viernes, 15 de julio de 2011

París, la Ciudad de las Luces: Pasión, elegancia y alma.




Desde la colina de Montmartre se divisa una Parìs etérea y màgica.






Por: Juan Carlos Rivera Quintana

Si el mundo tuviera un ombligo ese – sin duda alguna – estaría ubicado en la Ciudad de París. Y es que esa urbe cosmopolita, refinada, multicultural y bohemia, ubicada en el norte de Francia y bordeada por el Río Sena, tiene la fama bien ganada, desde hace muchos años, de ser la “Ciudad de las Luces”.
Se cuenta que fue apodada de esa manera porque fue la primera capital que utilizó la luz eléctrica para iluminar sus misteriosas y estrechas callejuelas de adoquines.

Lo cierto es que su área metropolitana, la más grande de la Unión Europea, posee una población de cerca de 2.193.031 habitantes y la convierten en una megalópolis donde la belleza de sus largos paseos, coloridos cafés, sus edificios patriarcales de piedra caliza, sus galerías de arte, catedrales, torres, mercadillos y callejones comerciales le dan un aura de prosperidad económica y glamour que no tienen otras ciudades europeas.

No por gusto, París – el centro económico más importante de Europa - es el destino turístico más popular del mundo, con más de 26 millones de visitantes extranjeros por año, según cifras oficiales.

Quienes llegamos a esa ciudad, por primera vez, no queremos parar ni un segundo y mapa en mano, salimos a conocer sus admirados y afamados monumentos, como la Torre Eiffel, la Catedral de Notre Dame, los Campos Elíseos, el Arco de Triunfo, el barrio de Montmartre y la Basílica del Sacré-Coeur (Sagrado Corazón), entre otras visitas obligadas. Tampoco puede dejar de ubicarse y programar encuentros con el Musée du Louvre, uno de los más famosos y visitados del mundo; el Musée d’Orsay y el Centro del arte moderno Georges Pompidou, concebido como un complejo multicultural; el paseo de compras de las Galerías Lafayette (y su excepcional cúpula de cristales policromados, hierro y acero); el boulevard Saint-Germain y la Place Vendôme, célebre por sus hoteles de lujo y por dar refugio al centro de la moda parisina, o el barrio bohemio de Le Marais, lugares inconfundibles de la ciudad.

Al pensar en la monumentalidad edilicia de esta urbe, que combina el estilo neoclásico y el gótico con la modernidad, uno no puede olvidar que muchos de estos palacetes, iglesias y arcadas, teatros y museos, en 1944, y cuando las tropas aliadas se acercaban a la ciudad, pudieron terminar hecho añicos. Hitler había dado la orden de hacerlos dinamitar, de modo que la entrada de las tropas aliadas fuese saludada por un campo de ruinas humeantes. Así se colocaron cargas de dinamita en La Concordia, en Los Inválidos, en Notre Dame, en la Opera, en el Arco de Triunfo, en el Louvre e incluso al pie de la Torre Eiffel. Pero en el último instante, el general Dietrich Von Choltitz incapaz de perpetrar tamaño crimen de lesa humanidad se negó a cumplir la orden del Führer y entregó la ciudad parisina a los aliados. Y ello salvó de la debacle y la ruina a esta bella metrópoli, que es hoy día una de las mejores conservadas del mundo.

Como han apuntado sabiamente muchos expertos en arquitectura, quizás el patrimonio arquitectónico de París sólo tiene comparación con el de Roma. De ahí que desde 1991, las Riberas del Sena fueron consideradas - por la UNESCO - como Patrimonio de la Humanidad. Pero, ¿de qué vive esta megalópolis? París es esencialmente una economía de servicios: el 45-50 por ciento del PBI de dicha región está compuesto por servicios financieros, inmobiliarios, industrias farmacéuticas, telecomunicaciones, investigación, sector editorial y soluciones de negocios; el resto se dedica al turismo y la gastronomía, la agricultura y la construcción, entre otras labores.

Las estadísticas apuntan que en París existe una tasa de desempleo que va in crescendo, sobre todo en estos últimos tiempos con la crisis económica que azota a toda la región europea y descalabra las finanzas de países como Grecia, Italia y España. Ya a finales del tercer trimestre de 2008, en París se hablaba de un 7,3 por ciento de desempleo y unos 50 mil vagabundos en las calles y las estaciones de metro. En la actualidad, esos guarismos van en aumento.

Según leí, en el periódico “Le Fígaro”, durante mi estadía en la ciudad, la ex ministra de Economía y Empleo, Christine Lagarde, elegida recientemente como Directora gerente del Fondo Monetario Internacional, explicaba que las cifras de desempleo en Francia no son tan espantosas como en otras naciones europeas debido a que “tenemos una especie de colchón de amortiguación que corresponde a la función pública”.

Bien vale una, dos, tres, miles de misas.

Caminar por dicha ciudad entre residentes, turistas de todo el mundo, artistas callejeros, pintores, bailarines en los parques, inmigrantes musulmanes e indios y africanos con sus atuendos en pose de cultura de la resistencia; autos en circulación alocada y canciones – como telón de fondo - que evocan las interpretaciones de Edith Piaf, resulta casi hechizante. Baste tan sólo con subir en el funicular la colina de Montmartre donde reposa la Basílica de la Sacré-Coeur (Sagrado Corazón de Jesús) y sus cúpulas blancas, de inspiración romana y bizantina, construida para honrar la memoria de los 58 mil soldados franceses muertos durante la guerra franco prusiana para quedar extasiados. Desde sus jardines, en el punto más elevado de la ciudad, puede divisarse una panorámica de gran parte de la urbe y es una de los escenarios más fotografiados y telegénicos.

Después ir caminando a tomar un buen cafecito – con sus mesas y sillas colocados de cara a la acera, como si los visitantes viéramos pasar una película, en uno de los bares que rodean a la Place du Tertre, también conocida como plaza de los pintores, en pleno centro de Montmartre, y desandar sus callecitas empinadas y sinuosas con sus tiendas de souvenir, de artesanías, sus confiterías y pastelerías (pâtisserie), con ese aroma dulzón a chocolate y crema dulce pensando que en esa zona grandes maestros de la plástica mundial, como Renoir, Picasso, Braque, Dufy, Cézanne, Manet y Toulouse-Lautrec tuvieron, en otras épocas, sus estudios y viviendas y pintaron sus grandes obras, inspirados por el ambiente ambulante y bohemio del lugar.


De allí, a tan sólo 350 metros, se ubica un símbolo alegórico de la noche citadina: el Moulín Rouge, en cuya azotea se destaca la imitación de un molino rojo y sus pinturas art decó de la fachada. El lugar es uno de los más famosos cabaret del mundo, construido en 1889, en el barrio rojo de Pigalle, y en cuyo interior se siguen ofreciendo, en la actualidad, grandes espectáculos de plumas y lentejuelas con 60 bailarinas, de frech y can-can, que evocan el ambiente bullanguero de la Belle Èpoque parisina.

Por si fuera poco para una agenda de turista encantado, no se puede dejar de dedicar cuatro o cinco horas de algún paseo al Museo del Louvre, a sabiendas de que no podremos verle completo en ese tiempo. Allí, entre sus jardines y palacios de estilo renacentistas nos esperan más de 350 mil piezas de incalculable valor artístico, donde se destacan las colecciones de pinturas italianas, antigüedades griegas, orientales y egipcias, esculturas francesas e italianas, arte islámico y africano, entre otras obras.

Tan sólo enfrentarse cara a cara – si los turistas japoneses y sus cámaras y codazos te dejan - con la enigmática señora de negro, parapetada tras esa misteriosa sonrisa a lo Gioconda, la archiconocida obra de Leonardo Da Vinci, vale pagar los 15 euros de la entrada al museo... poder apreciar in situ la maestría artística del paradigma del hombre del Renacimiento con las dos técnicas plásticas que le inmortalizaron: el contraste entre las luces y las sombras y el sfumato (las sutiles transiciones de los colores en la pieza) les aseguro que merece cualquier empujón o la imposición de tener que escrutarla a dos metros de distancia.

La belleza de esta obra que retrata a quien en vida se llamó Lisa Gherardini – una de las piezas pictóricas más famosas y reproducidas del mundo y fuente de inspiración y parodia de muchos artistas modernos - cuyo formato se me antoja demasiado pequeño para como lo imaginaba, los misterios que le rodean y sus cristales blindados recuerdan que en 1911 fue robada y buscada por las policías de todo el planeta. Hasta que pudo volver a ser rescatada y restituida a su lugar de exhibición. Quizás por ello tuve la picardía de preguntarle a uno de sus dos custodios con cara de mala uva si era una copia y si el original estaba seguro en una bóveda, en los sótanos del museo. Y sólo recibí por respuesta una sonrisa maliciosa.

Pero el Museo del Louvre, también exhibe otros atractivos que merecen ser vistos: desde la victoria de Samotracia, ese tesoro helénico que se alza sobre un pedestal en forma de proa, como si fuera a salir navegando nuevamente a Rodas ante nuestros atónitos ojos, o el cuadro La Balsa de la Medusa, realizado por Gericault, el primer pintor romántico francés, quien se inspiró en un naufragio real para pintar esta obra, en 1819, y que a mí como cubano e isleño me conmovió hasta las lágrimas porque he visto tantas fotos e imágenes televisivas parecidas de mis compatriotas en viaje hacia un sueño americano que les quedará siempre extranjero y vano. Tampoco voy a olvidar la lisura del mármol de la Venus de Milo, con esa piel nacarada y casi rosa, ubicada estratégicamente bajo una cúpula de cristal y recibiendo toda la luz natural de un verano cálido para resaltar su belleza impecable y nívea o el lienzo de Las dos hermanas (Les Deus soeurs), pintado, en 1843, por el artista francés Theodore Chassériau, quien tomó de modelo a sus hermanas y las colocó en un escenario rojo fuego que resulta como un imán a los ojos asombrados cuando uno entra en el salón de exhibición. Una, Adéle, lleva una exuberante rosa en la cintura y Aline, se apoya ligeramente en el brazo de la otra como en señal de reposo; ambas llevan idénticos mantones rojos, con orlas de vivos colores, que las hace parecer más mundanas y corpóreas.

Como última recomendación al viajero: no puede dejar de salir a la noche parisina, que también tiene su encanto y embrujo. Este es uno de los momentos más memorables, cuando París se ilumina y sus puentecitos se tornan pasionales y encantadores. Entonces no hay nada más aconsejable que tomar un batón mouche (barquito) por el Río Sena para contemplar las siluetas recortadas de los palacetes y catedrales o ver a los lugareños- elegantemente ataviados y con sombreros de pajilla - en sus cafecitos y volver a repetir, casi en susurro: “París bien vale una misa” (dos, tres miles, agrego yo), aquella frase que hace 500 años dijo Enrique IV de Francia, cuando aún no era rey y desconocía que estaba escribiendo el primer slogan turístico para la posteridad citadina que- desde entonces - sería ligado a la belleza, el encanto y el romanticismo que despierta esta urbe, donde se puede percibir la pasión, la elegancia y el alma de sus moradores y donde hasta los edificios exudan un encantamiento de cuentos de la infancia, de aquellos que nunca se olvidan.

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