Texto y fotos:
Juan Carlos Rivera Quintana
Los turistas llegan a Machu Picchu - la ciudadela
sagrada incaica, ubicada en el sur de Perú, en la provincia de Urubamba, y
considerada una de las siete maravillas del mundo - como si fueran a una
procesión religiosa, como un ritual que debiera cumplirse, al menos, una vez en
la vida. Y muchos, incluso, cambian sus vestidos occidentalizados y modernos y
visten ponchos tejidos de alpaca, sombreros andinos y alpargatas y hasta adoptan
cierto desaliño montañés; se mimetizan para estar más a tono con el sublime y
anhelado momento, con esa mística y ese marketing, que le han sabido impregnar
desde el propio país sudamericano.
Por mi parte, siempre tuve entre mis planes visitarla
alguna vez, pero no estaba desesperado por hacerlo… ya iba a llegar el momento.
Lo cierto es que “El Santuario”, como se le conoce internacionalmente a esas
32.592 hectáreas de tierra, te desvela y excita la noche antes del ascenso y no
precisamente por haber bebido demasiados té de coca para intentar sobreponerte
al “soroche” (los malestares físicos), que provocan la altura del lugar con sus
2.400 metros por encima del nivel del mar; sobrecoge realmente porque es un
sitio milenario intacto, construido en el siglo XV, tocado por la mano de Dios,
que se perdió entre la vegetación selvática y fue descubierto tan sólo hace 104
años.
Las ruinas incaicas, yacen sobre un promontorio de
rocas, con mucho verde debido al clima de selva tropical de su entorno y se
destaca por la arquitectura impactante entre valles y riscos de piedras
centenarias, templos de rezos y santuarios sacrificiales, graneros, palacios
reales, casitas de piedras ordenadas milimétricamente, callejones
zigzagueantes, torreones y terrazas de cultivos, donde se destacan – como telón
de fondo - el Huayna Picchu (Montaña
joven) y el Inti Punku (Puerta del Sol), por donde ingresan los visitantes que
hacen el famoso Camino Inca hasta llegar a la ciudadela.
Dicha zona arqueológica es considerada, al mismo
tiempo, una obra maestra de la arquitectura y la ingeniería. Y todas esas
particularidades paisajísticas, junto a la bruma que la envuelve, en la mañana;
el Sol que da justo en determinados lugares y refleja una luz casi perfecta, le
impregna un toque casi mágico y misterioso convirtiéndola en uno de los
destinos turísticos más codiciados del planeta, por donde transitan
deslumbradamente unos 5 mil turistas diariamente. Para llegar al sitio es
preciso hacer un camino serpenteante y sinuosísimo bastante peligroso en un
colectivo que parte de Aguascalientes, un pueblito olvidable, sin otro
atractivo que ser la puerta de entrada a la afamada ciudadela.
Desconcierta realmente que siendo una zona
arqueológica no muestre ninguno de sus vestigios materiales, de sus hallazgos
identitarios.
Porque nadie dudaría que un lugar como ese fue sitio de
enterramientos y pervivencia de toda una identidad cultural. Quizás por ello,
en septiembre de 2007, la Universidad de Yale, en Estados Unidos, manifestó su
deseo de devolver alrededor de 4.000 piezas arqueológicas, que están siendo
reclamadas con todo derecho por el gobierno peruano para su exhibición en un
museo itinerante y que fueron encontradas y sacadas del país por el explorador
y político norteamericano Hiram Bingham, quien redescubrió el complejo urbano y
extrajo, junto a un grupo de arqueólogos, muchas piezas representativas de la
llamada ciudad perdida de los incas. Se dice que dicho equipo extrajo unos 46.332 objetos y muchos no han sido ni
catalogados aún por los expertos, en Norteamérica. De darse dicha
repatriación de piezas sustraídas sería un acto de justicia con esta obra de
ingeniería milenaria, sus antiguos moradores indígenas y con todo el pueblo
peruano y completaría totalmente la museografía del lugar, pues nadie, en sus
cabales, dudaría que sea allí donde debieran estar las reliquias incaicas.
Lima y “aún
perfuma el recuerdo”
Y a Lima, la capital de Perú, esa núcleo urbano, que
descansa sobre la costa central peruana, a orillas del Océano Pacífico, no se
puede llegar de otra manera que teniendo muy presente y hasta tarareando la
afamada canción, de Chabuca Granda, titulada: “La flor de la canela”, que inmortalizara
a una belleza limeña desconocida, que paseaba por dicha ciudad con encanto,
contoneo y gracia femeninas.
Y luego, después de recorrer dicha localidad, por unos
días, uno termina corroborando que hay
aromas de mixturas, ensueño de puentes de río y alameda, como reza la
mentada canción que alude como escenario a esta ciudad, envuelta casi todo el
tiempo en una neblina gris y una humedad particularísima, cuasi ancestral, donde lo indígena y lo
colonial español están muy presentes como recordando una historia, sobre todo
en lo edilicio y las costumbres citadinas.
Con casi 8 millones de habitantes, en su mayoría con
rasgos muy marcados de etnias aborígenes, la metrópoli se levanta con hidalguía
y hasta cierta altanería cultural para fascinar al visitante, que como yo mira
y remira con ojos asombrados tanta explosión de colores y destreza en las
manualidades artesanales y las rutinas cotidianas de sus moradores. Allí lo
mismo se puede apreciar un mercado de artículos religiosos donde se dan la mano
el sincretismo de lo español y las comunidades indígenas, hasta una pieza
cerámica de talla artística, que se vende en medio de una verada ignota; que un
excelente y policromado tapiz con motivos ancestrales y códigos indígenas,
exhibido en una boutique de un hotel acristalado; que los tradicionales
balcones de maderas preciosas, con influencias rococó, tallados casi con
paciencia demiurga cual encajes de finos tejidos en medio de una concurrida
plaza; que una Basílica y Convento de San Francisco, de impresionantes frisos y
santos del color de la tierra, erguidos muy cerca de una fuente renacentista de
bronce, que se alza en homenaje al Virrey Conde de Salvatierra, donde se lavan
la cara y hacen un alto en el camino sus moradores.
Sus calles son un bullicio y un caos de tránsito, de
vendedores ambulantes, de ciudadanos comunes que van y vienen entre turistas
sin casi darse cuenta de tanta invasión depredadora, de tanta falta de
privacidad y espacio. Porque si algo llama la atención realmente es que Lima ha
quedado chica ya para tanta gente, para tanto ir y venir cotidiano, para tanto
curioso y recién llegado que pasea por la amarilla y bella Plaza Mayor o frente
al Palacio, sede del gobierno peruano; o mira con ojos deslumbrados los
pórticos de la Catedral de Lima, en pleno centro histórico, o las decenas de
miles de precarias viviendas, que yacen y suben sobre la empinada cuesta del
Cerro San Cristóbal; o ante la fachada, dorada y blanca, de la Estación de los
Desamparados, que recrea el mejor estilo académico francés.
Pero, sin dudas, uno de los momentos inolvidables será
la visita al Museo Arqueológico “Larco Herrera”, enclavado en el distrito de
Pueblo Libre, donde se exhiben y guardan más de 45 mil artefactos cerámicos,
del Perú precolombino, verdaderos íconos del arte mundial.
La hacienda, un palacete virreinal, fundado en 1926, construido
sobre una pirámide del siglo VII, exhibe con gran destreza curatorial e
iluminación adecuada, sus reliquias patrimoniales, que recorren más de tres mil
años de historia antigua en la mayor colección privada de arte precolombino del
Perú. Allí podrán disfrutar desde los huacos eróticos, representativos de la cultura
mochica; los moches de la galería de oro y plata y los utensilios cotidianos de
metal, cerámica y textil de las distintas comunidades indígenas, hasta un fardo
ritual, con todos sus atributos funerarios, contentivo de una niña-momia, que
fue sacrificada en una ceremonia religiosa para pedir lluvia y fertilidad a la
tierra. Y a la salida de la casona solariega podrá, incluso, pasear por sus
hermosos jardines y hasta degustar un típico platillo de la afamada y tan de
moda cocina peruana, en su café- restaurante o comprar algún souvenir en su
tienda boutique.
Para Cusco me
voy…
Cusco, está enclavada en la vertiente oriental de la
Cordillera de los Andes y al sureste
del Perú y fue antiguamente la capital del Imperio Inca y una
de las ciudades más majestuosas del Virreinato del Perú. Ello se nota con sólo
entrar a su Plaza de Armas y admirar el esplendor de sus caserones e iglesias,
de su Palacio Arzobispal y la diagramación y diseño edilicio y arquitectónico
de toda la urbe. No por gusto, fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la
UNESCO, en 1983, y es denominada por la gran cantidad de monumentos que posee
como la “Roma de América”.
Es tal la variedad de historia, modernidad y aventura
que envuelve la ciudad, verdadera pieza de ingeniería incaica, que, por
momentos, te abruma y hasta podría llegar a cansarte por tantas idas y vueltas.
Baste tan sólo con visitar su Plaza de Armas; admirar la impresionante
arquitectura de Ollantaytambo (un pueblito - a 80 kilómetros de Cusco - que fue
el bastión de la resistencia inca a la colonización española) o pisar las
callejuelas de Pisaq y tener la oportunidad, como me sucedió, de admirar la
procesión a la Santa Patrona del poblado: la Virgen del Carmen y visitar su
afamado mercado artesanal. Tampoco podría desdeñarse una visita a una de las
decenas de cooperativas de alpaqueros de la zona y hasta tener la posibilidad
de asistir a una explicación de cómo se hila y tiñen las lanas, que luego serán
hermosos y policromos tejidos para piezas de vestir de fina terminación.
Sin dudas, la frutilla del postre será la fortaleza
ceremonial, de Saqsayhuaman, ubicado a dos kilómetros de la ciudad de Cusco y a
3.700 metros de altura sobre el nivel del mar. Dicho santuario, con sus muros
megalíticos, se convirtió en la mayor obra arquitectónica inca, en su fase de
mayor esplendor y desarrollo y desde esa atalaya puede observarse toda la
ciudad cusqueña y hasta un Cristo de yeso blanco (parecido al Corcovado de Río
de Janeiro), donado por la comunidad alemana.
Nuestra guía explicó que la obra edilicia - también
considerada la Casa del Sol, donde vivía un “Inca de sangre real”, según
recogen las crónicas de Garcilaso de la Vega - que exhibe un perfecto armado fue
construida con piedras de canteras, ubicadas en Muina, Huacoto y Rumicolca, a
unos 20 kilómetros del lugar. Y ello nos pareció aún más impresionante, si
tenemos en cuenta que no estaba descubierta aún la rueda, que facilitara los
traslados de tanto material pesado (algunos bloques de hasta 350 toneladas de
peso) y dicha recorrida de tanto material constructivo se hizo con maderas
rodantes, cintas y precisó de muchos años y esfuerzo humano.
Y para concluir, dos tres días de visita a Cusco (es
lo recomendable), no puede obviarse el barrio de San Blas, con sus empedradas y
pintorescas callejuelas y sus tiendas de artesanía, donde se dan cita los más
destacados artistas cusqueños y degustar el típico ceviche, pescado cocido con
limón y mucho cilantro, el sabor típico de la cocina nativa que hará las
delicias de nuestro paladar, sobre todo, si viene acompañado de un pisco sour,
un cóctel representativo de la peruanidad. Tampoco dejar de ir – porque sería
casi herético - al Templo y Convento de Santo Domingo o Korikancha, con sus
inmensos lienzos que decoran las paredes sobre la vida del fundador de la Orden
Dominica, Santo Domingo de Guzmán y terminar pidiendo luz y progreso - hincado
de rodillas ante el Cristo Negro, “el Taytacha
de los Temblores” (alude a los sísmico de la ciudad) - que yace en su cruz,
en la Catedral del Cusco, y que muchos hasta consideran un Cristo indígena,
pero que, en realidad, fue utilizado por el Rey Felipe III, de España, como un
ardid- fetiche para que los incas se reconocieran en esa imagen y dejaran de
adorar al sol y otras antiguas deidades. Se dice que sólo de esa manera se
regresa a esa ciudad inolvidable y ancestral… entonces marchamos a cumplir el
rito.