jueves, 4 de marzo de 2010

Carlomagno: el apóstol guerrero (prólogo del libro)




Tapa del libro, publicado el pasado año por la Editorial Nowtilus









“¿Cuál es el sueño de los que están despiertos? La esperanza”.

Carlomagno.

Texto: Juan Carlos Rivera Quintana.

La bibliografía dedicada a la vida del célebre monarca de la dinastía carolingia y al más grande de los reyes francos, Carlos, conocido por sus condiciones personales como Carlos I El Grande (Magno), por lo cual fue llamado Carlomagno, 25 años después de su muerte por el historiador Nitardo, descubre una de las más extensas papelerías de la Edad Media. Más de quince mil títulos son un reflejo material de esa profusión, sin contabilizar las cuantiosas y, en ocasiones, disonantes reflexiones y artículos periodísticos, aparecidos en publicaciones periódicas contemporáneas, en idioma castellano y en otras lenguas, que han dedicado sus evaluaciones al desempeño del nieto de Carlos Martel y primogénito del rey “Pipino el Breve” y la reina Bertrada, a sus avatares militares, políticos, culturales, vida sacramental y litúrgica al frente del reinado de los francos (768-814) y como emperador de los romanos (800-814).

Carlomagno (nace el 2-4-742 ó 748 –Aquisgrán, Aix-la-Chapelle, en la actual Alemania, y muere el 28-1-814) es uno de los reyes más justipreciados y vilipendiados de la historia de Europa, uno de los que atesora más exegetas y detractores; incluso, en Germania, donde nació, se lo venera como el apóstol de los sajones. Pero bajo su autoridad la mayor parte de los pueblos del centro y el occidente europeos comenzaron un proceso innegable de desarrollo y esplendor culturales. Ello explica que la figura de Carlomagno haya sido valorada por su rol unificador, soberano y promotor en materia de legislación, educación, finanzas, cultura, fe religiosa y organización estatal. Su estampa es considerada como la del héroe cristiano por antonomasia, por su martirologio, espiritualidad, misión civil, el éxito de las arriesgadas campañas militares que dirigió y libró, junto a sus tropas, y el rol de mecenas del arte y la cultura.

Muchos mitos y leyendas se entrelazaron alrededor de su imagen y personalidad, de sus dotes monárquicas, guerreras, civiles, legislativas, financieras, misericordia cristiana y de los resultados del orden en que reinó y cimentó el Imperio Carolingio. Es por ello que este libro pretende ser una aproximación a la figura de Carlos, al hombre con sus proezas y epopeyas, contradicciones, miserias humanas, dudas y temores como una forma de conocer al personaje legitimo, de carne y hueso, a su verdadero liderazgo, despojado de la leyenda y los milagros divinos que se le atribuyeron, de la fama y las alabanzas de los poemas épicos y los libros de caballerías, escritos en Alemania, Francia, España, Italia y Portugal, que le tejieron un perfil casi sacramental dejando de lado su existencia mundana.

Es tal el estudio de la figura y la impronta que deja en su tiempo y la posteridad que muchos historiadores afirman que con su aparición y accionar, la Edad Media quedó jalonada en períodos claramente delineados: desde la caída del Imperio Romano y su absorción por el poder bizantino a la constitución del Imperio de Carlomagno y de esta proclamación, al renacimiento y consolidación de la Edad Moderna y los estados nacionales independientes entre los pueblos germánicos en Europa. En ese escenario medieval, la figura de Carlomagno fulgura en el epicentro de un torbellino de guerras expansivas, grandes matanzas y saqueos, 53 campañas militares en 47 años de reinado, rivalidades, pactos, sabiduría administrativa y legislativa, caridad religiosa, y florecimiento civil, intelectual y cultural. Con él, emergió una nueva civilización europea, que se mantuvo y siguió consolidándose después de la Edad Media. Por ello no resulta desmedido apuntar que con sus decisiones iluminó y cimentó las bases de la cultura de Europa, disipando las tinieblas del Medioevo.

Durante sus 72 años de existencia puso todo el inmenso poder que construyó y el prestigio que cimentó al servicio del cristianismo, la vida monástica, la enseñanza del latín y el culto a las leyes. No en balde su vida ha sido considerada un paradigma monárquico para la mayoría de los reyes posteriores y su quehacer un estandarte de la fusión de las culturas germánicas, romana y cristiana, que serían, posteriormente, la síntesis y los zócalos de la civilización europea.

Sobre Carlomagno (en latín Carolus Magnus; en alemán, Karl der Grosse; Charlemagne, en francés e inglés y Carlemagny, en catalán) escribió el biógrafo más cercano, Eginhardo, quien fue su amigo y gozó de su simpatía, que se le podía ver a gran distancia por la apariencia y porte de 1.90 centímetros, pero que algo desentonaba de aquel cuerpo fortachón y robusto: una voz aflautada y tenue que contrastaba, bastante, con la elegancia varonil, el temple y las dotes guerreras. Otros, con una mirada más pura e interesada en seguir alimentando el mito, como el monje benedictino, Balbulus Notker, uno de los poetas litúrgicos suizos más importantes del Medioevo, lo describe así, en un pasaje de su libro, titulado “Gesta Caroli Magni”: “Entonces se vio al hombre de hierro, a Carlomagno, de férreo yelmo coronado; de hierro las manos enguantadas; de hierro el pecho; de hierro la coraza cubriendo los hombros platónicos; de hierro una lanza hacia el cielo retenía en la mano izquierda, mientras que en la derecha, sostenía siempre la espada de calibre invencible”.

La Edad Media, retablo donde tuvieron lugar las hazañas y desaciertos de Carlomagno, es un período histórico de mil años, que se inicia en el año 476, con del desplome del Imperio Romano de Occidente, tras ser depuesto el último emperador, Flavio Rómulo Augústulo, por el general de los hérulos, Odoacro, guerrero de una antigua tribu germánica que invadió dicho imperio, en el siglo III, proveniente de Escandinavia.

La mítica pueblerina germánica refiere que el general Odoacro incendió Pavía, saqueó Roma y depuso al emperador Augústulo haciéndose proclamar “Rey de Italia”, episodio que fue interpretado por la historiografía como el eclipse total del Imperio Romano de Occidente. Algunos textos de la época, interesados en alimentar las fábulas de las contiendas, refieren que los hérulos practicaban ciertos rituales homosexuales iniciáticos entre guerreros y eran capaces de entrar a los altercados cuerpo a cuerpo incluso sin escudos para protegerse, para una vez probados en la batalla, sus maestros les permitieran llevar esa valiosa arma defensiva a los combates, lo que simbolizaba para los códigos militares de esa civilización, la entrada de lleno en la virilidad.

Esta imagen de reverencia y veneración por el escudo, como pieza de cierta estirpe y distinción social ya es recogida en el libro, escrito en el año 98, “Germania” del historiador, senador, cónsul y gobernador romano, Cornelio Tácito, que trata acerca del origen y las costumbres de los pueblos germánicos. En él se apunta que: “Todos los asuntos públicos y privados los tratan armados. Pero nadie usa las armas antes de que el pueblo lo juzgue apto (…). Abandonar el escudo, una vez ganado, es la mayor deshonra y quien cometió este ignominioso acto no puede acudir a las ceremonias ni a las asambleas”.

La desaparición del Medioevo queda registrada en los anales de la historia en el año 1453 (siglo XV) con la caída del Imperio Romano de Oriente, conocido también como Imperio Bizantino, es decir cuando la ciudad de Constantinopla o Bizancio (actual Estambul), es conquistada por los turcos, aunque algunos cronistas sostienen otra postura y apuntan al año 1492, con el descubrimiento de América, pero esas controversias hoy día resultan estériles. Sólo historiadores interesados en algunas tesis puntuales señalan límites más precisos, los cuales no son necesarios para nuestros propósitos pues la época, como refieren los expertos, sólo es importante “como indicio del tiempo durante el cual pueden tener vigencia cierta forma de sociedad y ciertas teorías sociales”. Tengamos en cuenta que los teóricos, siempre atraídos por llegar a conclusiones personales, les resulta excitante la especulación o mirar el pasado a través de cristales muy almibarados o edulcorados o muy oscuros y nebulosos. Quizás ello explique el que muchos historiadores sólo vean entumecimiento, penumbras y letargo en la Edad Media.

Para hacer una distinción y una periodización historiográfica de la Edad Media, los ensayistas dividen su desarrollo en dos períodos: la Alta Edad Media (siglo V a siglo X) y la Baja Edad Media (siglo XIV al XV). Hay algunos estudiosos que apuntan, además, la existencia de un tercer período, desgajado de la Alta Edad Media, denominado Plena Edad Media, para aludir a los siglo XI al XIII, cuando se dan las manifestaciones más típicamente medievales, como el florecimiento de las cruzadas, el establecimiento de las nacionalidades, influidas por los nacionalismos emergentes, y el desarrollo de dos movimientos cruciales para la cultura europea: el romántico y el gótico.

Muy a contrapelo de lo que algunos todavía advierten sobre el Medioevo y la llegada de varias centurias de postergaciones culturales y oscurantismos sociales, la instauración del Medioevo y su desarrollo coadyuvó a sentar las bases del feudalismo, la posterior expansión europea de las ideas iluministas, del pensamiento renacentista y el posterior nacimiento del capitalismo y la modernidad.

Durante la Edad Media, término que en su época tenía fuertes resonancias despectivas, ligadas a cierta pátina de atraso y división, tuvieron un acelerado desarrollo el derecho romano, el latín y la filosofía. Los monasterios se convirtieron en centros del conocimiento pues eran los únicos lugares donde se sabía leer y escribir y en los cuales se trabajaba en la preservación de buena parte del acervo histórico y cultural del mundo clásico. Por ello, la Iglesia, rectora en el Medioevo, de la vida religiosa, cultural y social (recordar que el poder civil debía recurrir a ella cada vez que necesitaba fundar una norma en antecedentes jurídicos o doctrinarios o resolver un grave problema que exigiera maduros conocimientos y la copia de manuscritos), trata de infundir a los habitantes un profundo espíritu de fe cristiana, perfila una sociedad rígidamente jerarquizada y expande la cultura científico-religiosa entre los nobles. En tanto, el pueblo, cuyos integrantes servían a la nobleza y los monasterios, estaba formado por ciudadanos analfabetos de modales ásperos, que combinaban el trabajo agrícola o comercial y la oración cristiana, enseñada por los monjes y clérigos en las abadías.

En ese marco, el llamado Sacro Imperio Romano Germánico se consolida y su principal artífice y estratega será Carlomagno, uno de los hombres más poderosos de la tierra, a principios del siglo IX, creador de la realeza al inventar los condados (300 en el territorio), las marcas (fronteras) y los duques (militares que las defendían), que eran supervisados por el “missi dominici” (enviados directo del amo), quienes surcaban el reino y vigilaban la buena aplicación de la ley. Este sistema será el germen nutricio y punto de partida del sistema feudal.

Pero a pesar de toda su autoridad Carlos vivió la mayor parte de su existencia en el analfabetismo, sin saber siquiera poner su nombre en las actas capitulares (capitulaire). Para sortear ese obstáculo de la firma se había aprendido un signo que era una cruz con las tres primeras letras del nombre de Jesús, en griego, y junto a un garabato eran su marca distintiva. En algunas oportunidades, usaba un anillo-sello con la inscripción en latín: “Cristo protege a Carlos, Rey de los Francos”.

Quizás porque le faltaba cumplir su más anhelado sueño, recién, dos años antes de morir, decide aprender a escribir e inicia, con el mismo entusiasmo con que fue a las guerras o defendió al catolicismo, una campaña en sus dominios contra el analfabetismo, edificando gran cantidad de escuelas en todo el reino, una de ellas en el propio palacio, a la que asistió hasta morir en el año 814. No obstante a su desconocimiento de las letras, respetaba a la gente ilustrada, valoraba la música, las artes plásticas y la literatura y se hacía leer sistemáticamente la Biblia e historias de la Antigüedad. Los textos apuntan, además, que a pesar de sus limitaciones culturales, pues se pasó gran parte de su vida en los campos de batallas, no sólo hablaba perfectamente su lengua materna, sino latín y algo de griego. Esta es, sin dudas, la historia de un hombre que disipó gran parte de las brumas y las tinieblas del Medioevo y reafirmó el nacimiento de una nueva Europa al sentar las bases de lo que sería, posteriormente, el mosaico del Viejo Mundo.

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