miércoles, 21 de diciembre de 2011

Codornices en la nieve




Obra de la artista cubana Zaida del Río.
Texto: Juan Carlos Rivera Quintana



En mi casa, de La Habana, nunca pusimos un árbol de Navidad. Mi madre venía del campo pinareño, de La Grifa, donde era tan pobre cosechando tabaco en esa vegas de Vueltarriba y Vueltabajo, que resultaba muy difícil para ella y su familia pensar en comprar arbolito, bolas de cristal, luces de colores, nacimiento del Niño Jesús y demás cachivaches para engalanar el living en esas festividades. Y ni pensar en algún regalito que te dejara Santi Claus. Papá Noel – para nosotros – siempre se perdía y no llegaba a casa. Mi madre intentando justificar la desidia del gordo panzón del abrigo rojo decía que como en casa no había chimenea siempre el trineo pasaba, pero nunca podía dejar nada y luego de semejante embuste se reía con malicia mundana.

Lo más cercano a la Navidad que recuerdo en mi casa era un cuadro impersonal e inmenso con una reproducción litográfica de unas codornices desangeladas en la nieve y un pequeño trineo, abandonado en el frío de una escena aburrida, pintada por un autor desconocido, que un buen día y cuando ya yo era grande y con algo de conocimiento pictórico, en un ataque anti-kisch, quité de la pared y tiré detrás de un espejo del cuarto de mi madre como intentando borrar la abulia de una vida mirando ese cuadro tan triste . Eso sí nunca, a pesar del mejor pasar económico al conocer a mi padre, mi madre tuvo entre sus pasatiempos y preocupaciones comprar un arbolito de Navidad y plantarlo en el living de mi casa para esa festividades. Quizás por ello cuando la Navidad desapareció por decreto gubernamental de Fidel aludiendo que “eran festividades religiosas en un país ateo”, donde se intentaba poner a la iglesia católica en el sitial de lo prohibido, nunca echamos de menos ese ritual y nos acomodamos sin chistar, como tantos otros isleños y una vez más, a las resoluciones partidistas.

Recuerdo que el primer árbol de Navidad que ayudé a poner en la isla lo había traído la artista plástica Zaida del Río, en 1990, de Francia. Ella había ganado una beca, de un año, en la Ècole Nationale Supérieure des Beaux-Arts, en París, y con sus ahorros trajo un abeto mediano, imitación natural, pero de plástico, las bolas y cristales inimaginables para montar su primer árbol de Navidad en su pequeña casa, ubicada en pleno centro de El Vedado y a tan sólo pocas cuadras del Comité Central de PCC. Esa labor, realizada entre los dos casi como un ejercicio lúdico y de independencia, pero ilegal, según los cánones políticos de aquella época en Cuba, nos llevó una hora y media y aún me parece estar mirando las lágrimas desconsoladas de la talentosa dibujante, ceramista, grabadora, litógrafa y poeta cubana cuando encendimos las guirnaldas y el arbolito cobró su vida de colores e imaginería entre algodones europeos que imitaban la nieve. Zaida, nacida en Guadalupe, una finca pobre de Zulueta, en Las Villas, en plena campiña cubana, había tenido siempre el sueño no cumplido de poder tener su propio árbol de Navidad y lo arrastraba, me confesó, como una frustración de su niñez.

Después cuando viví en Nicaragua por varios años, por razones periodísticas recuerdo que lo que más me gustaba de esa tradición y celebraciones navideñas era el gallo pinto (arroz con frijoles negros) que hacíamos y el lechoncito que horneaba en el horno de la cocina, con algunas cervezas de fuerte alcohol de ese país centroamericano y el baile con música de “Los Van Van” entre mis compatriotas y amigos. Pero tampoco se me dio nunca por poner un árbol de Navidad en mi departamento de Managua. Recuerdo que era tan exiguo nuestra paga como periodista y tanta la inflación y las fluctuaciones de los precios en los mercados de dicha ciudad, en épocas de revolución sandinista, del gobierno del comandante Daniel Ortega, que pensar en comprar un árbol de Navidad me hubiera dejado sin un peso para comer por varios meses y celebrar la añorada reunión de fin de año. Entonces eran otras las prioridades y el ritual del arbolito seguía quedando postergado.

Si me parece estar viendo el gran árbol iluminado insolentemente ante los ojos de la pobreza nicaragüense que en festejos navideños se ponía en el lobby del Hotel Intercontinental de Managua, construido como si fuera una pirámide indígena o en la Casa de la Prensa Extranjera, donde terminábamos siempre la noche de Año Viejo entre farras, bailes y amodorrados por el alcohol de caña, bebido excesivamente como todo buen cubano.

Y como siempre suele pasar la vida te va dejando cosas por hacer o uno las va posponiendo. Y ya cuando comencé a vivir en Buenos Aires, hace 16 años, y con recursos para tener un hermoso árbol de Navidad nunca quise poner uno, a falta de costumbre. Eso sí prefería tener una buena cena y un buen vino a mano para festejar en casa, estrenarme alguna ropa nueva y que mis amigos fueran pasando a tomar una copa para celebrar y desearnos los mejores augurios. Tampoco puede faltar un buen champaña para salir a la acera y brindar familiarmente con mis vecinos, en el primer y único encuentro social vecinal del año. Chocar las copas, hablar y beber champaña viendo los fuegos artificiales o lanzar algún que otro rompe-portones se convirtieron en el ritual que suplantó el armar el remanido arbolito.

Este año no sé por qué extraña razón, quizás el paso de los cincuenta años, me decidí a comprar uno.... mi primer árbol de Navidad. Lo llegué incluso a soñar pues ya le había visto en un bazar de Buenos Aires: era grande, inmenso, blanco como la nieve, alumbradísimo y de colores vivaces y estaba colocado en el recibidor de mi casa, en Flores, entre máscaras teatrales, cerámicas y cuadros de artistas cubanos. Pero – confieso- en el momento de comprarle preferí algo más discreto y pequeño, un árbol de madera verde de no menos de 30 centímetros, como un retablo, lleno de muñequitos sonrientes que se quitan y ponen de año en año, todos de madera y colores brillantes, que se venden en las casas de diseño. Y terminé colocándole – como si precisara de un proceso de adaptación visual - en la mesa del living, en un lugar de bajo perfil. Nada que al parecer de lo que estoy seguro es que si hubiera tenido a manos aquel cuadro horrible de mi casa en La Habana, ese de las codornices en la nieve, en esa escena poco creíble para el clima despiadado del trópico insular, le hubiera colocado en un sitio preferencial en mi living porteño, aunque mis amigos se rieran y comentaran mis extravagancias todavía de guajiro subdesarrollado con poca adaptación al consumo de árboles de Navidad.