Por: Juan Carlos Rivera Quintana.
Foto: Cortesía de una juguetería española.
El salmo católico por el Día de Reyes decía: “Se postrarán ante ti – Señor – todos los pueblos de la Tierra. Florecerá la Justicia y la Paz hasta que falte la Luna; que domine de mar a mar, el Gran Río hasta el confín de la tierra” y así seguía su letanía que todavía recuerdo – como un latiguillo – decir a mi abuela cuando nos hacía hincar de rodillas y leer su pequeño librillo descolorido de ensalmos y conjuros, horas antes de llegar el 6 de diciembre, el momento de los regalos y la llegada de los deseados juguetes.
Todavía me parece estar
viendo mi primera bicicleta- triciclo, que me trajeron los Reyes – entonces yo
creía en el mito – Melchor, Gaspar y Baltazar, quienes llegaron a mi casa, en
Marianao, guiándose por las estrellas, en la madrugada, y cuyos camellos tomaron toda
el agua y comieron toda la yerba que yo había dejado al pie de mi cama. Siempre pensé –y eso era lo más hermoso del sortilegio – que había
que cumplir aquel ritual porque, de lo contrario, los camellos, donde venían cabalgando
los Reyes, no podrían alimentarse para seguir su camino dejando a otros niños
los reclamados juguetes.
Me parece estar haciendo mi
primera carta a los Reyes Magos, todavía con faltas ortográficas y pequeños
desvaríos de sintaxis, donde pedía un camión de bomberos para apagar todos los
incendios de mi barrio. Entonces todavía la inocencia me valía.
Luego, una desangelada
noche, en que yo no me podía dormir, pude ver cómo mi madre - con tristeza -
colocaba una fea maleta de madera verde, parecida a un botiquín de primeros
auxilios, que había hecho mi padre, junto a un libro de Emilio Salgari, al pie
de mi cama. A partir de ese instante supe quiénes eran los verdaderos Reyes Magos
y aprendí que se venían tiempos de pocos juguetes y escasez sin derecho a queja
alguna. Eran los tiempos en que en Cuba
se empezaron a normar, por la desdichada libreta de abastecimiento, los
juguetes para el Día de Reyes y nuestros padres se vieron obligados a realizar
largas colas en las tiendas, desde las madrugadas, para tener acceso a algún
que otro juguete de los que se repartían para esas fechas.
Quizás ello explique los
motivos por los cuales cada vez que paso por una juguetería, en Buenos Aires, aún
me detengo con mirada de tristeza y resignación. Y es que tuve tan pocos
chiches para entretenerme, que terminé creando camiones de volteo con cajas de
fósforos, carritos con pequeños pedazos de madera que encontraba en el patio de
casa y hasta dibujé animalitos que, luego, recorté y pegué sobre cartón para
hacerme un pequeño zoológico para mis solitarios juegos infantiles.
Nunca podré olvidar un
pequeño fotingo negro – de pilas - que me regalaron mis padrinos. El carrito de
época llevaba, además, una chica de acompañante del conductor, quien tenía la
habilidad de levantar una cámara fotográfica que producía una luz como si
retratara sus alrededores. Aquel juguete – toda una novedad y una rareza entre
mis amigos - me produjo una de las más grandes felicidades de mi infancia y me
granjeó la amistad interesada de muchos de mis vecinos más pequeños. Mi madrina
lo había tenido que pagar muy caro a alguien que había tenido la suerte de
viajar a España y comprarlo allí. Porque en Cuba no se producían juguetes,
sobre todo, para chicos y había que importarlos y ello era casi prohibitivo
para las menguadas arcas nacionales de la isla.
O sea que parafraseando el
viejo salmo de Reyes crecimos como si nos faltará la Luna, como si tener
juguetes fuera algo del mundo capitalista y del consumismo infantil más
desmedido. Desde entonces me propuse que a mi hijo y luego a mi nieta no le
faltarán los juguetes y creo que, hasta hoy, lo vengo cumpliendo.