jueves, 4 de marzo de 2010

Prólogo del libro Breve Historia de Fidel Castro o Metástasis de una ilusión:




Tapa del libro, editado por Nowtilus, Colecciòn Breve Historia







«...adonde se vive entre paredones y cerrojos / también es el exilio. Y así, / con anillo de diamantes / o martillo en la mano, / todos los de acá / somos exiliados.
Todos. / Los que se fueron / y los que se quedaron”.

Rafael Alcides, “Carta a Rubén” (su hijo exiliado).

Texto: Juan Carlos Rivera Quintana


En la isla, desde que tengo uso de razón he vivido rodeado-acompañado-invadido por una figura omnipresente en mi vida, casi con el don de la ubicuidad, una personalidad mesiánica, avasalladora, carismática, testicular, voluntariosa, convulsiva, taimada y castradora, que sabe de todos los temas y al que hay que consultarle para todo inexcusablemente. Y les confieso que no hablo de mi padre, aunque casi lo era, pero no por obra de la consanguinidad. Hablo de Fidel Alejandro Castro Ruz, ese hombre vestido con traje militar de fajina, color verde olivo, con charreteras de rombo rojo y negro y rama de olivo de Comandante en Jefe sobre sus hombros, unos gigantescos seis pies y dos pulgadas de estatura, mirada de águila desconfiada, ojos pequeños y escrutadores, barba icónica - ahora rala y casi blanca - nariz isleña, con un esqueleto óseo ancho e imponente y alrededor de unos 80 kilos, en sus mejores tiempos, quien ocupó durante casi 50 años (para ser más exacto: 49 años y 49 días) el poder en mi país: la República de Cuba.

Crecí rodeado de sus ideas; su prédica; los cuadros con su efigie, disfrazada de guerrillero heroico; su verba aplastante y encendida de consignas revolucionarias; sus diatribas y enconos; sus utopías-proyectos; sus materiales “programáticos”, que luego eran discutidos en los círculos políticos de estudio y te daban puntaje a la hora de la evaluación escolar integral. De niño aún recuerdo las horas y horas de discursos en mítines y reuniones, que eran televisados, por los únicos dos canales que teníamos y con varias retransmisiones. Muchas veces se le ocurría hablar a la tarde, cuando llegaba la hora de mis dibujitos animados y admito que sólo en esas oportunidades me permitía odiarle y deseaba que, al menos, se cortara la transmisión televisiva por un desperfecto técnico, pero nunca sucedía. Después se me pasaba porque Fidel - “El Caballo”, como le dice la vox populi en Cuba - era el que trabajaba a deshoras, el que luchaba contra el imperialismo yanqui, el que trazaba la línea política de mi país, (¿por qué razón siempre asocio esa palabra: “línea” con el verticalismo más esterilizador y uniformizante?). Era Fidel el “benefactor” de todos los cubanos, el que decía lo que había que hacer y ay de quien chistara o dijera algo diferente o con otro color; era el médico de familia, el vanguardia, el trabajador azucarero destacado, el político que nunca se equivoca, el estratega económico, el científico preeminente, el editor “perfecto”, el censor acucioso, sin dudas lo era todo, estaba en todos los lugares y lo abarcaba todo panópticamente...era el ojo que todo lo ve. Para más acoso, antes se ponían unos cartelitos en las entradas de las puertas de las viviendas cubanas que rezaban: “Esta es tu casa, Fidel”, o sea que ni viviendas teníamos, todo le pertenecía, por mandato divino y político al Comandante.

La primera vez que le vi personalmente yo estaba haciendo una guardia a la entrada de mi escuela secundaria, la Vocacional “Vladimir Ilich Lenin”, ubicada en el municipio capitalino de Arroyo Naranjo. Dicha institución con 4.500 alumnos, bajo régimen de internamiento y con disciplina militar, era otro proyecto, un sueño del Comandante, donde se formarían los nuevos cuadros políticos, los científicos, los artistas, los intelectuales, los ingenieros cubanos, se enunciaba entonces. No podía ser de otro modo en Cuba, donde todo lo pensaba y diseñaba él.

La institución estaba, en ese momento, en plena fase de terminación (había comenzado su proyecto y construcción en 1972, bajo la dirección del famoso arquitecto Andrés Garrudo), pero ya albergaba e instruía a los estudiantes de secundaria y preuniversitario. Faltaban pocos días para su inauguración y aquella mole de dormitorios, pabellones de clases, laboratorios de idiomas, anfiteatros, museos, comedores, centros de cálculos, bibliotecas, pistas de atletismo, huertos, áreas verdes, piscinas olímpicas, tanque de clavados y hasta un hospital y todo lo inimaginable ya tenía una dimensión imponente, abigarrada y descomunal, a un costado de la carretera, justo en el kilómetro 23 del centro de la ciudad habanera.

Recuerdo que era fin de semana y yo tenía puesto mi uniforme de caqui oscuro, de las labores agrícolas, y traía un palo de escoba en la mano, como si con ello fuera a impedir que el intruso que quisiera entrar a hacer desmanes se metiera dentro de aquella masa de concreto y madera, que en ese momento no tenía cercas divisorias. Era mediodía y el sol calcinaba demencialmente, 32 grados a la sombra. Yo rezongaba y maldecía de aquella guardia que me impediría ir ese sábado a mi casa y degustar los frijoles negros y las comidas de mi madre. Justo cuando andaba con esos pensamientos, vi por una esquina de la garita principal donde me encontraba, un jeep militar, seguido de dos o tres autos más, entrar a toda carrera por la puerta y levantar una nube de tierra colorada y polvo amarillo. Me pegué un susto tremendo y sólo atiné a levantar el palo, cuando el auto militar paró en seco dando un patinazo ridículo. De la ventanilla del auto, una cara barbuda que conocía muy bien, con gorra guerrillera me gritó, con un dejo de ironía:

-¿Y tan sólo con ese palo pretendes defender a la Revolución?, me interrogó Fidel. Yo sólo atiné a reírme con nerviosismo y me mantuve mudo de la sorpresa, sin emitir palabra alguna por unos instantes y luego rápidamente le contesté:

-Se hace lo que se puede... si no hay pan se come casabe, como dicen los guajiros de Oriente.

Él lanzó una carcajada estruendosa y me dijo que iba a recorrer la escuela para ver cómo estaba quedando y si estaría terminada para la inauguración, que si lo autorizaba a entrar. Entonces, me cuadré militarmente, con el palo de escoba como fusil sobre el hombro y le hice un saludo militar, en señal de aprobación. El jeep voló como un zeppelín hasta perderse de vista. Para ser mi primer encuentro con el caudillo tropical no estuvo nada mal. Después, a lo largo de mi vida - y ya como periodista profesional - me acostumbraría a verle con sistematicidad y hasta me atrevería, en mi época de reportero de la Revista “Bohemia”, la decana de la prensa nacional, con casi cien años de fundada, a salir de las actividades y congresos internacionales de salud, que él siempre presidía, en el Palacio de las Convenciones, ubicado en La Habana, justo en medio de sus discursos, pues ya sabía hasta el hartazgo qué diría y cuáles eran las cifras a las que echaría mano para hablar de las bondades de la medicina, de los proyectos educativos, del desarrollo económico, (que cada día se notaba menos en la mesa del cubano) y de los “progresos” de la Revolución, un proyecto que cada día se necrosaba más y mostraba sus hilachas inmovilizadoras.

Días después, el 31 de enero de 1974, se inauguró la Escuela Vocacional “Vladimir Ilich Lenin”. Ese día sería mi segundo encuentro con el Comandante. Yo había sido designado para estar en el momento del recorrido de las autoridades políticas por la institución docente a un aula de artes plásticas, donde se estaría desarrollando una clase práctica de pintura. Fidel entró acompañado por una numerosa delegación extranjera, el cuerpo diplomático acreditado en la isla y por si fuera poco por el mentor, guía espiritual y padrino del alumnado: Leonid Ilich Brezhnev (1906-1982), secretario general del Partido Comunista (PCUS), de la entonces Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS); la escuela había costado una fortuna y sería el rostro visible para el exterior del interés del proyecto gubernamental por la educación, entonces había que mostrarla. Fidel persistentemente manejó, a cada momento y con la oportunidad adecuada, el marketing político, en eso siempre fue un verdadero experto. Por ello habíamos recibido de la URSS todo el mobiliario escolar, los útiles de laboratorios de física, química y biología, los equipos de audio de las cabinas de los aulas de lenguas extranjeras, los instrumentos agrícolas para el huerto escolar, que serviría para implementar el famoso método, que él denominó martiano, de combinar el estudio con el trabajo, pues sólo de esa manera se llegaría a formar el verdadero comunista insular. Pobre José Martí (1853-1895), lo convirtieron en el autor intelectual, en el artífice de cuántos inventos o engendros surgieron en el camino; debe estar todavía disgustado en el paraíso o donde quiera que esté, de tanto protagonismo y culpas malsanas.

Cierro los ojos y me parece volver a verle, en ese momento, con el rostro luminoso, casi insolente de alegría mostrar cada detalle de aquella institución, que formaría al “hombre nuevo” comunista. Nunca olvidaré a Brezhnev, que ya parecía una momia embalsamada, con aquel traje azul, lleno de condecoraciones de guerras y glorias pasadas, de medallas hasta en las mangas, cuyo peso casi le impedía moverse. Con aquel ambo de tela gruesa en medio de un trópico abrasador no me podía imaginar lo incómodo que se sentiría. El pobre anciano sonreía con cada palabra que el traductor ruso le prodigaba mostrándose interesado en todo, aunque en la práctica se estaba asando, literalmente, de calor como cerdo en púa, en fiesta de fin de año cubana.

En la clase de artes plásticas se nos había dado como ejercicio pintar una naturaleza muerta y el instructor había puesto, encima de una mesa, en el centro del aula frutas: piñas, un mamey, plátanos maduros y una manzana de cera, porque en nuestro país una manzana de verdad siempre fue un espejismo. Con ello se había armado una composición modélica para dibujar. Cuando ellos llegaron, estábamos diseminados por todo el amplio laboratorio, inmersos en nuestra tarea, algunos con más talento que otros, pues esa clase formaba parte de la cursada de estudios de la nueva escuela para formar a hombres y mujeres sensibles en la apreciación del arte, según decían los estatutos programáticos de la institución, con pretensiones vocacionales. Pero no era más que una puesta en escena para los visitantes, pues era la primera clase que recibíamos y nuestros caballetes, potes de pintura, pinceles, sillas y hasta las cartulinas, de papel importado, que envidiaría cualquier pintor profesional de la isla, habían sido traídos a las corridas el día anterior para armar aquel retablo “plástico”.

Fidel explicaba, entonces, las propuestas educativas de la escuela y la posibilidad que ella brindaba de ir contribuyendo con la orientación profesional de los alumnos; de ahí que funcionarían talleres de teatro, danza, música, agrupaciones corales, etc. Al mirar los trabajos de algunos de mis compañeros los elogiaba con frases muy alentadoras; a otros les corregía alguna línea con “delicadeza” militar o le daba una recomendación, pues también hasta de arte pictórico sabía. Cuando llegó a mi caballete y miró de reojo lo que estaba pintando me comentó, medio en sorna, medio en son recriminatorio:

-Pero eso es una interpretación libérrima de las frutas. En mi vida nunca vi - y vengo del campo - plátanos azules, ni manzanas grises, tampoco una piña con penachos tan grandes de color morado.

Yo sólo acerté a mirarle fijamente a los ojos y le riposté:

-El profesor habló de un ejercicio creativo y yo me tomé muy en serio la consigna; quizás se me fue la mano con la creatividad, le contesté a modo de disculpas, intentando restarle tenor a lo que no era más que mi primer disenso, ya a los 14 años, con el Comandante en Jefe… posteriormente llegarían muchos más desacuerdos y muchas más desilusiones. Ese día advertí, a pesar de mi adolescencia, que para Fidel los conceptos de libertad y creatividad estaban ya bastante acotados y torcidos.

Después vendrían otros encuentros-desencuentros, otras anécdotas, que iré contando en la medida en que vayamos llegando a los hechos y recorramos juntos, este derrotero sobre la vida, los aciertos y equívocos de Fidel Alejandro Castro Ruz (¿Fidel Casiano, Fidel Hipólito?, según las partidas de nacimiento y las distintas inscripciones), que pretende reconstruir, sin mitificaciones, la verdadera historia de uno de los líderes latinoamericanos y mundiales más discutidos y apasionantes del siglo XX, su espíritu casi camaleónico para atemperarse a las coyunturas históricas y la impronta que dejará, a su muerte, en las nuevas generaciones de la isla.

La obra intenta repasar el recorrido de la Revolución Cubana (1 de enero de 1959) y su proceso histórico de evolución-travestismo político-involución, dado a través de la figura tropical de su artífice, estratega y caudillo, revelando al hombre que hay detrás de ese mito, convertido en una de las figuras icónicas de todo un siglo. La evaluación está dada con la mirada de un cubano, nacido en 1960, que estuvo muy comprometido con el proceso revolucionario, y hoy vive autoexiliado, en Buenos Aires, Argentina, descree de la política como profesión vitalicia, de los gobiernos atornillados a las sillas del poder y excesivamente personalistas y autoritarios.

La Revolución Cubana fue un proceso de insurrección nacional, un movimiento social, políticamente heterogéneo, que surgió como una reacción necesaria contra el gobierno de facto, de seis años y medio, de Fulgencio Batista y Zaldívar (1901-1973), conducido por ese “soldado de las ideas”, (como se autodefine), Fidel Castro Ruz, y otro grupo de jóvenes rebeldes, en su mayoría procedentes de las filas de la clase media, los trabajadores y los universitarios cubanos, que se envolvió en un aura libertaria y optó por la vía violenta para poner fin al régimen, instaurado tras el golpe del 10 de marzo de 1952, en momentos en que muchos isleños luchaban por restaurar los principios de la Constitución de 1940 y eran asesinados por la policía batistiana, entre l957 y 1958.

Fidel Castro Ruz, llegó al poder con un doble perfil identitario: nacionalista y populista, ceñido a un discurso de restauración democrática y fue trocando su proyecto hasta instaurar un castrismo, que pasará a la historia como un “cesarismo de base comunista”, según la acertada definición del historiador español, Antonio Elorza. El triunfo de su proyecto unipersonal y su conducción estratégica tuvo una gran repercusión y adquirió legitimidad, sobre todo entre los representantes de la izquierda de América latina y los sectores académicos intelectuales europeos, del Primer Mundo, en la década del 60’ que se dejaron influir por el dogma de que el poder sale únicamente de la punta del fusil, y protagonizó algunos jalones importantes de la historia latinoamericana, como los sucesos de Bahía de Cochinos, en 1961, que pasaron a la posteridad como la “primera gran derrota del imperialismo yanqui, en América”; la Crisis de los Mísiles (1962), donde el mundo estuvo al borde de la hecatombe nuclear; la ayuda financiera y entrenamiento militar en suelo cubano de muchos integrantes de los movimientos guerrilleros centroamericanos; la alianza del Gobierno revolucionario con la Unión Soviética y el proceso de sovietización de la sociedad cubana, de los 70’ y 80’ o la desovietización de los 90’, hasta llegar al colapso económico, la incompetencia burocrática, la corrupción a gran escala, el racionamiento, la esclerosis asfixiante de la vida cotidiana y la pervivencia de un régimen no democrático en la isla, que restringe libertades tan caras para los seres humanos, como el derecho a entrar y salir del país y a expresarse libremente.

Como ha dicho, recientemente, el ensayista cubano, Rafael Rojas, “la historia de la revolución cubana es, en alguna medida, la historia del cuerpo de Fidel Castro”. Y convengamos que, en la actualidad, ese cuerpo hemorrágico y desgastado, debido a un crecimiento fulminante de células enfermas y tripas debilitadas, no logra regenerarse, como tampoco consigue la isla salir del precario estado de salud económica y social en que ha quedado sumida, después del retiro formal del anciano mandatario (¿vitalicio?), sin cambios de fondo en las estructuras de gobierno y el partido comunista, aunque todos hablen de una nueva etapa histórica, de una lenta transición, en las manos de su hermano, Raúl Castro.

Esta obra será pues un itinerario por los avatares existenciales de ese patriarca caribeño, conocido llanamente por el nombre de Fidel: de rebelde con causa a gestor y artífice de un proyecto que ilusionó a toda una generación y hoy suscita todo tipo de sentimientos, menos la indiferencia; todo tipo de adhesiones; muchos rechazos y, sobre todo, la diáspora imparable de sus propios protagonistas, en una cifra de más de dos millones de ciudadanos. Sin titubeos, esta no será una biografía autorizada, ni mucho menos oficial y apologética; tampoco el periplo acre, corrosivo, ciego y amargo por una vida, responsable – en mucho todavía - de las felicidades y desgracias del pueblo cubano, quien actualmente está a la espera de la muerte de su caudillo con la esperanza de que venga un cambio fundacional, que les devuelva las ilusiones y el tiempo perdidos.

Carlomagno: el apóstol guerrero (prólogo del libro)




Tapa del libro, publicado el pasado año por la Editorial Nowtilus









“¿Cuál es el sueño de los que están despiertos? La esperanza”.

Carlomagno.

Texto: Juan Carlos Rivera Quintana.

La bibliografía dedicada a la vida del célebre monarca de la dinastía carolingia y al más grande de los reyes francos, Carlos, conocido por sus condiciones personales como Carlos I El Grande (Magno), por lo cual fue llamado Carlomagno, 25 años después de su muerte por el historiador Nitardo, descubre una de las más extensas papelerías de la Edad Media. Más de quince mil títulos son un reflejo material de esa profusión, sin contabilizar las cuantiosas y, en ocasiones, disonantes reflexiones y artículos periodísticos, aparecidos en publicaciones periódicas contemporáneas, en idioma castellano y en otras lenguas, que han dedicado sus evaluaciones al desempeño del nieto de Carlos Martel y primogénito del rey “Pipino el Breve” y la reina Bertrada, a sus avatares militares, políticos, culturales, vida sacramental y litúrgica al frente del reinado de los francos (768-814) y como emperador de los romanos (800-814).

Carlomagno (nace el 2-4-742 ó 748 –Aquisgrán, Aix-la-Chapelle, en la actual Alemania, y muere el 28-1-814) es uno de los reyes más justipreciados y vilipendiados de la historia de Europa, uno de los que atesora más exegetas y detractores; incluso, en Germania, donde nació, se lo venera como el apóstol de los sajones. Pero bajo su autoridad la mayor parte de los pueblos del centro y el occidente europeos comenzaron un proceso innegable de desarrollo y esplendor culturales. Ello explica que la figura de Carlomagno haya sido valorada por su rol unificador, soberano y promotor en materia de legislación, educación, finanzas, cultura, fe religiosa y organización estatal. Su estampa es considerada como la del héroe cristiano por antonomasia, por su martirologio, espiritualidad, misión civil, el éxito de las arriesgadas campañas militares que dirigió y libró, junto a sus tropas, y el rol de mecenas del arte y la cultura.

Muchos mitos y leyendas se entrelazaron alrededor de su imagen y personalidad, de sus dotes monárquicas, guerreras, civiles, legislativas, financieras, misericordia cristiana y de los resultados del orden en que reinó y cimentó el Imperio Carolingio. Es por ello que este libro pretende ser una aproximación a la figura de Carlos, al hombre con sus proezas y epopeyas, contradicciones, miserias humanas, dudas y temores como una forma de conocer al personaje legitimo, de carne y hueso, a su verdadero liderazgo, despojado de la leyenda y los milagros divinos que se le atribuyeron, de la fama y las alabanzas de los poemas épicos y los libros de caballerías, escritos en Alemania, Francia, España, Italia y Portugal, que le tejieron un perfil casi sacramental dejando de lado su existencia mundana.

Es tal el estudio de la figura y la impronta que deja en su tiempo y la posteridad que muchos historiadores afirman que con su aparición y accionar, la Edad Media quedó jalonada en períodos claramente delineados: desde la caída del Imperio Romano y su absorción por el poder bizantino a la constitución del Imperio de Carlomagno y de esta proclamación, al renacimiento y consolidación de la Edad Moderna y los estados nacionales independientes entre los pueblos germánicos en Europa. En ese escenario medieval, la figura de Carlomagno fulgura en el epicentro de un torbellino de guerras expansivas, grandes matanzas y saqueos, 53 campañas militares en 47 años de reinado, rivalidades, pactos, sabiduría administrativa y legislativa, caridad religiosa, y florecimiento civil, intelectual y cultural. Con él, emergió una nueva civilización europea, que se mantuvo y siguió consolidándose después de la Edad Media. Por ello no resulta desmedido apuntar que con sus decisiones iluminó y cimentó las bases de la cultura de Europa, disipando las tinieblas del Medioevo.

Durante sus 72 años de existencia puso todo el inmenso poder que construyó y el prestigio que cimentó al servicio del cristianismo, la vida monástica, la enseñanza del latín y el culto a las leyes. No en balde su vida ha sido considerada un paradigma monárquico para la mayoría de los reyes posteriores y su quehacer un estandarte de la fusión de las culturas germánicas, romana y cristiana, que serían, posteriormente, la síntesis y los zócalos de la civilización europea.

Sobre Carlomagno (en latín Carolus Magnus; en alemán, Karl der Grosse; Charlemagne, en francés e inglés y Carlemagny, en catalán) escribió el biógrafo más cercano, Eginhardo, quien fue su amigo y gozó de su simpatía, que se le podía ver a gran distancia por la apariencia y porte de 1.90 centímetros, pero que algo desentonaba de aquel cuerpo fortachón y robusto: una voz aflautada y tenue que contrastaba, bastante, con la elegancia varonil, el temple y las dotes guerreras. Otros, con una mirada más pura e interesada en seguir alimentando el mito, como el monje benedictino, Balbulus Notker, uno de los poetas litúrgicos suizos más importantes del Medioevo, lo describe así, en un pasaje de su libro, titulado “Gesta Caroli Magni”: “Entonces se vio al hombre de hierro, a Carlomagno, de férreo yelmo coronado; de hierro las manos enguantadas; de hierro el pecho; de hierro la coraza cubriendo los hombros platónicos; de hierro una lanza hacia el cielo retenía en la mano izquierda, mientras que en la derecha, sostenía siempre la espada de calibre invencible”.

La Edad Media, retablo donde tuvieron lugar las hazañas y desaciertos de Carlomagno, es un período histórico de mil años, que se inicia en el año 476, con del desplome del Imperio Romano de Occidente, tras ser depuesto el último emperador, Flavio Rómulo Augústulo, por el general de los hérulos, Odoacro, guerrero de una antigua tribu germánica que invadió dicho imperio, en el siglo III, proveniente de Escandinavia.

La mítica pueblerina germánica refiere que el general Odoacro incendió Pavía, saqueó Roma y depuso al emperador Augústulo haciéndose proclamar “Rey de Italia”, episodio que fue interpretado por la historiografía como el eclipse total del Imperio Romano de Occidente. Algunos textos de la época, interesados en alimentar las fábulas de las contiendas, refieren que los hérulos practicaban ciertos rituales homosexuales iniciáticos entre guerreros y eran capaces de entrar a los altercados cuerpo a cuerpo incluso sin escudos para protegerse, para una vez probados en la batalla, sus maestros les permitieran llevar esa valiosa arma defensiva a los combates, lo que simbolizaba para los códigos militares de esa civilización, la entrada de lleno en la virilidad.

Esta imagen de reverencia y veneración por el escudo, como pieza de cierta estirpe y distinción social ya es recogida en el libro, escrito en el año 98, “Germania” del historiador, senador, cónsul y gobernador romano, Cornelio Tácito, que trata acerca del origen y las costumbres de los pueblos germánicos. En él se apunta que: “Todos los asuntos públicos y privados los tratan armados. Pero nadie usa las armas antes de que el pueblo lo juzgue apto (…). Abandonar el escudo, una vez ganado, es la mayor deshonra y quien cometió este ignominioso acto no puede acudir a las ceremonias ni a las asambleas”.

La desaparición del Medioevo queda registrada en los anales de la historia en el año 1453 (siglo XV) con la caída del Imperio Romano de Oriente, conocido también como Imperio Bizantino, es decir cuando la ciudad de Constantinopla o Bizancio (actual Estambul), es conquistada por los turcos, aunque algunos cronistas sostienen otra postura y apuntan al año 1492, con el descubrimiento de América, pero esas controversias hoy día resultan estériles. Sólo historiadores interesados en algunas tesis puntuales señalan límites más precisos, los cuales no son necesarios para nuestros propósitos pues la época, como refieren los expertos, sólo es importante “como indicio del tiempo durante el cual pueden tener vigencia cierta forma de sociedad y ciertas teorías sociales”. Tengamos en cuenta que los teóricos, siempre atraídos por llegar a conclusiones personales, les resulta excitante la especulación o mirar el pasado a través de cristales muy almibarados o edulcorados o muy oscuros y nebulosos. Quizás ello explique el que muchos historiadores sólo vean entumecimiento, penumbras y letargo en la Edad Media.

Para hacer una distinción y una periodización historiográfica de la Edad Media, los ensayistas dividen su desarrollo en dos períodos: la Alta Edad Media (siglo V a siglo X) y la Baja Edad Media (siglo XIV al XV). Hay algunos estudiosos que apuntan, además, la existencia de un tercer período, desgajado de la Alta Edad Media, denominado Plena Edad Media, para aludir a los siglo XI al XIII, cuando se dan las manifestaciones más típicamente medievales, como el florecimiento de las cruzadas, el establecimiento de las nacionalidades, influidas por los nacionalismos emergentes, y el desarrollo de dos movimientos cruciales para la cultura europea: el romántico y el gótico.

Muy a contrapelo de lo que algunos todavía advierten sobre el Medioevo y la llegada de varias centurias de postergaciones culturales y oscurantismos sociales, la instauración del Medioevo y su desarrollo coadyuvó a sentar las bases del feudalismo, la posterior expansión europea de las ideas iluministas, del pensamiento renacentista y el posterior nacimiento del capitalismo y la modernidad.

Durante la Edad Media, término que en su época tenía fuertes resonancias despectivas, ligadas a cierta pátina de atraso y división, tuvieron un acelerado desarrollo el derecho romano, el latín y la filosofía. Los monasterios se convirtieron en centros del conocimiento pues eran los únicos lugares donde se sabía leer y escribir y en los cuales se trabajaba en la preservación de buena parte del acervo histórico y cultural del mundo clásico. Por ello, la Iglesia, rectora en el Medioevo, de la vida religiosa, cultural y social (recordar que el poder civil debía recurrir a ella cada vez que necesitaba fundar una norma en antecedentes jurídicos o doctrinarios o resolver un grave problema que exigiera maduros conocimientos y la copia de manuscritos), trata de infundir a los habitantes un profundo espíritu de fe cristiana, perfila una sociedad rígidamente jerarquizada y expande la cultura científico-religiosa entre los nobles. En tanto, el pueblo, cuyos integrantes servían a la nobleza y los monasterios, estaba formado por ciudadanos analfabetos de modales ásperos, que combinaban el trabajo agrícola o comercial y la oración cristiana, enseñada por los monjes y clérigos en las abadías.

En ese marco, el llamado Sacro Imperio Romano Germánico se consolida y su principal artífice y estratega será Carlomagno, uno de los hombres más poderosos de la tierra, a principios del siglo IX, creador de la realeza al inventar los condados (300 en el territorio), las marcas (fronteras) y los duques (militares que las defendían), que eran supervisados por el “missi dominici” (enviados directo del amo), quienes surcaban el reino y vigilaban la buena aplicación de la ley. Este sistema será el germen nutricio y punto de partida del sistema feudal.

Pero a pesar de toda su autoridad Carlos vivió la mayor parte de su existencia en el analfabetismo, sin saber siquiera poner su nombre en las actas capitulares (capitulaire). Para sortear ese obstáculo de la firma se había aprendido un signo que era una cruz con las tres primeras letras del nombre de Jesús, en griego, y junto a un garabato eran su marca distintiva. En algunas oportunidades, usaba un anillo-sello con la inscripción en latín: “Cristo protege a Carlos, Rey de los Francos”.

Quizás porque le faltaba cumplir su más anhelado sueño, recién, dos años antes de morir, decide aprender a escribir e inicia, con el mismo entusiasmo con que fue a las guerras o defendió al catolicismo, una campaña en sus dominios contra el analfabetismo, edificando gran cantidad de escuelas en todo el reino, una de ellas en el propio palacio, a la que asistió hasta morir en el año 814. No obstante a su desconocimiento de las letras, respetaba a la gente ilustrada, valoraba la música, las artes plásticas y la literatura y se hacía leer sistemáticamente la Biblia e historias de la Antigüedad. Los textos apuntan, además, que a pesar de sus limitaciones culturales, pues se pasó gran parte de su vida en los campos de batallas, no sólo hablaba perfectamente su lengua materna, sino latín y algo de griego. Esta es, sin dudas, la historia de un hombre que disipó gran parte de las brumas y las tinieblas del Medioevo y reafirmó el nacimiento de una nueva Europa al sentar las bases de lo que sería, posteriormente, el mosaico del Viejo Mundo.