martes, 25 de junio de 2013

Foto de Viaje






En el Puente Viejo, que divide en dos la campiña y la ciudad gauchesca de San Antonio de Areco, en la provincia de Buenos Aires.

San Antonio de Areco y la Ciudad de Rosario: Postales de dos Argentina disímiles









Texto y Foto: Juan Carlos Rivera Quintana. 

Un pasaje del reconocido libro gauchesco: “Dos Segundo Sombra”, de Ricardo Güiraldes, oriundo de San Antonio de Areco dice: “En las afueras del pueblo, a unas diez cuadras de la plaza céntrica, el puente viejo tiende su arco sobre el río, uniendo las quintas al campo tranquilo...” Y es tal cual se describe en ese cruce entre el suburbio y la huella pampeana de San Antonio de Areco: una versión rural en clave de pachorra y sosiego, a tan sólo 113 kilómetros de la Ciudad de Buenos Aires.

Allí parece como si el tiempo estuviera detenido para siempre entre paradores y parrillas al asador; calles largas y estrechas; bicicletas dejadas al descuido en las veredas; coches tirados por caballos; perros vagabundos; parques casi desiertos; casas coloniales; posadas turísticas e innumerables naranjales, cargados de frutos, donde los pencos sueltos se tiran a descansar indiferentes o ramonean entre el verde de los bosques.

Para llegar a Areco tan sólo basta tomar la ruta No 8 y en apenas hora y media, ya te encuentras en esa versión casi atemporal de campiña y pasado, pletórica de tropillas gauchescas, peones que siembran sus huertas, ciclistas entretenidos y comadres que chismorrean en las esquinas o en las entradas de los viejos almacenes y ancestrales pulperías. Sólo alguna que otra camioneta moderna te rompe el hechizo del pasado como para recordarte que estamos en pleno siglo XXI.   

Uno de los lugares encantados de esa villa es – sin dudas - el Puente de los Martínez, construido en 1857, que con el tiempo fue apodado por los arequenses el Puente Viejo. Me contaron que fue el primer peaje que tuvo la Argentina, en 1857, en el antiguo Camino Real que comunicaba Buenos Aires con Potosí, pero hoy considerado Monumento Histórico Nacional, está pintado de rosa viejo y sus arcos permiten a los paisanos quedarse a disfrutar la calma del Río Areco, cuyo color terracota resalta recortado por las riveras verdosas de grana con añejos cipreses, robles, liquidámbares y sauces eléctricos, que le dan un halo romántico y casi ancestral a esa comarca o observar a los pacientes pescadores de bagres sapos, bogas, doradillos y sábalos o escuchar una alegre guitarreada, que viene del monte.    

Muy cerca de ahí, en el Parque Criollo, con sus espectáculos, de fin de semana, de destrezas criollas, carreras de sortijas y prueba de riendas, descuella el Museo Gauchesco “Ricardo Güiraldes”, 99 hectáreas de tierra con caballos, ganado vacuno y un viejo casco de estancia, inaugurado en 1938, donde vivió el afamado escritor – Primer Premio Nacional de Literatura - y su familia y aún se conserva el mobiliario, la biblioteca, las pinturas, la platería y los objetos de uso campesino y resero de los patrones y trabajadores de dicha estancia, junto a una notable serie de pinturas de Figari.  Tampoco puede dejar de visitar el Museo “Las Lilas”, situado entre las calles San Martín y Alem, que acaba de agregar una colección permanente del artista plástico gauchesco Florencio Molina Campos, su famosa serie: “Los picapiedras”.

Y si quiere revivir el tiempo de antaño, como si se subiera a una máquina del tiempo, basta con tomarse un excelente café criollo en “El Tokio Bar”, una vieja pulpería, de 110 años de antigüedad, con un increíble piso de damero blanco y negro, a la vieja usanza, que colinda con casas de artesanías, telares y platería gaucha y se ubica en cruz, con la Esquina de Merti y las calles Arellano y Bartolomé Mitre, el centro de la movida pueblerina con sus peñas folclóricas en la noche.  Muy cerca de este bar, la Iglesia San Antonio de Padua, que data de 1730, ha sido restaurada recientemente y deja escuchar, sábados y domingos, sus añosas campanas de bronce llamando a los parroquianos a las misas y rompiendo la habitual tranquilidad matinal.     

Rosario no es sólo un nombre de mujer

Y a 250 kilómetros de Areco se levanta desapacible y estruendosa la Ciudad de Rosario, la tercera más populosa de la Argentina, ubicada estratégicamente en la provincia de Santa Fe y sobre la margen occidental del Río Paraná. Es esta urbe cosmopolita y culta; turística y abierta – conocida como la Cuna de la Bandera Argentina – epicentro agroindustrial y de tránsito fluvial por donde salen cereales, aceites y derivados nacionales con destino a otras naciones del MERCOSUR. Es esa ilustre y hermosa villa, que conjuga eclécticamente modernidad y pasado, sobre todo arquitectónico, y debe su nombre a la Virgen del Rosario, cuya imagen sigue siendo adorada por sus moradores, una puerta ancha de hospitalidad y rebeldía libertaria desde los años de su fundación, allá en los comienzos del siglo XVII.

Allí el auge exportador, bien administrado, ha traído consigo cierto aumento del consumo comercial, a pesar de la crisis económica internacional, y nuevas inversiones que han embellecido ediliciamente la metrópoli, dándole un aire de modernidad con sus edificios altos y acristalados, su concurrido paseo de costanera y el ir y venir de los rosarinos y turistas por la alta barranca de la margen derecha del río.

Por supuesto, no podría decir que estuvo en Rosario y no visitó el Monumento a la Bandera, en la calle Santa Fe, al 500, todo un símbolo patrio de la urbe, con su cripta al General Manuel Belgrano, su patio cívico, sus esculturas de travertino y bronce, su llama votiva al soldado desconocido y su sala de banderas latinoamericanas. Allí se respira historia y orgullo argentino.

No muy lejos de ese lugar, otro emblema citadino: el Bar “El Cairo”, ubicado en la intersección de las calles Sarmiento y Santa Fe. Dicho concurrido café restaurante, todo un culto a la amistad, estuvo muy ligado a una de las figuras más queridas de Rosario: el historietista el Negro Fontanarossa. Allí dicen que iba casi a diario para discutir de política, fútbol y mujeres (en ese orden) y era el lugar donde se inspiraba intelectual y creativamente para dar vida a las andanzas de sus personajes Inodoro Pereira y su perro Mendieta o Boggie, el Aceitoso o para escribir algunos de sus imaginativos cuentos. 

Y si el tiempo le sonríe, a pesar del viento gélido de este invierno y las bajas temperaturas de junio, les recomiendo una buena recorrida por el casco histórico rosarino, con sus edificios afrancesados, sus vitreaux de vivos colores y sus líneas de estilo Art Nouveau,  en torno a la Plaza 25 de mayo; una ida al Parque Independencia, pulmón verde de la urbe, asentado entre los bulevares Oroño y 27 de febrero; el hipódromo; el Museo provincial Julio Le Parc y el estadio de fútbol del Club Atlético Newell’s, Old Boy, que por estos días anda de jolgorio y batucada por su consagración como campeón del Torneo Final 2013, su séptimo título argentino de la era profesional al imponer a sus adversarios su estilo de juego, caracterizado por la presión sobre el rival, una defensa cerrada par evitar remates a portería y la apuesta de atacantes habilidosos. También una visita por el Alto Rosario Shopping, en la calle Junín 501, una pieza interesante de la arquitectura urbana, inaugurada en el 2004, con sus galpones de ladrillos a la vista, rescatados y conservados de las construcciones originales de principios del siglo XIX, que pertenecieran al ferrocarril y donde pareciera que está por llegar siempre algún tren de un paraje remoto de la provincia.

Al final, un paseo por la costanera norte, donde chalet, edificios y jardines se recuestan sobre la barranca del Paraná, con su delta calmo y las islas de fondo, con sus lagunas y arroyos. Y si prefiere la vida sana es la bicicleta el mejor medio para disfrutar de esa vista del río, con las ferias artesanales, los Mercados de las Pulgas del Bajo y el Retro “La Huella” y la rambla Catalunya. Y no se olvide no hay nada mejor que ver el atardecer sobre el Paraná o tras el puente Rosario-Victoria y degustar un exquisito plato de pescado de río o de mar, acompañado de un clásico vino tinto o un liso de cerveza Santa Fe, en el restaurante- parrilla Escauriza, uno de los mejores puntos panorámicos de la urbe. Sólo, entonces, comprenderá que Rosario no es sólo un nombre de mujer.