miércoles, 17 de octubre de 2012

Sevilla: y su lunita plateada





Una villa donde se respira sosiego, atravesada por un río, al que dicen que siempre se vuelve y un hechizo de siglos, perdido entre callejuelas encantadas, fuentes populares y balconcitos con flores, que actúan como cábala sanadora cuando se viene del mundanal ruido.

Texto y foto: Juan Carlos Rivera Quintana.

La ciudad española de Sevilla es de esas comarcas memorables y añejas, surgidas como ciudad-puente, ciudad-puerto, que se pegan como una estampita a la retina del visitante y jamás se olvidan, haya o no una lunita plateada, como reza la vieja coplilla flamenca, de Antonio Molina, que la inmortaliza y está muy de moda por estos tiempos.

Ubicada en la comunidad autónoma de Andalucía, en el sur de la península ibérica y capital de la provincia homónima, Sevilla posee uno de los cascos antiguos e históricos más grandes de Europa, exactamente el tercero, (después de Venecia y Génova), y hace alarde – con gran probidad – de un patrimonio histórico, natural y monumental que la convierten en zona de peregrinaje de turistas deseosos de conocer sus maravillas museables, sus fiestas y costumbres populares, provenientes de lo íbero, lo árabe, lo cristiano y lo tarteso; sus callejones, sus barrios y mercados, sus fuentes y su Catedral, que incluye la Giralda, el Alcázar y el Archivo de Indias, declarados Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, desde l987.

Y es que a Sevilla, situada en la llanura aluvial del Río Guadalquivir, siempre se vuelve; nadie o casi nadie - para no ser absoluto- se conforma con una sola visita, pues siempre se quedan cosas por ver debido a la imposibilidad de visitar sus más de 300 monumentos y sus 14 conjuntos históricos. Para empezar el recorrido baste comenzar por el Barrio de Santa Cruz y la Plaza de Doña Elvira, cuyos orígenes se remontan a la Judería de Sevilla, aquellos momentos en que el rey Fernando III de Castilla conquista dicha urbe y concentra la segunda comunidad judía más importante de España, (después de Toledo), que es expulsada por el cristianismo en 1483, lo que provoca un cimbronazo cultural y económico en la comarca, que también sufre los azotes de las epidemias de peste europeas, hasta principios del siglo XIX que las autoridades españolas deciden reurbanizar el barrio, embellecerlo y darle nuevamente el lustre que poseía antaño.

Santa Cruz, enclavado en el corazón monumental y comercial sevillano, es un barrio- laberinto de ceñidas calles y callejuelas - como las viejas juderías - que intenta librarse del tórrido sol del verano, creando corrientes de aire fresco, provenientes de sus abiertas plazas, sus balconcitos estrechos con policromas macetas de flores y sus fuentes populares y aljibes. Allí mucho hay por ver, baste tan sólo enumerar algunos sitios como los Reales Alcázares, transformados en un suntuoso palacio mudéjar, a los que se le anexaron unos impactantes y cuidados jardines y fuentes; el Palacio Arzobispal, residencia del prelado de la ciudad y archivo eclesiástico; la Catedral de Sevilla, el mayor templo gótico español, con influencias renacentistas y manieristas y una de las grandes pinacotecas de la ciudad, pues conserva obras de Murillo, Zurbarán, Goya y de cientos de prestigiosos pintores españoles y extranjeros; el Patio de los Naranjos y la singularísima Giralda, rosa de los vientos cristianizada y emblema por antonomasia de la comarca que vela, cual estatua de la fe, desde su atalaya privilegiada, el ir y venir sosegado de turistas y pobladores. Estos últimos dos sitios son los únicos sobrevivientes de la mezquita musulmana que allí existió.

Tampoco podemos olvidar el Archivo de Indias, antigua casa lonja de mercaderes, que inició su construcción en 1584 y hoy el más importante centro de documentación americanista del mundo, creado bajo el reinado de Carlos III, con el propósito de centralizar en un único recinto toda la documentación dispersa de la administración de las colonias españolas.

Durante toda la recorrida por el barrio se topará en una u otro recoveco o esquina con pequeños y coquetos locales de recuerdos, dedicados a la venta de artesanías, bordados, cerámicas y abanicos, realizados por manos sevillanas y dará de bruces en varias oportunidades y hasta sin esperarlo con la Plaza de Doña Elvira, una mágica plazuela cuadrada y exclusivamente peatonal, con accesos acodados y un estudiado diseño de bancos, fuentes, rosas de todos los colores y naranjos, rodeados por edificios de un marcado sabor sevillano, hoy restaurantes, hoteles boutiques, comercios y terrazas donde tapear y apurar una refrescante sangría. Cuenta la mítica pueblerina que allí estaba la casa de Don Gonzalo de Ulloa, padre de Doña Elvira, ambos personajes del “Don Juan Tenorio”, de Zorrilla.

El Guadalquivir en el corazón

En su paso por Sevilla, esta ancha corriente de agua, cuyo nombre deriva del árabe al-wadi al-Kibir, que significa “el río grande”, y atraviesa además ciudades como Andújar y Córdoba, está cruzado por el Puente de Triana, antiguamente llamado de Isabel II, una de las escasas muestras de la arquitectura del hierro que posee la urbe y desde donde se tiene una vista privilegiada de barcazas turísticas que recorren sus márgenes, de la Torre del Oro, que formaba parte del sistema de defensas y murallas almohade; del Teatro de la Maestranza, el escenario andaluz de la ópera y de la Plaza de Toros de la Real Maestranza, ese ovalo gigante, sitio de las lidias taurinas más renombradas del mundo, que ha visto entrar y salir airosos a toreros en hombros de aficionados y a otros con compromiso de vida o de muerte por alguna cornada traidora.

Muy cerca de allí puede visitarse, también, la Universidad de Sevilla, cuya sede rectora, fue en el siglo XVIII, la Real Fábrica de Tabacos, inmortalizada – posteriormente - en las cigarreras que trabajaban en sus naves y torcían los puros, de la afamada Ópera Carmen. Con casi 500 años de existencia, esta alta casa de estudios, que presta un servicio público de excelencia, cuenta con un amplio patrimonio cultural y artístico, diseminado en sus siete edificios anexos.

Mención especial y sitio de obligado recorrido - a no dudarlo - es la Plaza de España, un rincón encantado por la magia del palacete, sus campanarios, puentecitos, rejas andaluzas, torres, jardines, barcas, músicos ambulantes, fuentes y estanques donde picotean hermosos patos y cisnes. Con sus 200 metros de diámetro, esta plaza, creada por la mano diestra de Aníbal González, el más prestigioso de los arquitectos sevillanos del pasado siglo, centra su decoración en el ladrillo y los revestimientos cerámicos de azulejería, dedicados a todas las provincias españolas. En la actualidad, a dicha plaza se puede llegar a través del tranvía moderno que hace pocas paradas intermedias, pero que sale del corazón del casco histórico, o en un coche de caballos, o un autobús turístico.

Y no es de extrañar que antes de trasponer las rejas de dicha plazuela escuches – como me sucedió a mí – una vieja coplilla sevillana, que cantada con la clásica guitarra flamenca y el dejo del cante jondo no olvidarás nunca y te servirá como cábala sanadora de todos los ruidos existenciales de las ciudades modernas. Entonces con la voz rajada y casi como un lloro, el andaluz proclamaba a los cuatro vientos: “(…) y ahí, que tiene Sevilla/que deslumbra la orilla del Río Guadalquivir/y es que en otro sitio no puedo vivir/ será el fino o su gente/ que es la única que entiende/lo que puedo yo sentir/cuando en la madrugada me acuerdo de ti”.







viernes, 12 de octubre de 2012

Fotos de Viajes



Con Horacio en los Palacios Nazaríes, en La Alhambra, Granada, España.

Foto de Viaje


Desde el Castillo de San Jorge, en pleno corazón de Lisboa, Portugal.

Lisboa: la ciudad de las ventanas verdes

 

 

Callejuelas empinadas, patios interiores recubiertos de azulejos pintados, tranvías que suben escarpadas cuestas rumbo a castillos, iglesias centenarias y pasajes angostos, todo un ejercicio para conocer la capital y las rutinas cotidianas de otras villas primadas portuguesas.

 

Texto y foto: Juan Carlos Rivera Quintana.

 

El taxi, de color amarillo y un colorido dibujo de sardinas en sus puertas, atraviesa la Avenida da Liberdade, en pleno centro lusitano, y deja escuchar desde Radio Amália, un fado triste, acompañado por el rasgueo - casi llanto de una guitarra - y la voz aterciopelada de la Reina del Fado: Amália Rodrigues, que dice: “Trago fados nos sentidos, tristezas no coração ,trago os meus sonhos perdidos, em noite de solidão, trago versos, trago som, de uma grande sinfonia, tocada em todos os tons, da tristeza e da alegria”. Y tal telón de fondo parece de magia, de encantamientos para comenzar mi viaje por Lisboa y otras ciudades de Portugal.

 

Lisboa, capital de Portugal, se levanta casi discreta y mansa, pero luminosa, colorida y abierta, a orillas del Río Tejo (Tajo) aspirando el aire salitroso del Atlántico y surcada por dos puentes inmensos que desafían la gravedad; uno de ellos: el Vasco de Gama, de 16 kilómetros, todo un alarde de ingeniería que termina perdiéndose en el horizonte como proclamando a los cuatro vientos que es el más largo de Europa.

 

Pero a Lisboa para sentirla hay que caminarla y perderse en sus callejuelas realizadas con adoquines de granito gris y blanco o andar por sus veredas, de artísticos y bellos trazados, y llegarse hasta el barrio de La Alfama, ubicado a los pies del Castillo de San Jorge, entre éste y el mar, una especie de arrabal humilde, cuna de pescadores, o llegarse hasta el Chiado y Barrio Alto, que representan a la Lisboa más bohemia y noctámbula, donde se puede escuchar en cada esquina el tañido de la guitarra y algún interprete popular de fado desperdigando sus penas, desde un café

 

Sus callejuelas estrechas y empinadas (como recordando siempre que la ciudad está construida sobre siete colinas) inspiraron los más hermosos versos de fado, pero no están concebidas para autos y mucho menos para autobuses. Ellas fueron diseñadas para el nostálgico tranvía (el más famoso entre los turistas es el número 28) que tuve la posibilidad de montar y me dejó cerca del Castillo de San Jorge, donde se tienen las más impactantes vistas de toda la ciudad, que baja hasta el río y el puerto, desde la parte alta de La Alfama con sus escalinatas, recónditos patios y fachadas de azulejos y  macetas en los balcones con flores de estación.

 

Pero si llega a Lisboa y no tiene la posibilidad de montarse en el Elevador de Santa Justa, puede decir que no cumplió con el adagio del posible regreso. Esta mole de hierro fundido, todo un icono de la urbe capitalina, posee un diseño que recuerda a la Torre Eiffel, de París y se levanta imponente en la Rua do Ouro. Su altura de 45 metros, posibilita el traslado a turistas y vecinos a lo alto del barrio de Chiado y se ha convertido en una verdadera atracción de visitantes foráneos.

 

De seguro también deberá recorrer el corazón comercial de Lisboa, que se extiende entre la Plaza de Don Pedro IV, más conocida como Plaza de Rossio, y la luminosa y ancha Plaza del Comercio (que termina en el Río Tajo), bordeada por restaurantes y cafés que ofrecen desde los famosos pastelitos de nata, emblema gastronómico de Lisboa, hasta todo tipo de mariscos y peces, preparados con la astucia y los secretos de la cocina lisboeta. Tampoco puede perderse una visita al popular café “A Brasileira”, un sitio entrañable, ubicado en la 120 Rua Garret, en la Plaza de Chiado, parte indiscutible de la cultura lusitana. Por su interior -decorado al estilo Art Decó, con mesas de madera y paredes forradas de espejos y una inmensa barra de roble - pasaron intelectuales de la talla de Fernando Pessoa, que ha sido inmortalizado, en su acera, con una estatua de bronce y otros habitúes como los escritores Aquilino Ribeiro, Alfredo Pimienta, el prestigioso educador José Joaquím Pacheco y  el reconocido pintor José de Almada Negreiros.

 

Una visita obligada es el barrio de Belém, ubicado en el extremo oeste de la capital lusa, a media hora de viaje, en colectivo. Allí llegarse a la Torre de Belém, con sus almenas en forma de escudo nobiliario y sus estatuas de santos y ángeles; visitar el Monasterio de Jerónimos, otra joya de estilo manuelino, que comenzó su construcción en 1501 y demoró un siglo en concluirse, pero donde se puede tener la sensación andando por sus claustros y patios del poderío portugués y sus excentricidades arquitectónicas. En su entrada están enterrados el explorador de la India, Vasco de Gama, debajo de la galería del coro del monasterio, y el poeta Luis de Camoes, pero sin duda lo más impactante es llegarse a la primera planta del claustro y estar cerca del monolito- tumba que con cierto recato y discreción  recuerda al poeta Fernando Pessoa. Allí una frase-epitafio de dicho escritor emblemático, rasgada a cincel sobre la piedra marmórea de color rosa negruzca, yace firmada por uno de sus heterónimos Álvaro de Campos (1923) y paraliza por su veracidad. El creador grita a los cuatro vientos con amargura existencial: “No, no quiero nada. Ya dije que no quiero nada. No me vengan con conclusiones. La única conclusión es morir”. 

 

Sintra y Cascais: el aire y el mar puros

 

De seguro un buen paseo será montarse en el tren (al valor de 4,20 euros), que sale de la estación de Entrecampos y que en 36 minutos te deja en la estación de ferrocarril de la verde Sintra, una bella villa considerada uno de los centros más importantes de la arquitectura romántica europea, donde se respira un aire más puro y hay un microclima más fresco (unos diez grados centígrados de diferencia con la capital) Dicha urbe serrana - que fuera definida por el poeta Lord Byron, como “un verdadero Edén” - tiene una vegetación abundante de flores coloridas y musgos entre las rocas de sus imponentes castillos y palacetes y fue  antiguamente zona de retiro de la realeza lusa. Sintra está ubicada a 29 kilómetros al noroeste de Lisboa.

 

No en vano ha sido declarada por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad, en 1995, pues con tan sólo acercarse al Palacio Nacional (concluido a finales del siglo XIV), ubicado en el corazón de la antigua villa, con sus simbólicas chimeneas cónicas, de origen musulmán, que presiden las cocinas del alcázar o penetrar la Sala de las Urracas, en cuyo techo se exhiben dibujadas 136 especies de pájaros cada uno llevando una rosa en su pico y la frase: “Por bem” (por el bien de todo), ya el viajero puede llevarse una imagen del abolengo de sus antiguos moradores Don Joao I, quien vivía allí con su esposa Philippa Oc Lancaster. Y por favor, no olvidar la visita al afamado Palacio Nacional y Parque da Pena, cuya construcción asentada en el solar de una remoto monasterio, data del siglo XIX, constituye un extravagante alcázar de raigambre masónica, legado del príncipe de Sajonia-Coburgo, donde abundan minaretes árabes, almenas góticas, entre estanques, donde nadan cisnes negros entre flores y plantas exóticas y lujosos pabellones de caza.

 

Muy cerca de Sintra reposa Cascais, ubicada en la Costa de Estoril, en el punto más occidental de Europa. Dicho balneario, muy ligado a la pesca, cuya tradición se remonta a ocho siglos atrás, y al puerto con sus barcazas y bergantines exhibe sus playas de arenas blanquecinas y la tranquilidad de sus veraneantes. Cuentan que en Cascais tuvo lugar un castigo divino que muchos lusos esperaban ansiosamente: murió el dictador Antonio de Oliveira Salazar, quien gobernó con mano de hierro a Portugal entre 1932 y 1968, al caer de una reposera – manera tonta de morir - mientras tomada plácidamente un poco de sol y escuchaba algún quejoso fado.

 

Óbido y Oporto: un contrapunteo obligatorio. 

 

Rodeada de una muralla centenaria, la villa fortificada de Óbidos, ubicada en el distrito de Leiria, un valle muy fértil en el centro de Portugal, a 85 kilómetros al norte de Lisboa, y muy cerca de Caldas da Rainha (Baños de la Reina), constituye un retablo para turistas deseosos de sacar buenas fotos sin grandes sacrificios.  Allí puede caminar sus empinadas callejuelas medievales y recorrer las tiendas de souvenir y cerámica lusa que se ubican desperdigadas por todo el pueblo o tomarse una buena cerveza, acompañada por una tabla de quesos. Pero lo mejor del viaje a Óbidos, sin dudas, lo constituye el trayecto en ómnibus y el paso por varias ciudades de Extremadura, con sus parques de energía eólica y sus grandes pantallas acristaladas para calentadores solares, que demuestran cómo se buscan soluciones sanas y alternativas a la falta de combustible y sobre todo de petróleo. Las gigantes torres blancas con sus dos hélices parecen molinos de vientos postmodernos en medio de los campos verdes y dan la sensación de que el futuro se nos avecina, junto a las modernas autovías e impecables  infraestructuras ferroviarias con que cuenta Portugal.

 

El Castillo de Óbidos tiene orígenes romanos y fue recuperado en el siglo XX, después de los destrozos ocasionados por el terremoto de 1755 que azotó a la nación. Ya en julio de 2007 fue declarado una de las siete maravillas de Portugal. En su interior existe una posada que alberga a turistas que deciden quedarse a pasar la noche en la villa fortificada medieval.

 

Pero para llegar a Oporto, (en portugués Porto) la segunda ciudad en importancia de Portugal, con más de 1,7 millones de habitantes, ubicada en la desembocadura del Río Duero,  si hay que andar mucho camino y pasar por las ciudades de Fátima, Figueira de Foz, Aveiro y Coimbra. Recomiendo, entonces, tomar el tren rápido Alfa Pendular o el Intercidades y recorrer los 300 kilómetros que separan dicha villa de Lisboa. El viaje es hermoso, de unas dos horas y media, placentero y el confort de los coches ferroviarios lusitanos convierte el paseo en una verdadera delicia. Por eso los asombros comienzan desde que llega a la Estación de Trenes de Sao Bento, donde puede admirar los grandes murales de azulejos blancos y azules, de unas 20 mil piezas, con escenas de la vida marítima y las contiendas bélicas de la nación, obra del afamado artista luso Jorge Colazo.

 

No se defraudará cuando desande Oporto (también declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO), al poder recorrer sus elegantes barrios y villas señoriales, en contrapunto con sus estrechas calles, viejos callejones grises, tortuosas escalinatas y plazas centenarias e imponentes puentes. Dicha ciudad, lindante con Galicia, España, debe su nombre – por supuesto – al vinho de Oporto, una mezcla rara, pero elegante y seca al paladar de brandy y vino luso que es preciso degustar, sobre todo si usted – como lo hice yo - tiene la posibilidad de sentarse, una tarde casi otoñal, en uno de los cafecitos que bordean una de las riberas del Río Duero y frente al famoso Ponte das Barcas (1806), que se yergue inmenso y desafiante sobre la ría, surcada por rabelos, esos pequeños bergantines que cargan en sus entrañas los toneles del afamado vino o brindan paseos a turistas deseosos de aventuras marinas y fotos desde la otra ribera.

 

En dicha ciudad también le propongo visitar por sus impresionantes tallas doradas y su alarde barroco la Iglesia de San Francisco, que comenzó a construirse por los frailes franciscanos en estilo gótico hasta su terminación en 1410; la Catedral de la Sé, emplazada en el corazón del casco histórico de la urbe y uno de sus más antiguos monumentos; el Café Majestic, en la Rua de Santa Catarina 112, toda una joya de la belle époque y por supuesto la Iglesia y la Torre de los Clérigos con su famoso lucernario oval y sus atalayas barrocas. Pero, a no olvidar, uno de los sitios más impactantes, ediliciamente, es la Librería Lello e Irmao, ubicada en la Rua de las Carmelitas 144, calificada con mucha justicia como la más bonita de Europa y entre las más hermosas del mundo. Reitero: no puede dejar de apreciarla porque se perderá algo inolvidable. Sólo que es triste que no dejen tirar fotos en su interior y obliguen indirectamente a los visitantes a comprar las fotos estandarizadas que venden en sus vitrinas para tener un recuerdo de tamaña obra.

 

La Librería Lello e Irmao, una verdadera joya arquitectónica, de 1906, presenta detalles modernistas y neogóticos en su fachada y está atravesada, en su interior, por una curvada y despampanante escalera roja, que conecta determinados niveles del recinto, diseñado por el arquitecto Vasco Morais Soares, y se corona en el techo por un vitral impactante, que recorre todas las gamas de colores posibles, que deja filtrar toda la luz del día y por momentos parece cegarte de tantos colores que se te pegan a las retinas. 

 

Después de regreso a Lisboa seguro podrá asistir a algún espectáculo de fado, de los auténticos, de esos a los que van a derramar sus saudades y melancolías algunos cantores desconocidos, en las discretas tabernas del barrio de Alfama y que no han dilapidado su autenticidad, a pesar de las avalanchas turísticas y los flashes de las cámaras fotográficas, y podrá seguir andando entre callecitas perdidas, pasadizos con flores, tranvías, un río tranquilo y janelas (ventanas) verdes.