miércoles, 28 de septiembre de 2011

Avanzando hacia el pasado







Por: Slavenka Drakulic (escritora y periodista croata).
Traducción: Juan Carlos Castillón.






“¡No!” dijo con firmeza. “¡No voy a usarlo!” Permanecí por un momento frente a la estantería en la tienda, sujetando un paquete de papel de baño barato en mis manos. “¡Dios mío!” casi grité, “como me gustaría darte una bofetada. ¿Dónde te crees que vives? Crecí sin todos esos antojos que tú tienes, desde la espuma de baño hasta los desodorantes, perfumes y geles, y no soy peor por ello.” Una viejita al lado nuestro nos miraba y asentía con al cabeza, como si ya hubiera oído antes esa pelea. De golpe, cuando escuché mis propias palabras, me di cuenta de que no eran mías. Ya las había oído antes en algún lugar, en los discursos de los políticos, en la escuela, en los libros de texto. El mismo tipo de argumento, la misma lógica ideologizando el pasado: no teníamos nada pero seguíamos siendo felices. Era una mentira y yo participaba de ella. Miré una vez más el burdo montón de hojas marrones plegadas, antes de devolverlo a su lugar, suspirando.

Era otro más de mis fallidos intentos de disciplinar a mi hija, de hacerla comprender que —por demencial que parezca— no éramos lo bastante ricas como para comprar rollos de papel de baño, sino tan sólo los paquetes de Golub, que costaban una tercera parte. No ayudaba que le dijese que era afortunada de que hubiera algún papel que comprar —que no lo había en Polonia o la Unión Soviética, por ejemplo. Para ella ese no era un buen argumento. Todo lo que recordaba durante su vida eran rollos de papel y no veía ninguna razón por la que, después de diecisiete años, debiera de ceder algo que consideraba perfectamente normal. “Si es una cuestión de dinero, prefiero no comer. Pero no acepto adaptarme a este tipo de pobreza.” Avergonzada conmigo misma, finalmente cogí un paquete de los rollos suaves y rosados, porque no era sólo cuestión de dinero. Mi hija tenía razón; era el principio de no ceder, no ceder los elementos básicos de una vida civilizada. Decidí defender la posibilidad de escoger hasta el último rollo de papel antes que permitir al comunismo degradar nuestra intimidad. Pero la viejita tomó el papel más barato y salió.

Esto sucedía en 1985. Incluso antes de 1989, la gente ya sabía que el comunismo se iba a caer; sencillamente pensaban que iba a llevar muchísimo tiempo más. De hecho, uno de los indicadores era el papel de baño. Así que, cuando vi el Golub emerger de nuevo en las tiendas un par de años antes, pensé: bueno, ahí vamos, avanzando hacia el pasado. Durante veinte años de tormentosos cambios ideológicos (y algunos higiénicos) en nuestras vidas, el papel de baño Golub había dormido tranquilamente en algún lugar, en almacenes y en la parte baja de las estanterías, escondido de nuestra vista, dándonos la ilusión de un progreso real. Sólo la gente más vieja, los pensionistas, lo compraban, y tenían que pedirlo, como si una tienda moderna, donde uno podía pedir piñas importadas o kiwis, se sintiera avergonzada de exhibir la joya de la industria comunista del papel junto a los caros rollos multicolores. Pero a medida que el comunismo retrocedía, Golub avanzaba hacia lo alto de las estanterías.


Mis sentimientos estaban divididos, y acepté el compromiso con normalidad. Cuando recibía mi sueldo mensual, compraba rollos. Más tarde, a lo largo del mes, compraba hojas plegadas para mí y rollos para mi hija. Después de todo, yo estaba acostumbrada y ella no lo estaba y el Golub era más barato. Pero había una cosa de la que no podía escapar mientras lo compraba: el recuerdo. Me veo a mí misma de niña, sentándome en un baño frío, las paredes pintadas con una pintura verde al aceite. Estoy sujetando un trozo de papel basto en la mano, oliendo a coles y judías (¡otra vez!) en la cocina, y mirando la punta de mis chirriantes zapatos Borobo de caucho, mientras uno de los muchos inquilinos de nuestro apartamento comunal chilla desde detrás de la puerta: “¡Date prisa, sé que estás leyendo!” Era la pobreza y la carencia lo que recuerdo, en un momento en que la pobreza no parecía terrible, sólo porque casi todo el mundo era igualmente pobre, y era considerada como justa. Pero era terrible por otra razón, porque ni siquiera sabíamos que existía algo mejor. Apenas lo descubrimos, y comenzamos a querer papel de baño mejor también para nosotros, el comunismo quedó condenado.

Tal vez mi recuerdo coincide con mi entrada en el colegio. Fue sólo cuando comencé a ir a la escuela a mediados de los cincuenta que me di cuenta de que la gente guardaba los periódicos en sus baños. En aquella época mi madre ya me mandaba a hacer la compra, y aprendí lo que cualquier niño que viva bajo el comunismo tiene que aprender: que no puedes encontrar todo lo que necesitas todo el tiempo, y que es muy probable que nunca encuentres nada. Para las chicas, ese conocimiento básico era incluso más importante, ya que su futura vida familiar dependía de saber cómo encontrar cosas a pesar de la escasez. En la Yugoslavia de posguerra, el papel de baño era obviamente un artículo poco importante, poco distribuído, y no se producía regularmente (cuando se producía). El papel de baño caía en la increíblemente amplia categoría de los objetos suntuarios, como las pieles, los perfumes, los anillos de oro, los sombreros de mujer, los guantes o las medias, el chocolate, los dulces, el detergente, o los juguetes, incluso la leche y la carne —todo dependía. La regla general era que cualquier cosa en cualquier momento podía ser declarada un lujo.

De nuevo, no era el problema de construir una fabrica para producir papel (habían varias), sino de comprender la necesidad. El gobierno revolucionario ex-partisano no se preocupaba apenas por ello. Los nuevos líderes tenían para sí las llamadas “diplotiendas,” en las que, si a eso vamos, tan sólo los altos dirigentes del partido tenían derecho a una ración gratuita de leche o a un buen coñac francés. ¿Pero quiénes eran esos nuevos líderes? Campesinos, como la mayor parte de la población en la Yugoslavia de preguerra, de hecho más del ochenta por ciento de la misma. Y a esa gente no le importaba —después de todo, papel es papel, y uno es tan bueno como el otro. Usaban periódicos, dos páginas de tosco papel cortado en pedazos (a decir verdad, esos periódicos no eran más que boletines del partido, así que en realidad merecían su destino). Hoy eso puede ser elogiado, incluso explicado, como conciencia ecológica, pero en aquel momento representaba la falta de cualquier tipo de conciencia. En los apartamentos de las ciudades, no había papel de baño; normalmente sólo un clavo con un periódico roto colgando del mismo. Los recién llegados echaron a los viejos ocupantes “burgueses” ocupando sus viejos apartamentos. Yo tenía que volver a juntar los papeles para intentar leer las tiras cómicas. Frustrante, aunque me explicaron que cortar periódicos era kulturno, un rasgo cultural.

En mi casa, los periódicos Borba, Komunist y Vjesnik no se cortaban, sino que permanecían en la cesta de forma que cualquiera pudiera leerlos. Desde luego, los periódicos eran usados en momentos de necesidad, pero recuerdo que mis padres robaban papel de escribir del sitio en que trabajaban —estaban escritos a máquina por un lado— así que usábamos un papel delgado, tipo Biblia, o también papel cebolla. Tenía la superficie rugosa y tardaba en bajar por lo que había que tirar de la cadena varias veces, pero era definitivamente mejor, más suave que el periódico. No mucho después de acabar el segundo curso, a finales de los cincuenta, apareció Golub —toscas hojas marrones, dobladas y apretadas entre sí en un paquete cuadrado, de forma que cuando tomabas una, tirabas de la siguiente. No era mucho mejor que el periódico. No me gustaba por otra razón, su nombre. Tenía el nombre de un pájaro (“pichón”), y aunque en el colegio aprendí que el papel se produce a partir de los árboles, sospechaba. Había oído historias sobre jabón cocinado a partir de grasa humana en el campo de concentración de Auschwitz —las historias de lámparas hechas de piel humana, niños asados en hornos de cocina y todo eso eran entonces parte de nuestras vidas. Las oíamos a los mayores y después nos las contábamos entre nosotros. Después de todo, muchos testigos aún estaban vivos y no teníamos televisión para distraernos antes de acostarnos —ni siquiera libros ilustrados. En mi mente infantil un horror igualaba al otro, y si uno era posible, ¿por qué no el otro? Tal vez Golub estaba hecho a base de palomas —de plumas, de huesos. Usarlo me causaba un sentimiento de incomodidad y trataba de evitarlo; pero como era el único papel de baño disponible, tenía que usarlo a pesar de mi malestar.

Para el nuevo papel era necesario algún tipo de soporte, y pronto tuvimos una apropiada caja de madera con una raja a través de la cual podías tirar de las hojas una a una. La caja era útil para otra función: apoyar los cigarrillos. En los baños de los colegios, en las cajas, podían verse las pequeñas quemaduras que los cigarrillos habían dejado mientras sus propietarios, probablemente ocupados, leían literatura no exactamente recomendada por el curso de literatura. El problema era que esas cajas estaban siempre vacías y teníamos que usar el papel de nuestras libretas. Cuando pienso en ello ahora, sospecho que los pupilos robaban el papel de baño de la escuela cuando lo había. Eso sería lógico porque si era considerado como un lujo —y lo era— merecía la pena robarlo. Pero Vera, la amiga que se sentaba a mi lado en el colegio, no podía usar su libreta. Su padre se lo prohibía, marcando cada página con un número. Tenía miedo de que ella le engañase y arrancase una página con una mala nota. Vera tenía que tomar prestado mi papel, un tipo de intimidad que parecía una humillación. Pero el comunismo creaba ese tipo de intimidades —con el repleto apartamento comunal; con su moral, en la que todo el mundo era camarada de todo el mundo; con el Partido Comunista, en el que cada miembro vigilaba la vida “correcta” de los demás— porque sólo donde no existe la privacidad puede existir un control total.

A mediados de los sesenta muchas cosas cambiaron: había una economía menos centralizada, más liberalismo político y un estándar de vida más alto. Eso —como supimos sólo quince años después de la muerte de Tito— descansaba no en una mayor productividad sino en los créditos extranjeros que había conseguido y tenía que devolver. El progreso en el comunismo se vio marcado por un papel de baño de mejor y mejor calidad. Junto al inevitable y básico Golub, la producción de papel sanitario en rollos comenzó. Ahí es donde podía verse claramente la estratificación social. El estado comunista empujaba el concepto de una sociedad sin clases cada vez más hacia el futuro —tan lejos que ya nadie podía verla o creer realmente en ella. Y así, mientras todos pretendíamos seguir creyendo en la ideología oficial, en la vida cotidiana habían clases: una mayoría de pobres (gente de Golub); gente menos pobre (los que se las arreglaban para vivir en apartamentos de dos habitaciones, con televisores, electrodomésticos y tal vez un coche, y que usaban rollos de papel); y funcionarios del partido/Estado, una clase aparte. Era difícil ver sus casas, protegidas por altas paredes, guardas, perros y el miedo generalizado.

Tuve esa oportunidad tan sólo una vez, al final de la escuela elemental, cuando un amigo mío enfermó. Era un niño agradable, tranquilo, pero no era realmente popular porque lo llevaban al colegio en una limusina negra, subrayando con ello las diferencias entre nosotros. El maestro me mandó a su casa para entregarle los nuevos deberes. Fue allí donde descubrí un tipo de papel que nunca había visto antes: delgado, suave, de doble capa, en un azul claro que hacía juego con el azul de las paredes. Detrás de la puerta colgaba un spray, y cuando tirabas de la cuerda el baño entero olía como un bosque de pinos. “Austria” dijo mi amigo como si fuera obvio, cuando le pregunté de dónde venía. Aquel papel no podía compararse con los rollos que comprábamos, porque incluso si los rollos eran un paso de gigante hacia un futuro mejor, el papel en los mismos era tan sólo un poco más suave que el Golub, lo cual nos hacia constantemente conscientes de un régimen que descuidaba las necesidades humanas básicas. Peor para el sistema.

Fue sólo a finales de los setentas que los rollos de papel sanitario se volvieron algo normal, junto con el lavado regular de las manos, los dientes, y el baño —aunque no el uso del desodorante. En otras palabras, lenta pero inexorablemente nuestros hábitos higiénicos cambiaban para mejor y uno ya no se desmayaba apenas entraba en un vagón repleto… sino un poco después. Fue entonces cuando Golub desapareció por fin de las estanterías, junto a las viejas cajas de madera. Las cajas fueron sustituidas por los nuevos sujetarollos hechos de metal o plástico, diseñados para igualar el color de la taza del inodoro, las baldosas y la bañera (en los nuevos apartamentos, el retrete se colocó en el baño, supongo que para ahorrar espacio). Era el momento de los altos estándares de vida, y consecuentemente de la esperanza en un “socialismo con rostro humano.” Los viejos baños fueron redecorados, las viejas bañeras oxidadas remplazadas por las de plástico. Una familia comunista, moderna, de clase media —y todas las familias querían caer en esa categoría— debía tener un baño recién diseñado, con cada cosa, desde la pila de agua hasta el inodoro, del mismo color, incluyendo las toallas, exactamente como lo veían en la revista importada alemana de decoración Schönen Wohnen. Pero eso no era todo. En aquel momento era posible comprar tal vez hasta diez tipos de champús y jabones, sales de baño, cremas corporales… sólo para quien tenía dinero. El comunismo estaba alcanzando el estadio del lujo. Desde luego, uno podía argumentar que el papel extranjero seguía siendo más suave (e impreso con motivos florales) y que sus jabones olían mejor. Pero tenía que admitir que ¡hemos avanzado mucho, nena! Y la prueba final de progreso era que nuestro papel de baño se exportaba.

Sin embargo, había un sitio en el que el tiempo se había detenido: los baños públicos. No importa qué tipo de soportes tuvieran, no había papel en los mismos. Era allí, en los colegios y restaurantes, en las cafeterías y cines, en el tren y en las estaciones de autobús, donde uno podía juzgar qué tan lejos había llegado realmente nuestro famoso progreso. Pero los buenos, lujosos, tiempos no duraron mucho. A mediados de los ochenta llegó la escasez, anunciando la enfermedad mortal del comunismo. No había azúcar, aceite, electricidad, café, pasta dentrífica, detergente, sin mencionar frutas como las naranjas, los plátanos o limones. ¿Papel de baño? No se fue, pero los rollos eran tan caros que lentamente dejaron paso al Golub, y la gente comenzó a sentir, como en los cincuenta, que era feliz con lo que tenía —que siempre podría ser peor. Una vez vueltos al Golub, éste parecía incluso más basto que cuando hizo su primera aparición como un signo de progreso. Ahora era evidentemente un paso atrás. Gracias a Dios, todo el mundo tenía un pasaporte, y Austria e Italia estaban a sólo un par de horas de distancia. Parecía raro en la frontera: el dinar era tan débil que la gente no podía gastar dinero en ropa o productos técnicos. En su lugar, tratando de mantener algunos estándares mínimos, compraba paquetes y más paquetes de rollos de papel sanitario, café y detergente, y llenaban su coche con el mismo. Estaban cansados de la pobreza. La pobreza es sucia, fea y apesta. El comunismo es pobre —en consecuencia… el gobierno podía manipular a las viejas generaciones, nacidas antes o inmediatamente después de la guerra. Fue la nueva generación la que se convirtió en el enemigo. Simplemente no estaba dispuesta a aceptar el deterioro del estándar de vida en nombre de una ideología en la que no creía, cuyo símbolo era el Golub. Fue así como los comunistas perdieron: cuando llegaron las primeras elecciones, en mayo de 1990, la generación joven votó contra el Golub, contra la escasez, las privaciones, los dobles estándares y las falsas promesas. En toda Europa Oriental no votaron tanto por los demócratas, los cristianos o los liberales —o comoquiera que se llamasen los partidos— tanto como contra los comunistas.

Pero la democracia no te garantiza el papel de baño, áspero o suave. De hecho no te garantiza ningún papel, al menos en esta parte del mundo. ¿Cómo le voy a explicar eso a mi hija? La hablé de mi visita a la democrática Polonia, donde mi amiga Ana tiene papel de baño sólo porque lo ha acumulado en su sótano desde hace años. “No soportaba la idea de quedarme sin, era mi obsesión que no me quedase lo suficiente,” me dijo Ana. La hablé sobre mi visita al club de trabajadores de la industria cinematográfica —un lugar de élite en Sofía. Fue después de 1989 y no había papel de baño. Deje a Katarina el último rollo que había llevado para el viaje a la democrática Bulgaria; me lo pidió. En su baño había visto las mismas hojas de papel de escribir que recordaba —lo que me hace temer que la infancia democrática en Europa Oriental no será muy distinta de mi propia infancia.

*Crónica de costumbres - por denominarle de alguna manera - “Forward to the Past”, que forma parte del libro How We Survived Communism & Even Laughed, de la reconocida escritora y periodista croata Slavenka Drackulic. Lo que cuenta tiene tanto que ver con las miserias insulares cubanas y la carencia de todo, en las naciones que intentaron construir el comunismo.