martes, 28 de julio de 2015

Perú: del puente a la Alameda






Texto y fotos: Juan Carlos Rivera Quintana

Los turistas llegan a Machu Picchu - la ciudadela sagrada incaica, ubicada en el sur de Perú, en la provincia de Urubamba, y considerada una de las siete maravillas del mundo - como si fueran a una procesión religiosa, como un ritual que debiera cumplirse, al menos, una vez en la vida. Y muchos, incluso, cambian sus vestidos occidentalizados y modernos y visten ponchos tejidos de alpaca, sombreros andinos y alpargatas y hasta adoptan cierto desaliño montañés; se mimetizan para estar más a tono con el sublime y anhelado momento, con esa mística y ese marketing, que le han sabido impregnar desde el propio país sudamericano.

Por mi parte, siempre tuve entre mis planes visitarla alguna vez, pero no estaba desesperado por hacerlo… ya iba a llegar el momento. Lo cierto es que “El Santuario”, como se le conoce internacionalmente a esas 32.592 hectáreas de tierra, te desvela y excita la noche antes del ascenso y no precisamente por haber bebido demasiados té de coca para intentar sobreponerte al “soroche” (los malestares físicos), que provocan la altura del lugar con sus 2.400 metros por encima del nivel del mar; sobrecoge realmente porque es un sitio milenario intacto, construido en el siglo XV, tocado por la mano de Dios, que se perdió entre la vegetación selvática y fue descubierto tan sólo hace 104 años.

Las ruinas incaicas, yacen sobre un promontorio de rocas, con mucho verde debido al clima de selva tropical de su entorno y se destaca por la arquitectura impactante entre valles y riscos de piedras centenarias, templos de rezos y santuarios sacrificiales, graneros, palacios reales, casitas de piedras ordenadas milimétricamente, callejones zigzagueantes, torreones y terrazas de cultivos, donde se destacan – como telón de fondo -  el Huayna Picchu (Montaña joven) y el Inti Punku (Puerta del Sol), por donde ingresan los visitantes que hacen el famoso Camino Inca hasta llegar a la ciudadela. 

Dicha zona arqueológica es considerada, al mismo tiempo, una obra maestra de la arquitectura y la ingeniería. Y todas esas particularidades paisajísticas, junto a la bruma que la envuelve, en la mañana; el Sol que da justo en determinados lugares y refleja una luz casi perfecta, le impregna un toque casi mágico y misterioso convirtiéndola en uno de los destinos turísticos más codiciados del planeta, por donde transitan deslumbradamente unos 5 mil turistas diariamente. Para llegar al sitio es preciso hacer un camino serpenteante y sinuosísimo bastante peligroso en un colectivo que parte de Aguascalientes, un pueblito olvidable, sin otro atractivo que ser la puerta de entrada a la afamada ciudadela.
Desconcierta realmente que siendo una zona arqueológica no muestre ninguno de sus vestigios materiales, de sus hallazgos identitarios. 

Porque nadie dudaría que un lugar como ese fue sitio de enterramientos y pervivencia de toda una identidad cultural. Quizás por ello, en septiembre de 2007, la Universidad de Yale, en Estados Unidos, manifestó su deseo de devolver alrededor de 4.000 piezas arqueológicas, que están siendo reclamadas con todo derecho por el gobierno peruano para su exhibición en un museo itinerante y que fueron encontradas y sacadas del país por el explorador y político norteamericano Hiram Bingham, quien redescubrió el complejo urbano y extrajo, junto a un grupo de arqueólogos, muchas piezas representativas de la llamada ciudad perdida de los incas. Se dice que dicho equipo extrajo unos 46.332 objetos y muchos no han sido ni catalogados aún por los expertos, en Norteamérica. De darse dicha repatriación de piezas sustraídas sería un acto de justicia con esta obra de ingeniería milenaria, sus antiguos moradores indígenas y con todo el pueblo peruano y completaría totalmente la museografía del lugar, pues nadie, en sus cabales, dudaría que sea allí donde debieran estar las reliquias incaicas. 

Lima y “aún perfuma el recuerdo” 

Y a Lima, la capital de Perú, esa núcleo urbano, que descansa sobre la costa central peruana, a orillas del Océano Pacífico, no se puede llegar de otra manera que teniendo muy presente y hasta tarareando la afamada canción, de Chabuca Granda, titulada: “La flor de la canela”, que inmortalizara a una belleza limeña desconocida, que paseaba por dicha ciudad con encanto, contoneo y gracia femeninas. 

Y luego, después de recorrer dicha localidad, por unos días, uno termina corroborando que hay aromas de mixturas, ensueño de puentes de río y alameda, como reza la mentada canción que alude como escenario a esta ciudad, envuelta casi todo el tiempo en una neblina gris y una humedad particularísima,  cuasi ancestral, donde lo indígena y lo colonial español están muy presentes como recordando una historia, sobre todo en lo edilicio y las costumbres citadinas. 

Con casi 8 millones de habitantes, en su mayoría con rasgos muy marcados de etnias aborígenes, la metrópoli se levanta con hidalguía y hasta cierta altanería cultural para fascinar al visitante, que como yo mira y remira con ojos asombrados tanta explosión de colores y destreza en las manualidades artesanales y las rutinas cotidianas de sus moradores. Allí lo mismo se puede apreciar un mercado de artículos religiosos donde se dan la mano el sincretismo de lo español y las comunidades indígenas, hasta una pieza cerámica de talla artística, que se vende en medio de una verada ignota; que un excelente y policromado tapiz con motivos ancestrales y códigos indígenas, exhibido en una boutique de un hotel acristalado; que los tradicionales balcones de maderas preciosas, con influencias rococó, tallados casi con paciencia demiurga cual encajes de finos tejidos en medio de una concurrida plaza; que una Basílica y Convento de San Francisco, de impresionantes frisos y santos del color de la tierra, erguidos muy cerca de una fuente renacentista de bronce, que se alza en homenaje al Virrey Conde de Salvatierra, donde se lavan la cara y hacen un alto en el camino sus moradores. 

Sus calles son un bullicio y un caos de tránsito, de vendedores ambulantes, de ciudadanos comunes que van y vienen entre turistas sin casi darse cuenta de tanta invasión depredadora, de tanta falta de privacidad y espacio. Porque si algo llama la atención realmente es que Lima ha quedado chica ya para tanta gente, para tanto ir y venir cotidiano, para tanto curioso y recién llegado que pasea por la amarilla y bella Plaza Mayor o frente al Palacio, sede del gobierno peruano; o mira con ojos deslumbrados los pórticos de la Catedral de Lima, en pleno centro histórico, o las decenas de miles de precarias viviendas, que yacen y suben sobre la empinada cuesta del Cerro San Cristóbal; o ante la fachada, dorada y blanca, de la Estación de los Desamparados, que recrea el mejor estilo académico francés. 

Pero, sin dudas, uno de los momentos inolvidables será la visita al Museo Arqueológico “Larco Herrera”, enclavado en el distrito de Pueblo Libre, donde se exhiben y guardan más de 45 mil artefactos cerámicos, del Perú precolombino, verdaderos íconos del arte mundial.
La hacienda, un palacete virreinal, fundado en 1926, construido sobre una pirámide del siglo VII, exhibe con gran destreza curatorial e iluminación adecuada, sus reliquias patrimoniales, que recorren más de tres mil años de historia antigua en la mayor colección privada de arte precolombino del Perú. Allí podrán disfrutar desde los huacos eróticos, representativos de la cultura mochica; los moches de la galería de oro y plata y los utensilios cotidianos de metal, cerámica y textil de las distintas comunidades indígenas, hasta un fardo ritual, con todos sus atributos funerarios, contentivo de una niña-momia, que fue sacrificada en una ceremonia religiosa para pedir lluvia y fertilidad a la tierra. Y a la salida de la casona solariega podrá, incluso, pasear por sus hermosos jardines y hasta degustar un típico platillo de la afamada y tan de moda cocina peruana, en su café- restaurante o comprar algún souvenir en su tienda boutique. 

Para Cusco me voy…

Cusco, está enclavada en la vertiente oriental de la Cordillera de los Andes y al sureste del Perú y fue antiguamente la capital del Imperio Inca y una de las ciudades más majestuosas del Virreinato del Perú. Ello se nota con sólo entrar a su Plaza de Armas y admirar el esplendor de sus caserones e iglesias, de su Palacio Arzobispal y la diagramación y diseño edilicio y arquitectónico de toda la urbe. No por gusto, fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, en 1983, y es denominada por la gran cantidad de monumentos que posee como la “Roma de América”. 

Es tal la variedad de historia, modernidad y aventura que envuelve la ciudad, verdadera pieza de ingeniería incaica, que, por momentos, te abruma y hasta podría llegar a cansarte por tantas idas y vueltas. Baste tan sólo con visitar su Plaza de Armas; admirar la impresionante arquitectura de Ollantaytambo (un pueblito - a 80 kilómetros de Cusco - que fue el bastión de la resistencia inca a la colonización española) o pisar las callejuelas de Pisaq y tener la oportunidad, como me sucedió, de admirar la procesión a la Santa Patrona del poblado: la Virgen del Carmen y visitar su afamado mercado artesanal. Tampoco podría desdeñarse una visita a una de las decenas de cooperativas de alpaqueros de la zona y hasta tener la posibilidad de asistir a una explicación de cómo se hila y tiñen las lanas, que luego serán hermosos y policromos tejidos para piezas de vestir de fina terminación.   

Sin dudas, la frutilla del postre será la fortaleza ceremonial, de Saqsayhuaman, ubicado a dos kilómetros de la ciudad de Cusco y a 3.700 metros de altura sobre el nivel del mar. Dicho santuario, con sus muros megalíticos, se convirtió en la mayor obra arquitectónica inca, en su fase de mayor esplendor y desarrollo y desde esa atalaya puede observarse toda la ciudad cusqueña y hasta un Cristo de yeso blanco (parecido al Corcovado de Río de Janeiro), donado por la comunidad alemana.    

Nuestra guía explicó que la obra edilicia - también considerada la Casa del Sol, donde vivía un “Inca de sangre real”, según recogen las crónicas de Garcilaso de la Vega - que exhibe un perfecto armado fue construida con piedras de canteras, ubicadas en Muina, Huacoto y Rumicolca, a unos 20 kilómetros del lugar. Y ello nos pareció aún más impresionante, si tenemos en cuenta que no estaba descubierta aún la rueda, que facilitara los traslados de tanto material pesado (algunos bloques de hasta 350 toneladas de peso) y dicha recorrida de tanto material constructivo se hizo con maderas rodantes, cintas y precisó de muchos años y esfuerzo humano.  

Y para concluir, dos tres días de visita a Cusco (es lo recomendable), no puede obviarse el barrio de San Blas, con sus empedradas y pintorescas callejuelas y sus tiendas de artesanía, donde se dan cita los más destacados artistas cusqueños y degustar el típico ceviche, pescado cocido con limón y mucho cilantro, el sabor típico de la cocina nativa que hará las delicias de nuestro paladar, sobre todo, si viene acompañado de un pisco sour, un cóctel representativo de la peruanidad. Tampoco dejar de ir – porque sería casi herético - al Templo y Convento de Santo Domingo o Korikancha, con sus inmensos lienzos que decoran las paredes sobre la vida del fundador de la Orden Dominica, Santo Domingo de Guzmán y terminar pidiendo luz y progreso - hincado de rodillas ante el Cristo Negro, “el Taytacha de los Temblores” (alude a los sísmico de la ciudad) - que yace en su cruz, en la Catedral del Cusco, y que muchos hasta consideran un Cristo indígena, pero que, en realidad, fue utilizado por el Rey Felipe III, de España, como un ardid- fetiche para que los incas se reconocieran en esa imagen y dejaran de adorar al sol y otras antiguas deidades. Se dice que sólo de esa manera se regresa a esa ciudad inolvidable y ancestral… entonces marchamos a cumplir el rito.

Fotos del Viaje a Perú.




Macchu Picchu, la ciudadela incaica sagrada. La Catedral y el Mercado de Cusco (dos escenas típicas) y de nuevo el santuario incaico.