miércoles, 20 de agosto de 2008

Ciertos festejos nocturnos








Obra de la pintora cubana, Amelia Pelàez.








“Para que se abran los caminos
es menester empezar a abandonar los atajos”
Lidia Cabrera, en Cuentos Negros.


Alguna vez soñamos con recuperarlo todo,
desde la ventana azul, repleta de termitas
hasta el escaparate antiguo y aquel juego de
cuarto de la abuela rica, aquel biombo laqueado
de blanco-inmaculado con pequeñas figurillas chinas
que hacían mohines a los transeúntes y
buscaban en los zaguanes el lugar preciso para su
rito de geishas pudorosas con cintas de seda en los pies.

Deliramos con entrar y salir a piaccere
(trazar una nueva orilla)
dentro de aquella casa con olor a arenas movedizas
(como aquel caimán de isla)
que cierto huracán caribeño, con nombre de mujer lasciva,
arruinó y lanzó al mar terminando de cuajo con una infancia
que jugó a empinar papalotes en sitios equivocados y a
dejarse llevar por chivichanas cuesta abajo por las empinadas
calles de una ciudad decadente y ruinosa, casi a oscuras
que aún se ufana de sus trofeos de guerra como dama indigna
y luego se tapa la cara con un abanico para que no veamos
tanto rubor en las mejillas y las ojeras del hambre y las malas noches.

Ahora estremecido por momentos del bochorno de la tarde
escuchamos a mi hijo con su trompeta romper la mudez
del nuevo barrio, (esa Flores Sur-Habana bella)
con su partitura dedicada al fantasma de la ópera
y le vemos crecer tan de repente en el exilio porteño
malabrigado y andarín entre retumbes de tambores y
bufandas perdidas en sitios oscuros
comiendo ravioles y empanadas salteñas donde le sorprenda
la noche o bajo las bóvedas catalanas de una casa expuesta
a todas las miradas furtivas y los comentarios extramuros
por su color demasiado rojo para ser “decente”, según
chismorrea mi vecina.

Todo ha cambiado, pero sigo preservando ese árbol que
se cuela sin permiso por la ventana y salpica con sus hojas secas
(los días bonaerenses)
como el que tenía en la isla cuando se esfumaron mis extraños sueños
bajo una bandera pálida y alguna consigna que repetí hasta
(el desgano-inanición)
cuando comprendí que no puede ser opción legítima la Patria o la Muerte
(¡al pueblo denle la Vida!/No hay derecho; diría en mis días
de discursos panfletarios).
En mis bolsillos me traje aquellos pequeños huevos de codorniz
que mi padre freía en la vieja sartén del patio para ser mejor marido,
el San Lázaro de yeso de mi madre que me protege
y el mantel blanco que mi abuela zurcía con una aguja de plata
adquirida en un concurso televisivo promovido por el
aséptico Jabón Candado,
aquel lino blanco de pichón, salpicado de frutas alegres, que
era su principal orgullo los domingos cuando alistaba su mejor
almuerzo “de pobres, pero con dignidad” y nos sentaba a todos
cansinamente en la mesa
como-un-destino-rito-familiar-irrevocable.

Con qué espejos nos miraremos dentro de algunos años
(en esta geografìa de circunnavegante/en este espacio sin fronteras)
cuando olvidemos entre la confusión del vino y las noches de otro sitio
bajo la lumbre de un hogar-ave de paso demasiado tibio, que juega a ser el trópico
todas las canciones de Omara Portuondo que cantamos
y aquella pañoleta azul alondra, cual vórtice de silencio-ojo de tempestad
que siempre guardamos por temor a perder la niñez para siempre.

Y pensar que han pasado casi cincuenta años pero sigo hablando con el
plural de modestia, que me enseñó mi primera maestra
en una ignota escuelita de barrio
y cargo con esa tribulación constante de peregrino-desata nudos,
quebrando guettos, trazando nuevas cartografìas
y cargando maletas al rescate de una extraviada fe,
con aquella premonición-nave-de-añil-que-me-flagela,
intentando borronear (ya sin censura) todo lo que se me antoje
en la corteza de los árboles/
aunque no perduren ni siquiera los malos restos
de-mis-pasados-festejos-nocturnos.

Juan Carlos Rivera Quintana, 19 de agosto/08, tranquilidad de la oficina de prensa.