e insabora
detrás de una voz radial (en off, que sube y baja a fondo de),
como debe decir en el guión,
que rompe la rutina intentando acariciar
por dentro el cuenco del tímpano
y sólo consigue un lamento oscuro, un pozo ciego
sin olor a mar, una caja negra intelectualmente vacía
donde la rutina vaga disonante hasta el escondrijo
comatoso de la axila indiferente al desodorante matinal
y de ahí descarga sus incertidumbres en el intestino húmedo.
Surfear hasta donde llegue el impulso y caer como un amasijo
caliente que entumezca la lengua, que te atragante y paralice
como un eructo repentino
en medio de una conversación formal, que perece semejante
a cierta desazón muda, que te saca las ganas vespertinas
de orinar y te eclipsa hasta los ojos.
Sólo entonces es que te traigo de vueltas, al comienzo/
sin rellanos ni descansillos
sin ventanales ni cenas disonantes, evadiendo formalidades
que pulvericen esa ligadura/ sin altares con festejos afros
sin afeites que te adornen/ como llegaste al mudo mundo.
Y te retengo en el silencio, te exprimo completamente/
hasta lo inadmisible intentando resucitar viejos tiempos,
recordando antiguas riñas, grandes rencores,
pero son sólo eso: vanos intentos de resucitación forzosa,
traqueotomías
de puertas abiertas que buscan aires portuarios y salitre
en una ciudad temerosa/ contraria al mar y al discurso libre.
¿No sé qué hacer cuando todo se detiene y confundo los olores
y sonidos? Entonces las ganas intentan evaporarse tibiamente/
me paralizo/ dejo de surfear en lo revuelto
y siento músicas "naúsicas",
que me quitan las fuerzas de seguir encima de la tabla por temor a
caer en las fauces de los tiburones y me dejo caer para siempre.
¿No sé si darte de comer como a las avecillas raras, inventarte
un mar sin corrientes traicioneras o echarte lejos de mi almohada hosca
hasta que recuerdes?


Buenos Aires, Enero-2008

¿Anclado en la isla?




Obra del artista cubano Cundo Bermùdez



“No hallarás nuevas tierras, no hallarás otros mares.
La ciudad te seguirá. Vagarás por las mismas calles.
Y en los mismos barrios te harás viejo;
y entre las mismas paredes irás encaneciendo.
Siempre llegarás a esta ciudad”.

C. P. Cavafis


Siempre llegaré a esta ciudad de espalda al río
con alfileres en el corazón y navajazos en los bolsillos
escuchando canciones que me recuerdan los escasos zapatos que tuve
y aquel pantalón de colegio azul – como la isla - que mi madre
lavaba en las noches y colocaba detrás del refrigerador para planchar a la mañana.
La vida ya no es como antes,
mi placard se ha llenado de camisas de todos los colores
las que siempre quise tener y sin embargo tienen poco uso,
decenas de pantalones se doblan indiferentes entre mis perchas de la abundancia,
pero persiste una rara incertidumbre de que mi piel ya no es mía,
me sigue confundiendo ese sobresalto de querer llenar todos los vacíos del alma,
como si la existencia estuviera ceñida a abarrotar ausencias materiales.
Me siento solo sin parque en un banco de barrio con faroles rotos
y vuelvo a montarme en el cachumbambé de tablas carcomidas y hierro oxidado,
intento atestar nuevamente esa maleta de madera verde mambí que hizo mi padre,
apodada “el botiquín” por mis compañeros de clase,
pero ya no me avergüenzan tanto los motes y las risas contagiosas.
Una extraña mezcla de sabores y olores ya no vienen de la cocina de mi madre
no tuve posibilidad de llegar a su entierro
se despidió en la reja de casa y nunca más quiso abrir sus ojos/
tampoco conozco la tumba donde sosiega su cuerpo,
y no he podido llevarle aún un ramo de flores amarillas/
sus rosas se ponen a miles de kilómetros de donde descansa
desventajas de vivir en una isla sitiada.
Mientras los vaticinios viajan entre las líneas del horizonte
mi hermana sigue poniendo sus vasos de agua con cascarilla
para ahuyentar los malos ojos y reza todas las noches pidiendo salud
y la prosperidad que no llega.
Trato de inventar palabras pero sigo anclado en esa pedazo de tierra colorada
con un extraño olor a asfalto calcinado
y me resisto culturalmente a localismos y voces que me suenan ajenas,
aunque acabo de recibir otra carta de ciudadanía.
Mañana seré otro mapa otra calle otros rasgos vagaré por otra ciudad
cual tórrida siesta provinciana de la que no quiero despertar,
saldrá el sol tímido desde este culo del mundo y me descubriré sentado
en la otra vereda donde miraba pasar a los apátridas
para, entonces, todo me será groseramente indiferente
como las encrucijadas de los caminos que se bifurcan
y ya no conducen a tierra firme.


Juan Carlos Rivera Quintana
7 de diciembre 06.