miércoles, 16 de septiembre de 2009

Prólogo de mi nuevo libro: Breve Historia de Fidel Castro (Metástasis de una ilusión).




Editorial Nowtilus, España.


«...adonde se vive entre paredones y cerrojos / también es el exilio. Y así, / con anillo de diamantes / o martillo en la mano, / todos los de acá / somos exiliados.
Todos. / Los que se fueron / y los que se quedaron”.



Rafael Alcides, “Carta a Rubén” (su hijo exiliado).



Prólogo





En la isla, desde que tengo uso de razón he vivido rodeado-acompañado-invadido por una figura omnipresente en mi vida, casi con el don de la ubicuidad, una personalidad mesiánica, avasalladora, carismática, testicular, voluntariosa, convulsiva, taimada y castradora, que sabe de todos los temas y al que hay que consultarle para todo inexcusablemente. Y les confieso que no hablo de mi padre, aunque casi lo era, pero no por obra de la consanguinidad. Hablo de Fidel Alejandro Castro Ruz, ese hombre vestido con traje militar de fajina, color verde olivo, con charreteras de rombo rojo y negro y rama de olivo de Comandante en Jefe sobre sus hombros, unos gigantescos seis pies y dos pulgadas de estatura, mirada de águila desconfiada, ojos pequeños y escrutadores, barba icónica - ahora rala y casi blanca - nariz isleña, con un esqueleto óseo ancho e imponente y alrededor de unos 80 kilos, en sus mejores tiempos, quien ocupó durante casi 50 años (para ser más exacto: 49 años y 49 días) el poder en mi país: la República de Cuba.



Crecí rodeado de sus ideas; su prédica; los cuadros con su efigie, disfrazada de guerrillero heroico; su verba aplastante y encendida de consignas revolucionarias; sus diatribas y enconos; sus utopías-proyectos; sus materiales “programáticos”, que luego eran discutidos en los círculos políticos de estudio y te daban puntaje a la hora de la evaluación escolar integral. De niño aún recuerdo las horas y horas de discursos en mítines y reuniones, que eran televisados, por los únicos dos canales que teníamos y con varias retransmisiones. Muchas veces se le ocurría hablar a la tarde, cuando llegaba la hora de mis dibujitos animados y admito que sólo en esas oportunidades me permitía odiarle. En esos instantes, tejía una relación de amor-odio hacia su persona, pero sólo en esos momentos deseaba, que al menos, se cortara la transmisión televisiva y el control remoto por un desperfecto técnico, pero nunca sucedía. Después se me pasaba porque Fidel - “El Caballo”, como le dice la vox populi en Cuba - era el que trabajaba a deshoras, el que luchaba contra el imperialismo yanqui, el que trazaba la línea política de mi país, (¿por qué razón siempre asocio esa palabra: “línea” con el verticalismo más esterilizador y uniformizante?). Era Fidel el “benefactor” de todos los cubanos, el que decía lo que había que hacer y ay de quien chistara o dijera algo diferente o con otro color; era el médico de familia, el vanguardia, el trabajador azucarero destacado, el político que nunca se equivoca, el estratega económico, el científico preeminente, el editor “perfecto”, el censor acucioso, sin dudas lo era todo, estaba en todos los lugares y lo abarcaba todo panópticamente...era el ojo que todo lo ve. Para más acoso recuerdo unos cartelitos, que se ponían, antes, en las entradas de las puertas de las viviendas cubanas que rezaban: “Esta es tu casa, Fidel”, o sea que en mi país ni viviendas teníamos, todo le pertenecía, por mandato divino y político al Comandante.



La primera vez que le vi personalmente yo estaba haciendo una guardia a la entrada de mi escuela secundaria, la Vocacional “Vladimir Ilich Lenin”, ubicada en el municipio capitalino de Arroyo Naranjo. Dicha institución con 4.500 alumnos, bajo régimen de internamiento y con disciplina militar, era otro proyecto, un sueño de Fidel, donde se formarían los nuevos cuadros políticos, los científicos, los artistas, los intelectuales, los ingenieros cubanos, se enunciaba entonces. No podía ser de otro modo en Cuba, donde todo lo pensaba el Comandante y lo diseñaba él.



La institución estaba, en ese momento, en plena fase de terminación (había comenzado su proyecto y construcción en 1972, bajo la dirección del famoso arquitecto Andrés Garrudo), pero ya albergaba e instruía a los estudiantes de secundaria y preuniversitario. Faltaban pocos días para su inauguración y aquella mole de dormitorios, pabellones de clases, laboratorios de idiomas, anfiteatros, museos, comedores, centros de cálculos, bibliotecas, pistas de atletismo, huertos, áreas verdes, piscinas olímpicas, tanque de clavados y hasta un hospital y todo lo inimaginable ya tenía una dimensión imponente, abigarrada y descomunal, a un costado de la carretera, justo en el kilómetro 23 del centro de la ciudad habanera.



Recuerdo que era fin de semana y yo tenía puesto mi uniforme de caqui oscuro, de las labores agrícolas, y traía un palo de escoba en la mano, como si con ello fuera a impedir que el intruso que quisiera entrar a hacer desmanes se metiera dentro de aquella masa de concreto y madera, que en ese momento no tenía cercas divisorias. Era mediodía y el sol calcinaba demencialmente, 32 grados a la sombra. Yo rezongaba y maldecía de aquella guardia que me impediría ir ese sábado a mi casa y degustar los frijoles negros y las comidas de mi madre porque en el comedor de la escuela el menú era invariable: arroz, potaje de frijoles blancos y un pedazo de merluza refrita, durante toda la semana. Justo cuando andaba con esos pensamientos, vi por una esquina de la garita principal donde me encontraba, un jeep militar, seguido de dos o tres autos más, entrar a toda carrera por la puerta y levantar una nube de tierra colorada y polvo amarillo. Me pegué un susto tremendo y sólo atiné a levantar el palo, cuando el auto militar paró en seco dando un patinazo ridículo. De la ventanilla del auto, una cara barbuda que conocía muy bien, con gorra guerrillera me gritó, con un dejo de ironía:



-¿Y tan sólo con ese palo pretendes defender a la Revolución?, me interrogó Fidel. Yo sólo atiné a reírme con nerviosismo y me mantuve mudo de la sorpresa, sin emitir palabra alguna por unos instantes y luego rápidamente le contesté:



-Se hace lo que se puede... si no hay pan se come casabe, como dicen los guajiros de Oriente.



Él lanzó una carcajada estruendosa y me dijo que iba a recorrer la escuela para ver cómo estaba quedando y si estaría terminada para la inauguración, que si lo autorizaba a entrar. Entonces, me cuadré militarmente, con el palo de escoba como fusil sobre el hombro y le hice un saludo militar, en señal de aprobación. El jeep voló como un zeppelín hasta perderse de vista. Para ser mi primer encuentro con el caudillo tropical no estuvo nada mal. Después, a lo largo de mi vida - y ya como periodista profesional - me acostumbraría a verle con sistematicidad y hasta me atrevería, en mi época de reportero de la Revista “Bohemia”, la decana de la prensa nacional, con casi cien años de fundada, a salir de las actividades y congresos internacionales de salud, que él siempre presidía, en el Palacio de las Convenciones, ubicado en La Habana, justo en medio de sus discursos, pues ya sabía hasta el hartazgo qué diría y cuáles eran las cifras a las que echaría mano para hablar de las bondades de la medicina, de los proyectos educativos, del desarrollo económico, (que cada día se notaba menos en la mesa del cubano) y de los progresos de la Revolución, un proyecto que cada día se necrosaba más y mostraba sus hilachas inmovilizadoras.



Días después, el 31 de enero de 1974, se inauguró la Escuela Vocacional “Vladimir Ilich Lenin”. Ese día sería mi segundo encuentro con el Comandante. Recuerdo que yo había sido designado para estar en el momento del recorrido de las autoridades políticas por la institución docente a un aula de artes plásticas, donde se estaría desarrollando una clase práctica de pintura. Fidel entró acompañado por una numerosa delegación extranjera, el cuerpo diplomático acreditado en la isla y por si fuera poco por el mentor, guía espiritual y padrino del alumnado: Leonid Ilich Brezhnev (1906-1982), secretario general del Partido Comunista (PCUS), de la entonces Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS); la escuela había costado una fortuna y sería el rostro visible para el exterior del interés del proyecto gubernamental por la educación, entonces había que mostrarla. Fidel persistentemente manejó, a cada momento y con la oportunidad adecuada, el marketing político, en eso siempre fue un verdadero experto, su mérito no se le puede quitar. Por ello habíamos recibido de la URSS todo el mobiliario escolar, los útiles de laboratorios de física, química y biología, los equipos de audio de las cabinas lingofónicas de los aulas de lenguas extranjeras, los instrumentos agrícolas para el inmenso huerto escolar, que serviría para implementar el famoso método, que él denominó martiano, de combinar el estudio con el trabajo, pues sólo de esa manera se llegaría a formar el verdadero comunista insular. Pobre José Martí (1853-1895), lo convirtieron en el autor intelectual, en el artífice de cuántos inventos o engendros surgieron en el camino; debe estar todavía disgustado en el paraíso o donde quiera que esté, de tanto protagonismo y culpas malsanas.



Cierro los ojos y me parece volver a ver a Fidel, en ese momento, con el rostro luminoso, casi insolente de alegría mostrar cada detalle de aquella institución, que formaría al “hombre nuevo” comunista. Nunca olvidaré a Brezhnev, que ya parecía una momia embalsamada, con aquel traje azul, lleno de condecoraciones de guerras y glorias pasadas, de medallas hasta en las mangas, cuyo peso casi le impedía moverse. Con aquel ambo de tela gruesa en medio de un trópico abrasador no me podía imaginar lo incómodo que se sentiría. El pobre anciano sonreía con cada palabra que el traductor ruso le prodigaba y se mostraba interesado en todo, aunque en la práctica se estaba asando, literalmente, de calor como cerdo en púa, en fiesta de fin de año cubana.



La clase de artes plásticas estaba muy tranquila; se nos había dado como ejercicio pintar una naturaleza muerta y el instructor había puesto, encima de una mesa, en el centro del aula, una piña, un mamey, unos plátanos maduros y una manzana de cera, porque en nuestro país una manzana de verdad siempre fue un espejismo. Con ello se había armado una composición modélica ideal para dibujar. Recuerdo que, cuando ellos llegaron, estábamos diseminados por todo el amplio laboratorio, inmersos en nuestra tarea, algunos con más talento y otros con menos, pues esa clase formaba parte de la cursada de estudios de la nueva escuela para formar a hombres y mujeres sensibles en la apreciación del arte, según decían los estatutos programáticos de la institución, con pretensiones vocacionales. Pero no era más que una puesta en escena para los visitantes, pues era la primera clase que recibíamos y nuestros caballetes, potes de pintura, pinceles, sillas y hasta las cartulinas, de un inmejorable papel importado, que envidiaría cualquier pintor profesional de la isla, habían sido traídos a las corridas el día anterior para armar aquel retablo “plástico”.



Fidel explicaba, entonces, las propuestas educativas de la escuela y la posibilidad que ella brindaba de ir contribuyendo con la orientación profesional de los alumnos; de ahí que funcionarían talleres de teatro, danza, música, agrupaciones corales, etc. Al mirar los trabajos de algunos de mis compañeros los elogiaba con frases muy alentadoras; a otros les corregía alguna línea con “delicadeza” militar o le daba una recomendación, pues también hasta de arte pictórico sabía. Cuando llegó a mi caballete y miró de reojo lo que yo estaba pintando me comentó, medio en sorna, medio en son recriminatorio:



-Pero eso es una interpretación libérrima de las frutas. En mi vida nunca vi - y vengo del campo - plátanos azules, ni manzanas grises, tampoco una piña con esos penachos tan grandes y de color morado.



Yo sólo acerté a mirarle fijamente a los ojos y le riposté:



-El profesor habló de un ejercicio creativo y yo me tomé muy en serio la consigna; quizás se me fue la mano con la creatividad, le contesté a modo de disculpas, intentando restarle tenor a lo que no era más que mi primer disenso, ya a los 14 años, con el Comandante en Jefe… posteriormente llegarían muchos más desacuerdos y muchas más desilusiones. Ese día advertí, a pesar de mi adolescencia, que para Fidel los conceptos de libertad y creatividad estaban ya, en ese entonces, bastante acotados y torcidos.



Después vendrían otros encuentros-desencuentros, otras anécdotas, que iré contando en la medida en que vayamos llegando a los hechos y recorramos juntos, este derrotero sobre la vida, los aciertos y equívocos de Fidel Alejandro Castro Ruz (¿Fidel Casiano, Fidel Hipólito?, según las partidas de nacimiento y las distintas inscripciones), que pretende reconstruir, sin mitificaciones, la verdadera historia de uno de los líderes latinoamericanos y mundiales más discutidos y apasionantes del siglo XX, su espíritu pragmático, casi camaleónico para atemperarse a las coyunturas históricas y la impronta que dejará, a su muerte, en las futuras generaciones de la isla.



La obra intenta repasar el recorrido de la Revolución Cubana (1 de enero de 1959) y su proceso histórico de evolución-travestismo político-involución, dado a través de la figura tropical de su artífice, estratega y caudillo, revelando al hombre que hay detrás de ese mito, convertido en una de las figuras icónicas de todo un siglo. Lo interesante es que esa evaluación está dada con la mirada de un cubano, nacido en 1960, que estuvo muy comprometido con el proceso revolucionario, y hoy vive autoexiliado, en Buenos Aires, Argentina, descree de la política como profesión vitalicia, de los gobiernos atornillados a las sillas del poder y excesivamente personalistas y autoritarios.



Sin dudas, la Revolución Cubana fue un proceso de insurrección nacional, un movimiento social, políticamente heterogéneo, que surgió como una reacción necesaria contra el gobierno de facto de seis años y medio y la dictadura militar de Fulgencio Batista y Zaldívar (1901-1973), conducido por ese “soldado de las ideas”, (como él gusta definirse), Fidel Castro Ruz, y otro grupo de jóvenes rebeldes, en su mayoría procedentes de las filas de la clase media, los trabajadores y el estudiantado universitario cubanos, que se envolvió en un aura libertaria y optó por la vía violenta para poner fin al régimen, instaurado tras el golpe del 10 de marzo de 1952, en momentos en que muchos isleños luchaban por restaurar los principios de la Constitución de 1940 y eran asesinados por la policía batistiana, entre l957 y 1958.



Fidel Castro Ruz, llegó al poder con un doble perfil identitario: nacionalista y populista, ceñido a un discurso de restauración democrática y fue trocando su proyecto hasta instaurar un castrismo, que pasará a la historia como un “cesarismo de base comunista”, según la acertada definición del historiador y ensayista español, Antonio Elorza. El triunfo de su proyecto unipersonal y su conducción estratégica tuvo una gran repercusión y adquirió legitimidad, sobre todo entre los representantes de la izquierda de América latina y los sectores académicos intelectuales europeos, del Primer Mundo, en la década del 60’ que se dejaron influir por el dogma de que el poder sale únicamente de la punta del fusil, y protagonizó algunos jalones importantes de la historia latinoamericana, como los sucesos de Bahía de Cochinos, en 1961, que pasaron a la posteridad como la “primera gran derrota del imperialismo yanqui, en América”; la Crisis de los Misiles(1962), donde el mundo estuvo al borde de la hecatombe nuclear; la ayuda financiera y entrenamiento militar en suelo cubano de muchos integrantes de los movimientos guerrilleros centroamericanos; la alianza del Gobierno revolucionario con la Unión Soviética y el proceso de sovietización de la sociedad cubana, de los 70’ y 80’ o la desovietización de los 90’, hasta llegar al colapso económico, la incompetencia burocrática, la corrupción a gran escala, el racionamiento, la esclerosis asfixiante de la vida cotidiana y la pervivencia de un régimen no democrático en la isla, que restringe libertades tan caras para los seres humanos, como el derecho a entrar y salir del país y a expresarse libremente.



Como ha dicho, recientemente, el ensayista cubano, Rafael Rojas, “la historia de la revolución cubana es, en alguna medida, la historia del cuerpo de Fidel Castro”. Y convengamos que, en la actualidad, ese cuerpo hemorrágico y desgastado, debido a un crecimiento fulminante de células enfermas y tripas debilitadas, no logra regenerarse, como tampoco consigue la isla salir del precario estado de salud económica y social en que ha quedado sumida, después del retiro formal del anciano mandatario (¿vitalicio?), sin cambios de fondo en las estructuras de gobierno y el partido comunista, aunque todos hablen de una nueva etapa histórica, de una lenta transición, en las manos de su hermano, Raúl Castro.



Esta obra será pues un itinerario por los avatares existenciales de ese patriarca caribeño, conocido llanamente por el nombre de Fidel: de rebelde con causa a gestor y artífice de un proyecto que ilusionó a toda una generación y hoy suscita todo tipo de sentimientos, menos la indiferencia; todo tipo de adhesiones; muchos rechazos y, sobre todo, la diáspora imparable de sus propios protagonistas, en una cifra de más de dos millones de ciudadanos. Sin titubeos, esta no será una biografía autorizada, ni mucho menos oficial y apologética; tampoco el periplo acre, corrosivo, ciego y amargo por una vida, responsable – en mucho todavía - de las felicidades y desgracias del pueblo cubano, quien actualmente está a la espera de la muerte de su caudillo con la esperanza de que venga un cambio fundacional, que les devuelva las ilusiones y el tiempo perdidos.