Juan Carlos Rivera Quintana nació en una isla - en Cuba - y un buen día decidió salir de ella a mirar el mundo y buscar otros aires. Él quería alcanzar otros horizontes más personales e intelectuales y decidió construir su propia casa - su islaenpeso - y desde ahí presentar sus inquietudes periodísticas y literarias, sus crónicas de viajes, obsesiones y nostalgias. Acá, en esta geografía, sin mar cercano que lo aleje, se siente totalmente libre.
lunes, 14 de diciembre de 2015
jueves, 26 de noviembre de 2015
sábado, 14 de noviembre de 2015
París era una fiesta
Por Juan Carlos Rivera
Quintana
Ilustración: Cortesía de la página Inkulte
Alguna vez escribí, en una
crónica de viaje con mi primera visita a la Ciudad Luz, en el año 2010, que si
el mundo tenía un ombligo ese, sin dudas, se ubicaba en París. Y, hoy, ya no me
cabe la menor incertidumbre, después de los acontecimientos trágicos que vivió
dicha urbe multicultural, desde las primeras horas de la tarde de ayer, viernes
13 de noviembre.
Anoche, estaba exhausto
después de una semana de corridas laborales y académicas y cuando me disponía a
descansar profundamente, mientras la ciudad de Buenos Aires, comenzaba a
ebullir de fiestas, reuniones amistosas, de partidos de fútbol, alegrías,
desesperanzas, asados y de discusiones políticas – siempre la jodida política
separando y nunca llamando a la unidad - para ver quién será el futuro
depositario de la confianza de los 40 millones de argentinos, una noticia
irrumpió sorpresivamente en mi Twitter: París estaba siendo acechada por
ataques terroristas simultáneos, al parecer muy planificados, y ya se preveían
cientos de muertos.
Quedé impactado desde el
primer momento, casi en estado de shock. Hacía pocos días habíamos alquilado,
por una semana– con mucho entusiasmo por la aventura vacacional - un
departamento en el cosmopolita barrio de Le Marais, en pleno centro parisino,
para hacer vida no de turistas, sino de observador casi sociológico en dicha capital,
durante el mes de febrero.
Mi estupor no desapareció,
desde entonces, cuando comencé a seguir, minuto a minuto por CNN y otros
canales noticiosos y empecé a hacer pequeñas notitas en Facebook sobre lo que
estaba sucediendo en París, en la misma medida en que iba adentrándome en la
nueva realidad informativa: entonces se hablaba de estado de guerra; de ataques
múltiples, de cerca de 153 muertos, de conmoción y estupor, de factor sorpresa
en la noche parisina; de varios atentados de hombres que irrumpían, vestidos de
negro, con rifles AK-47 en restaurantes y bares provocando una verdadera
carnicería humana; de varios suicidas-bombas que se hacían explotar en las
afueras del Stade de France, en medio de un partido de fútbol entre Francia y
Alemania, al que asistía el presidente Francois Hollande a medianoche y de
operativos comandos para rescatar cerca de mil rehenes que habían sido tomados
por terroristas, en el conocido centro nocturno “Bataclán”, donde se
desarrollaba un espectáculo de rock de una banda estadounidense, llamada Eagles
of Death Metal.
Todos estos incidentes
trágicos tenían como escenario los distritos l0 y 11 de París, muy cerca de
donde en enero pasado sucedieron los atentados contra la revista “Charlie
Hebdo” y un supermercado judío, que conmovieron a la opinión pública mundial y
donde murieron 20 personas; todos estos incidentes e imágenes no hacían más que
mostrar escenas de desconcierto, muerte y pánico, en una ciudad que se precia
de su fraternidad, su carácter festivo y de su respeto por las libertades
individuales.
Momentos después hablaba
casi en estado de estupor y cara de susto el presidente de Francia, Francois
Hollande, que fue sacado del partido de fútbol - casi en andas por su seguridad
personal, a los coches blindados y a una reunión de emergencia nacional.
Entonces se advertía de cierres de todas las fronteras del país, del estado de
emergencia y de operativos comandos; de 38 hospitales parisinos en alerta
blanca para recibir heridos y víctimas del atentado; se orientaba permanecer en
los domicilios; de restricciones al tráfico en la capital y de un fuerte
operativo de despliegue de las tropas de elite y de todas las fuerzas del
orden, en todo París. Ya, entonces, se podía ver y hasta palpar el impacto
psicológico producido entre los franceses y los turistas por dichos ataques. Realmente
una verdadera pesadilla y conmoción por la ola de terror.
Si como decía Ernest Hemingway,
en el título de su famoso libro de memorias: “París era una fiesta”, la yihad
islámica y los fundamentalismos religiosos y políticos (que ya se han atribuido el atentado, recientemente) nos quisieron robar la
alegría. ¡Y valga de qué manera lo consiguieron¡¡¡
martes, 3 de noviembre de 2015
lunes, 19 de octubre de 2015
“Santa Cecilia” y La Habana: Una Atlántida insular
Por:
Juan Carlos Rivera Quintana
Foto: Cortesía de Timbre Cuatro.
“La
Habana no existe, a veces pienso que la inventé”,
dice con melancolía la anciana ilustre, la muerta-viviente Santa Cecilia, después
de cantar y tararear, como en una fantasmagoría - desde el fondo del mar- aquella famosa pieza, del cantautor santiaguero,
Manuel Corona, que dice: “Por tu
simbólico nombre de Cecilia tan supremo que es el genio musical; por tu simpático rostro de africana canelado
que se admiran los matices de un vergel. Y por tu talla de arabesca diosa
indiana, que es modelo de escultura del imperio terrenal, ha surgido del alma y
de la lira del bardo que te canta como homenaje fiel (…)”.
Entonces da comienzo el unipersonal - interpretado
magistralmente por el actor cubano, Osvaldo Doimeadiós, bajo la dirección de
esa leyenda teatral, que es Carlos Díaz -
y empiezan a tejerse las remembranzas y la magia que, por una hora y
cuarto, mantendrá pegado a sus butacas a los espectadores que, en la gélida
noche primaveral, del viernes 16 de octubre, asistimos al teatro “Timbre
Cuatro”, ubicado en pleno corazón de Buenos Aires, para ver la pieza, del
repertorio dramático insular del grupo El Público, que se presentó como parte
del III Encuentro Latinoamericano de Teatro Independiente.
Y es que este monólogo, que lleva por título: “Santa
Cecilia” - escrito por el reconocido dramaturgo y narrador cubano Abilio
Estévez, entre 1993 y 1996, está poblado de toda la desilusión y el
escepticismo por una capital cubana (“Laaaaahabana”, como dice su
protagonista), que está condenada a desaparecer para siempre. Y la voz de la
anciana, de 100 años, que yace enterrada en el fondo del mar y constituye el
cordón umbilical de la historia, se lamenta de la destrucción y la ruina de la
mágica urbe insular y la extinción de sus antiguas costumbres, goces y formas
de vida, mientras da sus golpecitos con el bastón o se sienta en el sillón de
mimbre o se abanica para paliar el bochorno habanero.
Así, entre portalones, quitrines, calles estrechas,
pregoneros de frutas, orquestas y bares de la época y desde una Habana, que más
bien se asemeja a una nueva Atlántida, se van desgranando las historias de un
conjunto de ánimas, de diferentes matices y trazados: la vieja, la niña bien,
el flautista negro, la sirvienta, la madre recatada, el padre castrador y
muchos otros fantasmas familiares.
Y durante ese periplo evocativo asistimos a varias
historias, todas cubanísimas, acompañadas – no podía ser de otra manera - por
la música trovadoresca; la operística (como en el pasaje, donde se recuerda la presentación,
en la capital habanera, del tenor italiano Enrico Caruso) y el repertorio
popular y bailable de las orquestas cubanas. Y es ahí, entre esos
desdoblamientos y transiciones dramáticas; entre esos entreveros y
transfiguraciones; entre esas entradas y salidas teatrales de cada personaje,
donde Doimeadiós saca los mejores provechos dramáticos y deslumbra por sus
posibilidades histriónicas, su ductilidad escénica, su dominio del cuerpo, su
concentración y destreza para cantar y bailar y, sobre todo, para convencer.
Y qué decir de cómo el dramaturgo Estévez apela, con
acertado tino en el texto escénico, a esa condición pentasentido de los seres
humanos y recrea y evoca imágenes, situaciones, ruidos matinales, olores y
sabores cubanísimos, como el del flan de calabaza, el dulce de coco, la
limonada para paliar el calor tropical, la natilla y el arroz con leche, por
sólo citar algunos, que terminan por hacernos la boca agua desde la luneta y
llevarnos, como en un flashback, a La
Habana que dejamos atrás. Y por momentos, haciendo uso de citas, referencias a
otros autores clásicos, al homenaje, a la solemnidad y la parodia hasta llega a
burlarse del criticado ocio insular, como en ese pasaje, donde Santa Cecilia
apunta con fina ironía isleña: “como los habaneros no aprendimos a levitar
inventamos la hamaca”. Y ahí, entre los parlamentos humorísticos es donde más
llega a descollar el intérprete y donde despunta todo el filo y la clave del
choteo isleño del dramaturgo de: “La verdadera culpa de Juan Clemente Zenea”.
Sin dudas, con esta pieza - que forma parte de la
trilogía: “Ceremonias para actores desesperados” - que incluye, además, otros
dos monólogos: “El transformista, Freddy” y “El enano en la botella”, Abilio
Estévez corrobora su ubicación entre los autores más perdurables de la
contemporaneidad de la Mayor de las Antillas y Osvaldo Doimeadiós rompe el
molde y los pre-conceptos de los que sólo le estereotipaban como un actor
entrenado para la comedia.
sábado, 10 de octubre de 2015
“Antigonón” o la Patria maltrecha
Desde arriba del escenario
una pionera cubana repite cansinamente: “ (….) El amor, madre, a la Patria
No es el amor ridículo a la tierra, Ni a la yerba que pisan nuestras plantas; es
el odio invencible a quien la oprime, es el rencor eterno a quien la ataca”
y las frases rebotan y estallan las acechanzas y frustraciones de muchos de los
espectadores, que asistimos, en la noche fría, del jueves 8 de octubre, al teatro “El Cubo”, ubicado en el
barrio de El Abasto, en pleno centro porteño, a ver la subversiva puesta en
escena de: “Antigonón: un contingente épico”, del colectivo cubano “El Público”,
dirigido por Carlos Díaz, que se presentó, con gran éxito, como parte del
Festival de Teatro de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Y es que sólo cinco actores,
completamente desnudos, la mayor parte del tiempo del espectáculo bastan cuando
hay una mano directriz, como la del prestigioso dramaturgo cubano Carlos Díaz -
ya casi una leyenda en el teatro cubano - para llenar y despertar todos los
sentidos y las emociones de los espectadores y hacer una mirada ácida y
corrosiva al biotipo del héroe insular.
Tampoco deberíamos obviar un
texto como el del escritor isleño Rogelio Orizondo, que se vale de una acertada
reelaboración, intertextualidad y actualización del clásico de la tragedia
griega “Antígona” y traspolando la anécdota a la isla de Cuba mixtura todo el
tiempo las historias y teje un material demoledor, casi un mazazo para las
conciencias insulares, de adentro y afuera, y las voces críticas de los amigos
de la isla, que cuestionan el estado actual en que ha quedado la maltrecha Cuba,
luego de tantos años de desgobierno, dictadura y diáspora de sus mejores hijos.
Quizás ello explique que la obra
comience con imágenes de archivo y videos de la época, que recuerdan el
entierro del Héroe de la Patria y Mayor General de nuestra Guerra de
Independencia contra España, Antonio Maceo y su ayudante Panchito Gómez Toro,
en el Cacahual y dicha efemérides nacional se mezcla con la tragedia griega,
donde Antígona, la hija de Edipo y Yocasta y hermana de Eteocles y Polineces, decide
desobedecer las órdenes del tirano y dar sepultura digna a uno de sus hermanos
guerreros - condenado injustamente por traición a la Patria - para que no fuera
devorado por los cuervos y los perros, al permanecer insepulto en las afueras
de la ciudad, como ordenaba el mandamás.
Y por momentos, hasta
parecería que seduce la persistencia del tema de Antígona, en la cultura
occidental en todas las épocas y las disímiles reelaboraciones que dicho mito
de resistencia y disconformidad ante las injusticias y los desmanes ha tenido
en el teatro contemporáneo. Quizás la respuesta esté en que los conflictos del
clásico griego atraviesan la esencia misma del ser humano de todos los tiempos:
vejez vs. juventud; sociedad vs. individuo; seres humanos vs. divinidad; héroes
y antihéroes; libertad vs. opresión… entre el mundo de los vivos, dispuestos a
luchar, y los muertos en vida o muertos civiles, que asienten para no disgustar
a los tiranos y los gobiernos autocráticos.
Es que la poética de este
proyecto escénico de “Antigonón” viene, después de muchas puestas y
discusiones, de mucho taller, a convertirse en la tesis de graduación de dos
prometedoras actrices cubanas, que egresan del Instituto Superior de Arte, de
La Habana: las dúctiles y convincentes Daysi Forcade y Giselda Calero, que
desdoblan en escena un abanico de personajes, todos distintos, todos
demoledores, todos polisemia pura. Baste tan sólo recordar las patrias
prostitutas; los heroicos combatientes del tanque; los “pingueros” (término con
que en la isla se denominan a los taxi boy que lucran con el turismo
internacional) y los escolares sencillos que con ingenuidad demoledora dicen
las grandes verdades. También precisaríamos reparar en los trabajos corporales
y posturales de todos sus actores, que la mayoría del tiempo a desnudo completo
trabajan con desenfado, como si fuera una coreografía de cuerpos que se
retuercen y ni hablar de los cambios de voces y los desplazamientos escénicos
de la puesta toda.
Y por la escena desfilan el
carnaval isleño; las palabras del apóstol José Martí; la visión surrealista de
nuestro gran dramaturgo Virgilio Piñera; las voces de la Madre de la Patria, nuestra
Mariana Grajales, aquella que le dijo a su hijo menor, al recibir la noticia de
la muerte de su hijo dilecto, en la batalla: “Y tú, empínate y anda”.
Por el escenario transita, además, lo esperpéntico y erótico de nuestro
Reinaldo Arenas, junto a la procacidad del lenguaje y las des-culturización de
hoy día en la isla; el pastiche caribeño, la parodia cabaretera y la burla
sórdida y todo pasa como un contingente épico, donde lo prohibido, lo
escatológico, lo mordaz e insano desfila de la mano de una mente cuestionadora
que pone en duda - como una tabla salvavidas - todas las “conquistas”
revolucionarias y logra alcanzar los peldaños de una identidad “caótica en
su ordenamiento” y triste en su estampida última, su falta de expectativas,
su confusión y pobreza existencial. Y casi al borde del camino, la Patria toda…
la Patria maltrecha, en su altar “patriótico” y sincrético, que no atina ya
para dónde escapar y casi pide a gritos hundirse en el mar (rodeada de agua
por todas partes) para volver a renacer con una carne nueva y unos huesos
fundantes.
miércoles, 9 de septiembre de 2015
The Voice 2014 - Ella Henderson: "Ghost"
Me encanta Ella Henderson, la descubrí hace muy poco, pero escucho todo el tiempo su música, es una mezcla rara de Adele y Amy Winehouse, dos de mis intérpretes preferidas.
martes, 25 de agosto de 2015
jueves, 20 de agosto de 2015
Borges o la incapacidad para enfrentarnos a la eternidad
Reflexiones después
de intentar introducir a mis alumnos de Literatura, del Instituto Sudamericano
de Enseñanza de la Comunicación (ISEC), en Buenos Aires, en el mundo borgiano y
la lectura de su cuento más emblemático: “El Aleph” (1945).
Por: Juan Carlos Rivera Quintana
Ilustración: obra de Remedios Varó. Foto: Archivo de Prensa.
Al cierre de uno de
los cuentos más emotivos y polisémicos que he leído en toda mi vida, titulado: “La rosa de Paracelso” (1974), el
escritor argentino Jorge Luis Borges apunta sobre su protagonista, un maestro
de la alquimia y las magias medievales, que le rogaba a su Dios que le mandara
un discípulo para recorrer a su lado el camino que conduce a la Piedra:
“Paracelso se quedó solo. Antes de apagar la lámpara y de sentarse en el
fatigado sillón, volcó el tenue puñado de ceniza en la mano cóncava (lo que
había sido, antes, la flor roja, arrojada a la chimenea, del sótano) y dijo
unas palabras en voz baja, casi un susurro. La rosa resurgió”.
Y entonces se me
antoja que Jorge Luis Borges es como esa rosa que sigue resurgiendo de sus
propias cenizas, al rezo de un conjuro mágico de algún profesor dispuesto a
resucitarle y a descubrir con pasión y deslumbramiento antes sus alumnos el
mundo borgiano. Y no exagero cuando digo - con tristeza y hasta cierta
resignación - que Borges es uno de los creadores más incomprendidos y menos
leído en Argentina, quizás como corroborando aquel viejo adagio que apunta que
nadie es profeta en su tierra.
Actualmente, incluirle
en alguna currícula de Literatura latinoamericana en nuestro país es un
verdadero desafío intelectual que se explica por la pereza que inunda muchos
cerebros juveniles, acostumbrados perniciosamente a navegar en internet, a no
pensar, a no interpretar y mucho menos a leer e interesarse por sus clásicos de
la literatura. Resulta casi un contrasentido que el estudio de la obra de Jorge
Luis Borges, que integra decenas de programas universitarios y estudios de
postgrado de Europa y Norteamérica, en Argentina, haya perdido interés entre
quienes debieran justipreciarle más que nadie por ser un típico producto
nacional, un rara avis en el panorama de la literatura universal. Mucho se
habla de él, pero muy pocos le han leído y conocen, incluso entre los
intelectuales argentinos. E intentaré reflexionar en las causas de tal
situación, cuando faltan pocos días – el 24 de agosto más exactamente – para
celebrar la fecha de su nacimiento.
Entonces, un 24 de
agosto de 1899, en una típica casa porteña con patio y aljibe nacía Jorge Luis
Borges, la aportación más original de la lengua española al concierto de la literatura
mundial del siglo XX; entonces, venía al mundo uno de los más persistentes
mitos literarios latinoamericanos, un niño genio que aprendió a leer y escribir
muy rápido, que manejaba con soltura dos idiomas: el castellano y el inglés,
una especie de sabelotodo que era el hazmerreir de sus compañeritos de colegio
porque vestía como un niño rico, no le interesaba el fútbol y hablaba
tartamudeando. Ello explica que su educación formal comenzara a los 9 años en
una escuela pública porteña, donde no aprendería grandes cosas más que – como
él mismo apuntó– algunas palabras en lunfardo y varias estrategias para pasar
desapercibido y evitar el acoso escolar de los chicos más fuertes.
Y es que Borges más
que un literato fue un pensador que utilizó la literatura como vehículo para las
profundas meditaciones y desentrañar sus obsesiones relacionadas con los
orígenes del Universo en expansión; los misterios del tiempo, el azar, la
eternidad y la finitud de la existencia humana. Para ello se valió de la poesía
y ahí están dos libros arquetípicos si se quiere ilustrar sus méritos dentro de
la composición del soneto: “La cifra” y “Los conjurados”. También utilizó la
narrativa, más específicamente el cuento como vehículo de comunicación
literaria, donde intenta captar verdades reveladas, ligadas al mundo sensible y
a lo emocional. Como advirtió en una oportunidad: “La verdad no existe, y en verdad la realidad tampoco”. Y resulta
parabólico que alguien que pasó la mayor parte de su existencia en una ceguera
total (desde los 55 años perdió completamente la visión), se hacía leer y se
veía obligado a dictar sus cuentos hable de la luz del conocimiento y del resurgir de la rosa.
Jorge Luis Borges
utilizó su literatura fantástica para ayudarnos a olvidar las “patéticas miserabilidades del mundo real”,
para escapar de una realidad nacional que – según sus ácidas apreciaciones – no
eran ni civilizadamente próspera, ni de avanzada, ni occidental, ni cristiana,
sino bárbara, pobre, atrasada, tercermundista y pagana.
Quizás – y especulo –
el hecho de que su narrativa esté saturada de la memorización excesiva de datos,
del acostumbrado juego de los espejos, de los deslumbramientos ante la belleza
de las teorías científicas, de cierta zozobra ante la totalidad y la densidad
del universo; de un interés desmedido por desentrañar algunas intrigas
existenciales que a muchos hombres y mujeres comunes no les suele preocupar le
ha distanciado de sus lectores; quizás su vasta cultura enciclopédica, su
erudición críptica y casi demodé, repleta de vocablos barrocos y rebuscados, de
fechas, nombres, historias de vida de personajes de mundos idos, fórmulas
químicas y referencias a la física cuántica expliquen los porqués del rechazo bastante
generalizado de los jóvenes por la obra literaria de Borges.
“¡Aburrido!”, me gritaron mis alumnos cuando les hablé de mis
intenciones de intentar desentrañar los maravillosos mundos del escritor
argentino, ese al que le apasionaban los suburbios porteños y que prefería a
San Telmo y Barracas, dos barrios paradigmáticos de Buenos Aires, como escenarios
de su mitología urbana; ese que hizo de la guapería de los compadritos, en los
conventillos porteños, argamasa de alguno de sus cuentos; que llevó una vida de
austeridad en su despojado departamento, en la Calle Maipú; que hizo del Aleph
- la primera letra hebrea, el símbolo
matemático א (número álef), que indica la
cardinalidad (o tamaño) de conjuntos infinitos - un objeto casi digno de culto
en uno de sus cuento, un caleidoscopio de una verdad axiomática… la incapacidad
del ser humano para enfrentarse a la eternidad.
lunes, 3 de agosto de 2015
viernes, 31 de julio de 2015
Recuerdo feliz
Hoy, 30 de julio, se cumple el 18 aniversario de la salida, en España, de la antología que edité y seleccioné de crónicas periodísticas que entonces se publicaban, en la contratapa de la Revista Bohemia. En su primera edición salió al mercado (Editorial Olalla), con tapa del excelente fotógrafo y cronista cubano, lamentablemente desaparecido hace algunos años, Tomás Barceló y bajo el título de: "Cuentos de La Habana Vieja" y en su segunda edición, lanzada por la Editorial del Bronce, los editores cambiaron la tapa y mantuvieron el mismo título. En dicho proyecto estaban incluidos los periodistas y escritores: Tomás Barceló; Juan Carlos Rivera Quintana; Elder Santiésteban; Pedro Juan Gutierrez e Idania Trujillo Paz. En aquel momento todos estábamos felices. Era nuestro primer libro en Europa.
miércoles, 29 de julio de 2015
Alina nuestra que estás en los cielos
Texto: Juan Carlos
Rivera Quintana
Era la típica cubana, morocha, con una sonrisa hermosa de
oreja a oreja y uno dientes blanquísimos parejos. En la vida real - no en el
cine o el teatro o la televisión, cuando estaba interpretando algún personaje -
se reía con desparpajo, como si quisiera alegrarte la vida. Alina Rodríguez
tuvo una vida de muchos sacrificios para poder estudiar actuación. Fue una
madre joven que se vio compelida a mantener económicamente a su hijito y todo el esfuerzo para estudiar
lo hizo gracias a su madre, que la ayudaba con la atención del pequeño.
Alina es (era) directa, hablaba sin tapujos, con una voz
casi gutural y cierta aspereza de timbre, era gritona y jodedora - como toda
cubana que se precie - y no admitía las injusticias ni la deshonestidad ni los
chanchullos, quizás por eso muchos decían que era difícil, porque no entraba en
tranzas ni en componendas de "quítate tu para ponerme yo".
Pensaba que a todo se llegaba con esfuerzo y sacrificio, no
era para nada ventajera. Sus papeles en cine, televisión y teatro los consiguió
en buena lid, en casting y luchando duro porque confiaran en ella, a pesar de
su versatilidad, de su talento nato para la actuación. Raquel Revuelta fue una
de las primeras que vio esa madera y potencial en ella y le ofreció un papel en
el teatro y a partir de ahí comenzó su carrera actoral en serio y se le comenzó
a tener en cuenta todo el tiempo, porque era la típica mujer cubana, la morocha
hermosa y casi común, la ciudadana de a pie. En ella no había pose alguna,
cuando no le gustaba algo que decías o algún comportamiento te miraba como si
quisiera fulminarte y eso bastaba para que te lo dijera todo…. así era todo el
tiempo
Entre sus roles más recordados en cine, porque era nuestra
cara, la cubanidad del cine nacional… el emblema del cine cubano - con tan sólo
nueve películas, pues irrumpió en la gran pantalla con “Otra Mujer” (1986), de
Daniel Díaz Torres - estuvo la maestra, la Carmela, su última aparición en la
gran pantalla, con el filme: “Conducta”,
en el año 2013, del director Ernesto Daranas. Allí fue la favorita del
público cubano de adentro y afuera, por el tono de su personaje, por su
confianza, porque nos seguía diciendo que todo no estaba perdido, que aún
habían cosas rescatables, que había que pelear, que seguir confiando en los
adolescentes y que era preciso dar la batalla, luchar contra las trabas
burocráticas y los dogmas educativos de la isla, que tanto daño le han hecho a
la formación y el aprendizaje. Con ese personaje recibió el premio de Mejor
Actriz en el Havana Filme Festival New York, del año 2014. En 1991, había
merecido igual galardón, en el Festival Latino, de New York.
Una vez le escuché decir, en una entrevista, que sus roles
de Justa, en la telenovela “Tierra Brava” y su papel de Maria Antonia, en la
cinta del mismo nombre, del año 1990, fueron los que más satisfacciones le
dieron en su vida. Incluso muchos cubanos, a pesar del paso del tiempo, le seguían
llamando Justa, en la calle, y ese era el nombre que ella le hubiera gustado
tener: Justa, porque recordaba aquello de la Justicia, su don más apreciado.
El 28 de julio, en la madrugada, después de una lucha a
brazo partido contra el cáncer se nos fue Alina, nuestra Alina, la de todos los
cubanos… pero se quedó por siempre en nuestra memoria colectiva, en nuestra
retina fílmica, en las oscuridades y la magia de una sala de cine en la isla o
en el visionado desde nuestra computadora, de una película pirateada y subida a
YouTube, para quienes no seguimos
viviendo allí y nos mantenemos al tanto de lo que acontece culturalmente.
Ayer, 28 de julio, sus cenizas fueron esparcidas, por
familiares, amigos y admiradores, en la costa cercana al Restaurante 1830, en
el Vedado, en La Habana, en un sitio al que ella acudía, frente al mar, para
clarificar su pensamientos y limpiar su mente de obstáculos y oxigenar su alma.
Ayer sus restos se mezclaron con el salitre de la isla que tanto amó y por la
que tanto hizo desde la cultura. Ayer, todos rezamos por ella, por Alina… por
la Alina nuestra que ya está en los cielos.
martes, 28 de julio de 2015
Perú: del puente a la Alameda
Texto y fotos:
Juan Carlos Rivera Quintana
Los turistas llegan a Machu Picchu - la ciudadela
sagrada incaica, ubicada en el sur de Perú, en la provincia de Urubamba, y
considerada una de las siete maravillas del mundo - como si fueran a una
procesión religiosa, como un ritual que debiera cumplirse, al menos, una vez en
la vida. Y muchos, incluso, cambian sus vestidos occidentalizados y modernos y
visten ponchos tejidos de alpaca, sombreros andinos y alpargatas y hasta adoptan
cierto desaliño montañés; se mimetizan para estar más a tono con el sublime y
anhelado momento, con esa mística y ese marketing, que le han sabido impregnar
desde el propio país sudamericano.
Por mi parte, siempre tuve entre mis planes visitarla
alguna vez, pero no estaba desesperado por hacerlo… ya iba a llegar el momento.
Lo cierto es que “El Santuario”, como se le conoce internacionalmente a esas
32.592 hectáreas de tierra, te desvela y excita la noche antes del ascenso y no
precisamente por haber bebido demasiados té de coca para intentar sobreponerte
al “soroche” (los malestares físicos), que provocan la altura del lugar con sus
2.400 metros por encima del nivel del mar; sobrecoge realmente porque es un
sitio milenario intacto, construido en el siglo XV, tocado por la mano de Dios,
que se perdió entre la vegetación selvática y fue descubierto tan sólo hace 104
años.
Las ruinas incaicas, yacen sobre un promontorio de
rocas, con mucho verde debido al clima de selva tropical de su entorno y se
destaca por la arquitectura impactante entre valles y riscos de piedras
centenarias, templos de rezos y santuarios sacrificiales, graneros, palacios
reales, casitas de piedras ordenadas milimétricamente, callejones
zigzagueantes, torreones y terrazas de cultivos, donde se destacan – como telón
de fondo - el Huayna Picchu (Montaña
joven) y el Inti Punku (Puerta del Sol), por donde ingresan los visitantes que
hacen el famoso Camino Inca hasta llegar a la ciudadela.
Dicha zona arqueológica es considerada, al mismo
tiempo, una obra maestra de la arquitectura y la ingeniería. Y todas esas
particularidades paisajísticas, junto a la bruma que la envuelve, en la mañana;
el Sol que da justo en determinados lugares y refleja una luz casi perfecta, le
impregna un toque casi mágico y misterioso convirtiéndola en uno de los
destinos turísticos más codiciados del planeta, por donde transitan
deslumbradamente unos 5 mil turistas diariamente. Para llegar al sitio es
preciso hacer un camino serpenteante y sinuosísimo bastante peligroso en un
colectivo que parte de Aguascalientes, un pueblito olvidable, sin otro
atractivo que ser la puerta de entrada a la afamada ciudadela.
Desconcierta realmente que siendo una zona
arqueológica no muestre ninguno de sus vestigios materiales, de sus hallazgos
identitarios.
Porque nadie dudaría que un lugar como ese fue sitio de
enterramientos y pervivencia de toda una identidad cultural. Quizás por ello,
en septiembre de 2007, la Universidad de Yale, en Estados Unidos, manifestó su
deseo de devolver alrededor de 4.000 piezas arqueológicas, que están siendo
reclamadas con todo derecho por el gobierno peruano para su exhibición en un
museo itinerante y que fueron encontradas y sacadas del país por el explorador
y político norteamericano Hiram Bingham, quien redescubrió el complejo urbano y
extrajo, junto a un grupo de arqueólogos, muchas piezas representativas de la
llamada ciudad perdida de los incas. Se dice que dicho equipo extrajo unos 46.332 objetos y muchos no han sido ni
catalogados aún por los expertos, en Norteamérica. De darse dicha
repatriación de piezas sustraídas sería un acto de justicia con esta obra de
ingeniería milenaria, sus antiguos moradores indígenas y con todo el pueblo
peruano y completaría totalmente la museografía del lugar, pues nadie, en sus
cabales, dudaría que sea allí donde debieran estar las reliquias incaicas.
Lima y “aún
perfuma el recuerdo”
Y a Lima, la capital de Perú, esa núcleo urbano, que
descansa sobre la costa central peruana, a orillas del Océano Pacífico, no se
puede llegar de otra manera que teniendo muy presente y hasta tarareando la
afamada canción, de Chabuca Granda, titulada: “La flor de la canela”, que inmortalizara
a una belleza limeña desconocida, que paseaba por dicha ciudad con encanto,
contoneo y gracia femeninas.
Y luego, después de recorrer dicha localidad, por unos
días, uno termina corroborando que hay
aromas de mixturas, ensueño de puentes de río y alameda, como reza la
mentada canción que alude como escenario a esta ciudad, envuelta casi todo el
tiempo en una neblina gris y una humedad particularísima, cuasi ancestral, donde lo indígena y lo
colonial español están muy presentes como recordando una historia, sobre todo
en lo edilicio y las costumbres citadinas.
Con casi 8 millones de habitantes, en su mayoría con
rasgos muy marcados de etnias aborígenes, la metrópoli se levanta con hidalguía
y hasta cierta altanería cultural para fascinar al visitante, que como yo mira
y remira con ojos asombrados tanta explosión de colores y destreza en las
manualidades artesanales y las rutinas cotidianas de sus moradores. Allí lo
mismo se puede apreciar un mercado de artículos religiosos donde se dan la mano
el sincretismo de lo español y las comunidades indígenas, hasta una pieza
cerámica de talla artística, que se vende en medio de una verada ignota; que un
excelente y policromado tapiz con motivos ancestrales y códigos indígenas,
exhibido en una boutique de un hotel acristalado; que los tradicionales
balcones de maderas preciosas, con influencias rococó, tallados casi con
paciencia demiurga cual encajes de finos tejidos en medio de una concurrida
plaza; que una Basílica y Convento de San Francisco, de impresionantes frisos y
santos del color de la tierra, erguidos muy cerca de una fuente renacentista de
bronce, que se alza en homenaje al Virrey Conde de Salvatierra, donde se lavan
la cara y hacen un alto en el camino sus moradores.
Sus calles son un bullicio y un caos de tránsito, de
vendedores ambulantes, de ciudadanos comunes que van y vienen entre turistas
sin casi darse cuenta de tanta invasión depredadora, de tanta falta de
privacidad y espacio. Porque si algo llama la atención realmente es que Lima ha
quedado chica ya para tanta gente, para tanto ir y venir cotidiano, para tanto
curioso y recién llegado que pasea por la amarilla y bella Plaza Mayor o frente
al Palacio, sede del gobierno peruano; o mira con ojos deslumbrados los
pórticos de la Catedral de Lima, en pleno centro histórico, o las decenas de
miles de precarias viviendas, que yacen y suben sobre la empinada cuesta del
Cerro San Cristóbal; o ante la fachada, dorada y blanca, de la Estación de los
Desamparados, que recrea el mejor estilo académico francés.
Pero, sin dudas, uno de los momentos inolvidables será
la visita al Museo Arqueológico “Larco Herrera”, enclavado en el distrito de
Pueblo Libre, donde se exhiben y guardan más de 45 mil artefactos cerámicos,
del Perú precolombino, verdaderos íconos del arte mundial.
La hacienda, un palacete virreinal, fundado en 1926, construido
sobre una pirámide del siglo VII, exhibe con gran destreza curatorial e
iluminación adecuada, sus reliquias patrimoniales, que recorren más de tres mil
años de historia antigua en la mayor colección privada de arte precolombino del
Perú. Allí podrán disfrutar desde los huacos eróticos, representativos de la cultura
mochica; los moches de la galería de oro y plata y los utensilios cotidianos de
metal, cerámica y textil de las distintas comunidades indígenas, hasta un fardo
ritual, con todos sus atributos funerarios, contentivo de una niña-momia, que
fue sacrificada en una ceremonia religiosa para pedir lluvia y fertilidad a la
tierra. Y a la salida de la casona solariega podrá, incluso, pasear por sus
hermosos jardines y hasta degustar un típico platillo de la afamada y tan de
moda cocina peruana, en su café- restaurante o comprar algún souvenir en su
tienda boutique.
Para Cusco me
voy…
Cusco, está enclavada en la vertiente oriental de la
Cordillera de los Andes y al sureste
del Perú y fue antiguamente la capital del Imperio Inca y una
de las ciudades más majestuosas del Virreinato del Perú. Ello se nota con sólo
entrar a su Plaza de Armas y admirar el esplendor de sus caserones e iglesias,
de su Palacio Arzobispal y la diagramación y diseño edilicio y arquitectónico
de toda la urbe. No por gusto, fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la
UNESCO, en 1983, y es denominada por la gran cantidad de monumentos que posee
como la “Roma de América”.
Es tal la variedad de historia, modernidad y aventura
que envuelve la ciudad, verdadera pieza de ingeniería incaica, que, por
momentos, te abruma y hasta podría llegar a cansarte por tantas idas y vueltas.
Baste tan sólo con visitar su Plaza de Armas; admirar la impresionante
arquitectura de Ollantaytambo (un pueblito - a 80 kilómetros de Cusco - que fue
el bastión de la resistencia inca a la colonización española) o pisar las
callejuelas de Pisaq y tener la oportunidad, como me sucedió, de admirar la
procesión a la Santa Patrona del poblado: la Virgen del Carmen y visitar su
afamado mercado artesanal. Tampoco podría desdeñarse una visita a una de las
decenas de cooperativas de alpaqueros de la zona y hasta tener la posibilidad
de asistir a una explicación de cómo se hila y tiñen las lanas, que luego serán
hermosos y policromos tejidos para piezas de vestir de fina terminación.
Sin dudas, la frutilla del postre será la fortaleza
ceremonial, de Saqsayhuaman, ubicado a dos kilómetros de la ciudad de Cusco y a
3.700 metros de altura sobre el nivel del mar. Dicho santuario, con sus muros
megalíticos, se convirtió en la mayor obra arquitectónica inca, en su fase de
mayor esplendor y desarrollo y desde esa atalaya puede observarse toda la
ciudad cusqueña y hasta un Cristo de yeso blanco (parecido al Corcovado de Río
de Janeiro), donado por la comunidad alemana.
Nuestra guía explicó que la obra edilicia - también
considerada la Casa del Sol, donde vivía un “Inca de sangre real”, según
recogen las crónicas de Garcilaso de la Vega - que exhibe un perfecto armado fue
construida con piedras de canteras, ubicadas en Muina, Huacoto y Rumicolca, a
unos 20 kilómetros del lugar. Y ello nos pareció aún más impresionante, si
tenemos en cuenta que no estaba descubierta aún la rueda, que facilitara los
traslados de tanto material pesado (algunos bloques de hasta 350 toneladas de
peso) y dicha recorrida de tanto material constructivo se hizo con maderas
rodantes, cintas y precisó de muchos años y esfuerzo humano.
Y para concluir, dos tres días de visita a Cusco (es
lo recomendable), no puede obviarse el barrio de San Blas, con sus empedradas y
pintorescas callejuelas y sus tiendas de artesanía, donde se dan cita los más
destacados artistas cusqueños y degustar el típico ceviche, pescado cocido con
limón y mucho cilantro, el sabor típico de la cocina nativa que hará las
delicias de nuestro paladar, sobre todo, si viene acompañado de un pisco sour,
un cóctel representativo de la peruanidad. Tampoco dejar de ir – porque sería
casi herético - al Templo y Convento de Santo Domingo o Korikancha, con sus
inmensos lienzos que decoran las paredes sobre la vida del fundador de la Orden
Dominica, Santo Domingo de Guzmán y terminar pidiendo luz y progreso - hincado
de rodillas ante el Cristo Negro, “el Taytacha
de los Temblores” (alude a los sísmico de la ciudad) - que yace en su cruz,
en la Catedral del Cusco, y que muchos hasta consideran un Cristo indígena,
pero que, en realidad, fue utilizado por el Rey Felipe III, de España, como un
ardid- fetiche para que los incas se reconocieran en esa imagen y dejaran de
adorar al sol y otras antiguas deidades. Se dice que sólo de esa manera se
regresa a esa ciudad inolvidable y ancestral… entonces marchamos a cumplir el
rito.
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