Juan Carlos Rivera Quintana nació en una isla - en Cuba - y un buen día decidió salir de ella a mirar el mundo y buscar otros aires. Él quería alcanzar otros horizontes más personales e intelectuales y decidió construir su propia casa - su islaenpeso - y desde ahí presentar sus inquietudes periodísticas y literarias, sus crónicas de viajes, obsesiones y nostalgias. Acá, en esta geografía, sin mar cercano que lo aleje, se siente totalmente libre.
miércoles, 2 de noviembre de 2016
lunes, 24 de octubre de 2016
miércoles, 10 de febrero de 2016
martes, 2 de febrero de 2016
Mi regalo de cumpleaños 56.
Se podrán imaginar que si hace casi 13 años que no voy a la isla y ya hasta empiezo a creer que no iré nunca más por razones del desasosiego y la tristeza que me produce su política doméstica no podía perderme el contacto con sus raíces de la única manera que me da placer: su cultura plástica.
Y la muestra del artista cubano Wifredo Lam, sus piezas estaban ahí, al cantió de un gallo, en pleno Centro Pompidou, en el barrio Le Marais, a tres cuadras de donde estaba parando en este febrero vacacional. Sus obras estaban muy cerca, algunas de sus inicios, sus fotos familiares, las ilustraciones para libros, editados en París; sun cartas personales y hasta notas de su intimidad laboral y sus exposiciones por el mundo.
Quedé fascinado ante sus pequeños bocetos y fue como si la asomara a sus rituales creativos, a sus banco de imágenes trabajadas con paciencia casi artesanal. Y pude acercarme a sus momentos iniciáticos y sus penurias económicas, a sus etapas de más comodidad y bonanza cuando se le veía con esos trajes parisinos muy anchos, a lo Benny Moré; a los testimonios gráficos para la posteridad de sus encuentros con los marchand que publicitron sus piezas y le dieron visibilidad internacional.
Capítulo aparte merece mi asombro ante ese emblema del mestizaje y la cubaidad, que es su obra: "La Jungla", ese cañaveral sincrético y esperpéntico de negros, chinos, africanos e isleños en permanente bajeo vulgar y gozadera signica.
Ante esa pieza que me quitó el aliento quedé alucinado y robustecido de identidad. Ya nadie nunca podrá pintar como él ,supongo; nadie podrá representarnos tanto con tanto de mandinga, congo y carabali, con tanto de bohemio parisino y cubano de los interiores de Sagua La Grande, ese terruño chato y provinciano donde vino al mundo y tomó primeras lecciones.
Y ahí tuve enfrente de nuevo a ese negrazo- chino, de facciones blanconazas y porte y vestimentas de dandy europeo y hasta pude rescabucharle el torso desnudo con aires de Adonis testicular macho alfa y ese pelo enrulado de negro de solar nuestro y hasta imaginé historias de amor y corazones parisinos deshechos ante su encanto.
Y fue entonces un reencuentro con Nelson Domínguez; con la caligrafía y el trazo agudo de Roberto Fabelo; con la imaginería de Zaida del Río; con la paleta policroma de Pedro Pablo López Oliva; con la ductilidad y la astucia para amasar y sublimar el barro y plantar esmaltes y engobes de ese otro maestro nuestro: Alfredo Sosabravo.
Fue - sin dudas - mi mejor reencuentro con La Habana, después de 13 años sin verla, sin necesidad de derrumbes, procacidad y depresiones existenciales y humanas. Fue un gozo semejante al que me produjo pasear por el malecón de Cádiz, como me hubiera gustado que se viera el de mi Habana, la que no me podrán arrancar ni tiranos, ni mandamases, ni burócratas de aduanas insulares ni cuños en pasaportes desactalizados y desacralizados. Fue como pasear por Cartagena de Indias e imaginar y elucubrar cómo serían esos palacetesy callejuelas habaneras de no haber llegado tanta política deficiente y artera a mi Patria, quien es - por estos días - recibida en París y de manera oficial por las autoridades francesas olvidando las faltas de libertades, la violación de los más elementales derechos humanos y la falta de paz ante tantas escaseces que hay allí son pan nuestro.
miércoles, 6 de enero de 2016
Día de Reyes: Hasta que falte la Luna
Por: Juan Carlos Rivera Quintana.
Foto: Cortesía de una juguetería española.
El salmo católico por el Día de Reyes decía: “Se postrarán ante ti – Señor – todos los pueblos de la Tierra. Florecerá la Justicia y la Paz hasta que falte la Luna; que domine de mar a mar, el Gran Río hasta el confín de la tierra” y así seguía su letanía que todavía recuerdo – como un latiguillo – decir a mi abuela cuando nos hacía hincar de rodillas y leer su pequeño librillo descolorido de ensalmos y conjuros, horas antes de llegar el 6 de diciembre, el momento de los regalos y la llegada de los deseados juguetes.
Todavía me parece estar
viendo mi primera bicicleta- triciclo, que me trajeron los Reyes – entonces yo
creía en el mito – Melchor, Gaspar y Baltazar, quienes llegaron a mi casa, en
Marianao, guiándose por las estrellas, en la madrugada, y cuyos camellos tomaron toda
el agua y comieron toda la yerba que yo había dejado al pie de mi cama. Siempre pensé –y eso era lo más hermoso del sortilegio – que había
que cumplir aquel ritual porque, de lo contrario, los camellos, donde venían cabalgando
los Reyes, no podrían alimentarse para seguir su camino dejando a otros niños
los reclamados juguetes.
Me parece estar haciendo mi
primera carta a los Reyes Magos, todavía con faltas ortográficas y pequeños
desvaríos de sintaxis, donde pedía un camión de bomberos para apagar todos los
incendios de mi barrio. Entonces todavía la inocencia me valía.
Luego, una desangelada
noche, en que yo no me podía dormir, pude ver cómo mi madre - con tristeza -
colocaba una fea maleta de madera verde, parecida a un botiquín de primeros
auxilios, que había hecho mi padre, junto a un libro de Emilio Salgari, al pie
de mi cama. A partir de ese instante supe quiénes eran los verdaderos Reyes Magos
y aprendí que se venían tiempos de pocos juguetes y escasez sin derecho a queja
alguna. Eran los tiempos en que en Cuba
se empezaron a normar, por la desdichada libreta de abastecimiento, los
juguetes para el Día de Reyes y nuestros padres se vieron obligados a realizar
largas colas en las tiendas, desde las madrugadas, para tener acceso a algún
que otro juguete de los que se repartían para esas fechas.
Quizás ello explique los
motivos por los cuales cada vez que paso por una juguetería, en Buenos Aires, aún
me detengo con mirada de tristeza y resignación. Y es que tuve tan pocos
chiches para entretenerme, que terminé creando camiones de volteo con cajas de
fósforos, carritos con pequeños pedazos de madera que encontraba en el patio de
casa y hasta dibujé animalitos que, luego, recorté y pegué sobre cartón para
hacerme un pequeño zoológico para mis solitarios juegos infantiles.
Nunca podré olvidar un
pequeño fotingo negro – de pilas - que me regalaron mis padrinos. El carrito de
época llevaba, además, una chica de acompañante del conductor, quien tenía la
habilidad de levantar una cámara fotográfica que producía una luz como si
retratara sus alrededores. Aquel juguete – toda una novedad y una rareza entre
mis amigos - me produjo una de las más grandes felicidades de mi infancia y me
granjeó la amistad interesada de muchos de mis vecinos más pequeños. Mi madrina
lo había tenido que pagar muy caro a alguien que había tenido la suerte de
viajar a España y comprarlo allí. Porque en Cuba no se producían juguetes,
sobre todo, para chicos y había que importarlos y ello era casi prohibitivo
para las menguadas arcas nacionales de la isla.
O sea que parafraseando el
viejo salmo de Reyes crecimos como si nos faltará la Luna, como si tener
juguetes fuera algo del mundo capitalista y del consumismo infantil más
desmedido. Desde entonces me propuse que a mi hijo y luego a mi nieta no le
faltarán los juguetes y creo que, hasta hoy, lo vengo cumpliendo.
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